Fue muy temprano, antes del amanecer, cuando nuestra madre nos llevó en tren a Curicó y luego en un bus rural, atestado de sacos y víveres frescos en el techo, hasta Los Queñes, un villorrio cordillerano en la zona central de Chile. Salimos de Santiago, a la hora en que uno se podía imaginar al sol aparecer, entre los penachos nevados de Los Andes. Estuvimos en el bus, subiendo a la cordillera, por un camino de tierra sinuoso, que acompaña el curso del río Teno. No es un largo trayecto, pero a los 8 años de edad, esa era la más larga trayectoria de mi vida.
Nuestra madre, le dijo a mi hermano mayor que me cuidara, que era el responsable, que quedaba a cargo, que se portara bien.
Mi hermano, tenía una chaqueta de cuero crudo color marrón y vaqueros azules, era tres veces más alto y mayor que yo. No mucho antes del viaje, una tarde de sábado, lo había yo descubierto desnudando a la criada, mientras hacía un silencioso recorrido en alfombra por los pasillos de la casa, y al pasar frente a donde estaba, vi un hermoso cuadro de ambos acariciándose ya sin ropa. Gracias a eso, me compró dulces de chancaca, me pasó todos los tebeos que no me quería prestar, y me dejó salir a correr con mi perro Huracán a la calle. No recuerdo haber comentado jamás la escena que vi.
Mi hermano mayor, que por alguna razón de lo grande que era, muchas chicas de su edad, se me acercaban para monear conmigo. Me abrazaban, me tomaban el pelo, me besaban las mejillas y me hacían confidencias y muchas preguntas.
No lo tengo muy claro, pero estoy seguro de que mi hermano dijo que si, que bueno ya, a todos los requerimientos de mi madre cuando llegamos a destino y ese mismo día, decidió volver a Santiago.
Lo que, si recuerdo, es que el cuarto en que nos dejaron estuvo siempre solo. Es decir, yo estuve allí solo. No lo vi nunca más aquel verano. Bueno, no tanto, debo incluir la excepción de aquel mediodía, en que ocurrió lo de los caballos.
En Los Queñes, nos quedamos en una hostería que tenía cabañas, dormitorios, un gran parrón, una piscina muy profunda, a la que yo le tenía miedo, y un restaurante, donde un mesero me invitaba con gaseosa de jengibre y unas rodajas de limón con sal, que él llamaba ostras falsas. Me resultaba divertido comer esas rodajas de limón, desde un plato con mantel blanco y ser atendido por un camarero, con chaqueta blanca y pantalones negros, con un paño colgando de un brazo.
Por las noches en la hostería, recuerdo haber visto luciérnagas que se confundían con un cielo repleto de estrellas, con tantas estrellas, que parecían las luces parpadeantes de una ciudad en el valle, vista desde la montaña.
Una mañana, estando en la terraza junto a la piscina, descubrí que la llenaban con agua de un canal que corría un poco más arriba del lugar, donde estaba la hostería. Era un canal de regadío, de aguas muy heladas, del deshielo de las altas cordilleras, que corría entre helechos y una frondosa flora de plantas diversas, húmedas del frío cordillerano. Ese canal, era la frontera con el extenso territorio mas allá de lo permitido, era el lugar donde uno se podía perder entre los vientos puelches y las vertientes de nieve, rocas sueltas y bosques de litre, avellanos, boldos y aromos, en la libre extensión sin fin, más allá del lugar que habitábamos.
En la hostería había pasajeros y veraneantes, en su mayoría adultos. Pero entre toda esa gente, que no me interesaba mas allá de la exuberante naturaleza, se acercó a mi un niño un poco mayor que yo, con la propuesta de acompañarlo a cazar. Con el temor y la duda de su edad, no me quedó claro cómo me vi involucrado en su aventura. Apareció con una escopeta de entre las cabañas. Muchos años después, lo reconocería en Oskar Matzerath del Tambor de Hojalata de Günter Grass. Nunca me quedó claro si era el mismo u otro personaje extraño que se ha cruzado en mi vida.
Cruzamos la frontera del canal y lo primero que me ocurrió fue, al atrapar una rama para cruzar sobre el agua, agarré una araña negra, mas grande que mi mano, que se estremeció fría para protegerse de mi intromisión. La solté sin decir nada. Mi acompañante me esperaba ya al otro lado del canal.
No caminamos mucho, y el cazador con la escopeta al hombro, se detuvo junto a una gran roca.
– ¿Te gustan las arañas? – me preguntó.
No respondí. Se agachó y volteo la roca. Era un nido de una araña peluda, con cientos de pequeñas crías, que escapaban desesperadas, mientras la madre, paraba sus dos patas delanteras, saltando en contra de su agresor. Como no dijera nada, siguió su camino y unos metros mas adelante, vi que se detuvo, sacó la escopeta del hombro.
– Está lleno de codornices – dijo susurrando. Apuntó y luego del estruendo vi como las aves de todas partes, revolotearon a nuestro alrededor. No le dio a ninguna. Allí me di cuenta, que no seríamos amigos. Seguimos el camino y llegamos a un cerco con alambrado de púas. Había un caballo pastando en un potrero con grandes plantas de zarzamoras. Dejó la escopeta en el suelo y cruzó el alambrado. No se porqué lo seguí. Debe haber sido el código de amistad entre niños de aquella época. Posiblemente trataba de impresionarme. El hecho es que el caballo al ver que entrabamos en su territorio se nos vino encima. A mi acompañante lo correteo sobre las zarzamoras y a mi me mordió la espalda. No recuerdo como llegamos de vuelta, ni que sucedió después. Solo recuerdo, que nadie se dio cuenta de la mordedura y que yo tampoco, le conté a nadie de mi herida. Mi madre quedaría orgullosa de mi valor.
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