¿Cuándo se nota más que uno va borracho, cuando intenta aparentar que no va borracho, reptando torpemente por el salón y estirando las palabras, todo ello sin querer, o cuando va borracho a secas?
No fue una buena idea… A quién debería sondear en realidad sobre esto no es a vosotros, sino a los testigos de esas situaciones; momentos en los que, para disimular, me enfundo el mono y hago prospección en mis recuerdos, entre los que a menudo encuentro restos de antiguos adhesivos arrancados con poca delicadeza, como aquéllos en las lunas de mi querido Opel Manta, el coche del Halcón de Vallecas que, sin embargo, siempre lució vejez con mayor dignidad que nada ni nadie.
Sois batería de mis deseos con escasa armonía –me digo–, palpitaciones que juegan, también sin armonía, con el corazón; una tabla golpeada sin piedad por el maestro Zakir Hussain, ante la expresiva mirada, y voz cautivadora, de Hariharan. La alegría que me pudisteis brindar era una correa ostentosa enzarzada que presionaba con pasión.
Qué triste esta vida –me dan que pensar esos dos, con los ojos saltones embelesados por sus propias melodías–, que lo mejor que puede ofrecer es el café de las 7 y la birra de las 8, así como el placer de odiar a Los Planetas. Lo único que me quedó de ti. El odio a Los Planetas. Y esa forma peculiar de abrir las botellas de vino. Triste herencia la que me dejaste, pero es la única que me dejaste. Triste vida –me dan que pensar esos dos nigromantes–, que lo mejor que puede ofrecer es el café de las 7 y la birra de las 8, y el placer de odiar a Los Planetas. Pero qué bonito es odiarlos…
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