5. ¡Despertad, malditos!

“¡Despertad, malditos!”, vociferaba el telepredicador en la gran pantalla. Su grito coincidió con esos largos y ásperos instantes entre un tema que se acaba y el próximo que está por comenzar, y avanzó abriéndose paso entre el humo como una horda de Hunos, para desgarrar los tímpanos de los allí presentes. El asunto no tendría mayor interés si no fuera porque el desgraciado hipócrita que gustaba de sermonear al personal en las ondas estaba sentado a mi lado, apurando el último vaso de ese bourbon guatemalteco, marca de la casa en Perdición, mi antro de adopción, origen y fin de todos los caminos.

También, pero al otro lado de la sala, Elder Pinchot y Elder Coleman –o al menos así rezan sus plaquitas identificativas en la americana–, dos chavales mormones que, tras pasar el día molestando de puerta en puerta, terminan su jornada al servicio del Señor abrasando sus gargantas con ese mismo mejunje. Elder Pinchot, los focos alumbrándole la papada. Es el niño bobón de cabeza titánica que nadie quería nunca en su equipo de fútbol.

En este mundo parece que quien habla primero lleve la razón. Así, vivimos rodeados de personajes cuyo lema es “no importa la imbecilidad que pienses o quieras difundir, sencillamente dila antes.” Lo que digan los demás se catalogará como simple reacción, carente del glamour y la fuerza de una declaración primigenia, la que abrió la caja de Pandora.

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