El compadre varado en el taburete contiguo al mío ha secado ya hace rato la labia y el bourbon guatemalteco del barman de Perdición. “Pushkin” –nos dijo– era su nombre, con el hálito escapando por la boca mellada.
Un festival de olores corporales impregna el antro de butacas acolchadas, olores que hablan más de los compañeros de melopea por ahí dispersos que ellos mismos, aunque parezca inverosímil. Las conversaciones de los diferentes grupos que nos rodean vienen y se van de mi cabeza como lo hace el rugido de esa chopper al pasar por la calle, o el de la radio, al girar el dial para sintonizar esta u otra emisora según el nivel de sandeces que profieren los contertulios. Lo curioso es que los fragmentos a priori inconexos de esas charlas entre almas en pena parecen enlazar unos con otros, construyendo una diatriba paralela e inclusiva, que sólo es inteligible para mí, como un ser superior sumergido en ese sucio bourbon que erosiona nuestro esófago; una ácida oda a los romances frustrados, al reparador amor fraternal, a los amigos que no están, y a las casas en manos de las ex.
El barman siempre fregando un vaso –¿siempre el mismo?–, y yo sigo sin dar muestras de humanidad, con el rictus torcido del que comió un pedazo de cactus y no consigue tragar, mientras esquivo las miradas cómplices de Pushkin y sus intentos de entablar conversación. En la caída, las trayectorias de todos convergen, y uno teme levantar la vista por no reconocerse en el de al lado. Ese tocar fondo no es producto de un par de malos despertares, sino más bien el resultado de un proceso lento y tortuoso. Trato de imaginar qué macabra combinación de circunstancias de la vida, historias tristes y malas decisiones llevaron a los otros a ese lugar. Probablemente, y sin saberlo, ya estoy yo también ahora recorriendo el camino a otro Perdición.
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