Cuento

Un país oscuro

Josué Moreno Cotrina


Los disparos contra puertas y ventanas de la fachada de nuestra casa, iniciaron a las doce de la noche. Mi madre saltó fuera de la cama, y tirada sobre el piso nos dijo con voz sigilosa y agitada, “¡niños al suelo, al suelo, contra la pared!”.

Así empezó el asedio a nuestra familia, en plena madrugada oscura y fría; fue aquella vez en que mi padre echó por la borda su imagen de hombre casero y pacífico, cuando le dijo a mi madre, “, maldita sea, saca las escopetas del baúl”

En casa nunca hubo armas, hasta que esos tipos de afuera empezaron a dispararnos, obligando a mis padres a sacarlas del escondite. Mi madre primero extrajo una escopeta de dos cañones. Recuerdo con nitidez su imagen; llevaba su ropa de dormir amarilla cuando, con una maestría que desconocíamos en ella, manipuló aquella arma y, antes de lanzárselo a mi padre, apuntó por la ventana y dio un par de disparos sin siquiera parpadear. Aquel sonido desolador, de aquellas balas insípidas, resuenan aun hoy en mi alma intranquila.

Mi padre que antes roncaba a sus anchas, al oír el primer tiro, salió disparado como una bala hacia el patio, buscando apagar el mechero que iluminaba el interior de la casa. Descolgó el mechero y lo apagó de un soplo potente, luego se quedó de espaldas contra un muro que le protegía de las horribles ráfagas que inundaban el patio con un sonido atronador. Los de afuera, los atacantes, llevaban unas AKM, eso lo supe al día siguiente, cuando el policía al tomarnos la denuncia, nos dijo que aquellas armas sonaban así.

Mis hermanas y hermanos respiraban con agitación y miedo. Aquella noche fue fría, aun lo recuerdo, y oscura, tan oscuro y nefasto como el propio país. Estábamos tirados sobre el piso junto a la pared, no sentíamos sino el calor de la adrenalina, quemando nuestras inocentes vidas. Madre desde el segundo piso y padre desde el primero, luchaban por salvarnos. Yo pregunté en medio de la balacera ¿y los policías, porque no nos vienen a ayudarnos? Y mi hermana mayor sentenció “esos traficantes si vienen no será para ayudar”

Algo en mi interior dijo que tenía que levantarme e ir a dar apoyo a mi padre y a mi madre. Levanté la cabeza y descubrí que los disparos habían cesado. Busqué con la mirada a mi madre y la pude ver; de espaldas contra una pared, sostenía la escopeta con una mano y con la otra introducía las balas, luego le hacía señas a mi padre, quien gesticulaba pidiendo silencio.

Después de una interminable y tensa calma, se oyeron voces allá afuera. Mi padre no dejaba de dar indicaciones con la mano, mi madre entendió el mensaje y con una velocidad y dominio del arte de la defensa lanzó la escopeta al otro lado del patio donde mi padre la recibió con una mano.

Dado que los disparos desde afuera cesaron creí, y he ahí mi error, que la cosa había acabado. Ya de pie y descalzo, avancé hasta la puerta, insensato de mí, salí hacia las escaleras que daban al patio, convirtiéndome en un blanco fácil para los pistoleros de allá afuera. Vi a mi madre hurgando en el baúl en busca de otra arma, mientras mi padre apuntaba con la escopeta hacia el portón. Del otro lado del portón agujereado de tantas balas, unas linternas iluminaban las rendijas, y se oían voces gruesas y silbidos amenazantes.

A la edad de ocho años, no crees que vas a morir, o que alguien quiere matar a tus padres, es esa edad en que crees que estando cerca de tu padre nada te pasará, y si además éste, lleva un arma, te sientes seguro sin más. Influido pos esos sentimientos, decidí ir hacia donde estaba mi padre, mi madre no se percató de ello, distraída quizás cargando el otro arma. Cuando llegué al primer escalón, dije “papa”, y los disparos se reanudaron, mi padre volteó y al verme ahí desprotegido gritó ¡al suelo, al suelo hijo, al suelo carajo! Diciendo esto, se paró delante del patio y se puso a disparar como un descosido, mi madre igual. El portón aguantaba con ahínco.

Mi madre al descubrirme tirado sobre el escalón, quiso venir a por mí, pero las ráfagas no la dejaron. Fue ese momento que dije a mi madre, que algo me había quemado el cuello. Ella desesperada, entre cargar su arma, e intentar ayudarme o por lo menos averiguar qué era eso que me había quemado el cuello, descuidó proteger las espaldas de mi padre, quien había cruzado el patio al otro lado y con mejor visión respondía a las ráfagas que se oían cercanas.

Al tocarme el cuello descubrí que me brotaba sangre y me asusté muchísimo y me puse a llorar. Mi padre me decía con el dedo silencio, silencio y mi madre ya con el arma cargada, salió en mi ayuda. Ese fue un momento espectacular, ella tan genuina en todo, golpeó con maestría la caserina del kalashnikof que los militares le habían enseñado a usar en caso de ataque terrorista, dado su cargo como responsable electoral del distrito, se la colgó en el cuello, puso el dedo en el gatillo, contó hasta tres y salió de su escondite disparando como Rambo pero con gracia y sentido. Los de afuera, sorprendidos, dejaron de disparar a la casa y mi padre pudo llegar hasta la tienda, donde disponía de una rendija ideal para aniquilar a esos que nos querían matar.

Mi madre es de las que hacen diez cosas a la vez, así con un brazo me levantó y con el otro sostenía el arma que no dejaba de disparar. Ya mi padre mejor ubicado daba disparo certeros, los de afuera ya solo disparaban por disparar, en plan de huida.

Mi madre evaluó mi situación y dijo, “te ha atravesado una bala por el cuello, pero es superficial”. Aun llevo hoy las cicatrices de aquel evento. Cuando me preguntan qué te pasó en el cuello, suelo alternativamente decir, o que tuve paperas y me operaron o que me dispararon y estoy vivo de milagro.

Mi madre me dejó en una esquina, luego se fue a la tienda que daba a la calle. Junto a mi padre decidieron abrir el portón y arrasar con aquellos. Mi padre corrió los cerrojos y abrió la puerta de par en par y mi madre salió con aquella arma infernal disparando a lo largo de toda la calle. Donde la noche era fría y las balas iluminaban aquella oscuridad, era la perfecta metáfora de lo que era el país. Había que defenderse de la oscuridad a punta de balas.

Mi padre siempre lo supo, nos habían atacado los propios policías, que al fracasar volvieron a su puesto policial, a inventar un informe, falso a todas luces de un supuesto ataque terrorista a la casa familiar de la regidora del distrito, mi madre.

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