Si bastara la experiencia profunda de asomarse a lo mismo, siempre, de aspirar este aire, de rebuscar en la tierra la humedad.
Si no libara el pájaro la sangre – que no tengo – y no se descolgara, sutil, la araña.
Si no quemara el sol y la lluvia no arrastrara lo que quede.
Si nacer, crecer, morir, podrirse, me fuera concedido.
De no ser por las hormigas que vienen en manada, por el insecto, por el rocío, por el piedrazo certero, cómo sabría que existo. Alguna vez un sapo, una culebra, vinieron a treparse, igual que las hormigas. Yo, quieto.
Habrá que estarse quieto, anhelando la mirada del viajero, endurecerse todavía un poco viéndolo pasar de largo, abrirse al sol, hundir dos palos como pies abajo, abajo, abrazarse un poco más todo lo que se pueda a esta nada que es el aire, como a una esperanza.
Esta forma inhumana que adivinan no es un Cristo. Los veo desde acá, van y vienen – si eso es moverse –
Y no vengan a decirme que más allá del maizal hay mundo: ¿a la lata, a la madera, le piden que imagine? Imaginar es otra cosa: es decir, sin fundamentos, naranja y verde, y pensar de inmediato en la fruta y el limón. Diré naranja y verde entonces, naranja y verde – digo decir y cómo abrir la boca que no tengo –
Ni este pelo de paja ni estas uñas falsas. Dos botones con agujeros para ver – uno negro, el otro colorado – una boca cosida y arriba de la boca, nada. Un sapo, una culebra, alguna vez. Ya nadie teme a los espantapájaros.
No llegue el día en que me atreva, me desentierre estos palos y camine. Por ahora a estarse quieto, repetirse, dar vueltas sobre el mismo eje. Estar, seguir estando.
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