Sería una niña de no más de once, doce años. Aquel día iba de aquí para allá, exultante, el tiempo le faltaba para hacer todo lo que quería hacer, había encontrado la forma exacta de estar en el mundo.

Creía, a su manera (a la manera de una niña de once años) que había para ella una trama reservada, con un principio, un desarrollo y un final. Bajo formas más adultas, esa fe le volvería por oleadas durante toda su existencia. Se acostumbró a actuar la vida. Ni aun ante sí misma dejó de estar en pose alguna vez. En algún lugar deberán estar las lámparas, las cámaras, en un cajón el guion certero, el público invisible detrás de una pared.

No sabía (cómo podría) que el modo de ser al que mejor se acomodaba su cuerpo era la soledad.

La vi al día siguiente, parada, quieta, la cabeza gacha, la mirada fija en un estanque de agua. Pasó la excitación, me dije, insidioso. Tornó la cenicienta en calabaza.

El siglo pasado alguien imaginó en una pampa del sur a un sargento de la policía que en un instante comprende su destino de lobo y no de perro gregario. Entiende que su lugar no está del lado de la ley sino del de un gaucho fugitivo, deja hijos y mujer y se va con un matrero a vivir al desierto con los indios.

Quizás para la niña no existió esa posibilidad, la de poder darse cuenta en un solo momento y para siempre qué, quién, era ella. O existió y le pasó por un costado. O le sobrevino innumerables veces y una y otra vez las descartó, desencantada, porque las pistas eran falsas.

A la mujer le ocurriría, en cambio, algo más común, quizás menos literario pero no menos maravilloso. Su cuerpo, sus gustos, sus maneras, irían adquiriendo diferentes formas a lo largo de su vida; formas que hoy eran y mañana dejaban de ser, en una mutación interminable. Formas sucesivas e incluso simultáneas: ella podía ser una por la mañana, otra por la tarde y otra muy distinta por la noche; podía ser una cosa y su contraria al mismo tiempo.

Con la misma voracidad e inconstancia leyó a los clásicos y se suscribió a una revista de motos. Decía que le hubiera gustado practicar ala delta y ser boxeadora. La deslumbraba oír hablar a un matemático, a un cocinero, a un físico. Jamás le gustó la cocina. Creo que al morir aún adeudaba un par de materias de la secundaria.

Se diría que su cuerpo nunca tuvo forma propia, vivió apropiándose de las innumerables formas que tiene el mundo. El no tener forma acabada, el vivir de tomar formas prestadas, fue, quizás, su propia forma, su forma verdadera. La imitación era su modo, la impostura su estado natural.

Ofelia no era, Ofelia devenía, en un devenir interminable, permanente. Y devendría hasta después de muerta: toda su composición atómica, molecular, continuaría mutando en quién sabe qué formas nuevas y distintas. Se diría que Ofelia nunca fue, que Ofelia estuvo siempre atravesada por una forma universal que la excedía, la precedía y habría de sucederla.

La niña, Ofelia, sería una oscura oficinista. En sus horas secretas, poeta con cuarto propio. Pintora muy menor, madre aplicada, esposa fidelísima y, al mismo tiempo, amante fugaz y apasionada de un extraño que apareció y desapareció de su vida como una comezón.

Vivió una vida de familia, en Carhué, hasta su muerte. Nos cruzábamos y hablábamos del tiempo y esas cosas. Nunca le hablé de esto ni de sus enormes ojos verdes. Excepto aquella vez, no volví a verla con la mirada fija en un estanque de agua, pero presiento que hasta el final el modo de ser que más se acomodó a su cuerpo fue la soledad.

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