Hardboiled. Veintiséis libras y media

Hardboiled. Veintiséis libras y media

Hardboiled 


Veintiséis libras y media 

I. Una mala noticia 

Supo cuando sonó ese viejo celular que solo leería malas noticias. Así fue. Leyó con desgano. Las palabras escritas en el mensaje se atropellaban nerviosas. Cuando un mensajero no sabe controlar sus emociones, cuando teclea con torpeza, la noticia tiene que ser necesariamente mala. No le agradaba para nada el significado de las palabras escritas. Sombrío, cavernoso, se lo podría definir sin temor a equivocarse. En efecto, la noticia era realmente mala. Peor de lo que esperaba. Que se caiga una venta es una mala noticia; que se regatee el precio cuando ya se entregó la mercadería puede ocurrir y no es de los peores asuntos. Capturar un espécimen que no estaba indicado, era una mala noticia. Muy mala.
Cada par de años, por ese antiguo celular que estaba a nombre de un pobre infeliz, llegaban mensajes para ponerlo al tanto de los lamentos de un mensajero por un incidente. Estaba prohibido hablar por teléfono, nunca debía quedar grabada la voz de ningún integrante de la red. Violar la regla merecía el peor de los castigos. Solo mensajes de texto, además, breves.
Hacía años que nada muy grave se le comunicaba. A veces los compradores se ponían pesados, compraron por diez y querían pagar por cinco. Entonces se escribía: “regateo al 50%”. Eso era todo. O se quejaban del producto, del color de cabello, los ojos, el tamaño. El mensaje decía, palabras más, palabras menos, “el cliente quiere cambio de set de maquillaje”, o “faltan cinco para el kilo”, o “sobran cinco en el kilo”.
Eran asuntos desagradables, aunque no imposibles de resolver. ¿Podía él hacer una rebaja al precio acordado? No, esa no era su función y no tenía poder para ello. ¿Podía él cambiar el color del cabello, de los ojos, o alterar para más o para menos el tamaño de la víctima? No, nada de eso estaba a su alcance. Así que todo se resumía en saber negociar. Siempre, al final, se podía llegar a la solución correcta. Si contrataste por diez, pagás diez y no había más que hablar. No había rebajas, nada de regateo. Lo que compraste, pagás.
Si adquiriste 15 kilos de carne humana, blanca, de cabellos rubios y ojos claros, es lo que recibirás. No podés cambiar la mercadería a tu antojo. El que es blanco no se volverá negro, ni el rojo amarillo. Es lo que pediste y eso se te ha provisto. No había más que conversar.
Los clientes suelen entrar en razón más rápido de lo que ellos mismos suponen. Pero si el cliente se ponía demasiado pesado y no entraba en razones, el asunto se resolvía fácilmente. La mercadería era descartada en el acto y luego procesada. No quedaba ni rastro. Quince kilos de carne desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Puede que el fuego, puede que la voracidad de un animal. Duran lo que un suspiro. Lo mismo treinta, cuarenta o cien kilos. Basta un chiquero, dos o veinte. ¿Qué más da? Émulos del gran “Bill Bigs”, la voracidad de esos cerdos era estremecedora.
El cliente sabía que si insinuaba faltar a los protocolos, no tendría un mejor destino. Esas mismas piaras de enormes cerdos hambrientos podían poner fin a la soberbia del más pintado con tanta velocidad como al engullir quince kilos de carne fresca y huesos blandos.
Ni escarbando las toneladas de estiércol de los cerdos que se acumulaban en los chiqueros dispersos por todo el país, se encontraría siquiera una evidencia de la solución del entuerto. El apetito de esos cerdos era inigualable, o tal vez solo comparable a la estupidez de pocos díscolos clientes que amenazaban con patéticas delaciones.
Leyó casi con resignación la información que el mensajero escribió con una pésima ortografía y peor sintaxis. Que fueron por la mercadería vendida, tal como se había acordado, la del catálogo rosa, de tapa angelical y hojas papel biblia cubriendo las fotos de los productos, pero alguien, sin precisar quién, por razones que desconocía, decidió cambiar por uno que no figuraba en ninguno de los álbumes de la empresa. Se trataba de un producto desconocido que no había sido evaluado. No sabía nada de sus propiedades ni de su calidad. Todo se había salido de control.
La desaparición del niño se supo en el pueblo casi de manera inmediata y encendió la alarma en todo el vecindario; todo el villorrio lo estaba buscando.
En un pueblo donde nunca ocurre nada extraordinario, había desaparecido un niño como si se lo hubiese tragado la tierra o se hubiese evaporado, y ese era un verdadero acontecimiento. Hasta la policía se vio obligada a simular sincera preocupación, aunque no podían dimensionar el escándalo que estaba por desatarse. Y sin esperarlo, empezaron a llegar los periodistas, los malditos periodistas, a meter sus narices en la mierda. ¿Si uno revuelve mierda, qué espera oler?
Lidiar con los periodistas no es un problema mayor, puede resultar hasta entretenido. Pero con los dueños de esos medios, sí es un problema. Esos son unos “tremendos hijos de puta”, verdaderos “comemierdas”, como solía repetir en cada oportunidad que se daba la conversación sobre los dueños de los grandes multimedios. Así pensaba, porque a esos propietarios les conocía todos los vicios.
El alboroto escalaba a cada instante. Un niño desaparecido y cientos de infelices husmeando por todos lados. Perder el control en ese negocio resulta nefasto. Enderezar lo que está torcido no siempre es sencillo. Repetía: “el árbol que crece torcido no hay cómo enderezarlo”. Y ese era el caso. ¿Aparecer el niño? No había ninguna posibilidad. ¿Espantar a los buscadores? Imposible. Todo lo que se intentase se volvería en contra. La suerte estaba echada para todos.
Para lograr alguna solución había que empezar a tocar timbres y, cada timbre que se toca, es dinero, mucho dinero. ¿El encubrimiento de la policía? Un auto, una casa, la renta de un prostíbulo. ¿Del juez una sentencia favorable? Más costoso. No alcanza con autos, casas o prostíbulos. Las putas se ofertan solo a los pequeños y medianos magistrados. Los jueces importantes, ni hablar de los de la Corte Suprema de Injusticia, reclaman enigmáticos los efectos conducentes de las causas eficientes para lograr los objetivos más satisfactorios. Jamás él entendió de qué le hablaban.
¿La protección de un ministro? Los ministros valen lo que valen sus acciones en la bolsa de Nueva York. Un presidente se cotiza en las pizarras clandestinas de los paraísos fiscales.
Una mala noticia, una venta caída, un niño desaparecido, una población excitada buscando al infante, y un tropel de periodistas pisoteando el pueblo hasta volverlo un entero lodazal. Para colmo de males, un largo viaje desde su reducto al villorrio, en ese día de calor insoportable. Casi treinta y ocho grados. Sofocante calor del verano. Todo era una mala noticia.
Contra su voluntad, le tocó hacerse cargo de ese asunto. Justo a él, que estaba por ir a dormir una reconfortante siesta luego de un día de mucho trabajo que había comenzado a temprana hora de la madrugada. ¿No tenía derecho a una siesta? Se repreguntó con furia, ¿no tenía derecho a una siesta? Claro que no. De ninguna manera. ¿En qué lugar estaba escrito que podía tomarse una siesta cuando deseara? Ni se atrevió a sugerir al jefe que le ordenó intervenir, esa posibilidad. En su posición resulta difícil descansar, a veces hasta imposible, y ese día creyó, ingenuo, que hasta podría echarse a dormir una buena borrachera. ¿Por qué era tan injusta la vida con él? ¿Qué haría con tanto alcohol en sangre?
“Hacete cargo del quilombo”, fue todo lo que le ordenaron en nombre de El Mago de Oz. Lacónico mensaje. Pocas palabras bastan para dar una orden. “Hacete cargo”. Cuando hablaba la Ciudad Esmeralda solo cabía obedecer.
Hacerse cargo de una captura no encomendada. De un niño desconocido. Y una venta frustrada. Reponer la mercadería y resolver lo del niño. Justo a él que odia tanto a los niños como a los periodistas, un hombre sin corazón. No en vano fue apodado “El hombre de hojalata”. Odiaba a los niños, aunque más a los periodistas, porque esos no le reditúan ni un centavo; por el contrario, le producían a la Red algunas pérdidas y a él interminables dolores de cabeza. Los periodistas eran sinónimo de migraña. Ellos obligaban a la entidad madre a malgastar mucho dinero para desmentir noticias falsas o exageradas de esos escribas que solo buscan producir una sensación escalofriante en sus lectores y regodearse con sus miedos.
Era cosa sabida, no bien se publicaba una de esas noticias, para que comenzara la riestra de reclamos y los apuros por los sobornos para que todo quedara en nada.
Los sobornos muchas veces ni siquiera resultan provechosos. Sobornar es tedioso, hay que lidiar con ambiciosos, mezquinos, soberbios, tipos que no valen nada, pero que se cotizan caro, tipos que esperan que su soborno equivalga a una buena vida hasta el día de su muerte. Algunos ambiciosos no comprenden que la muerte está mucho más próxima de lo que creen. Para cuando lo comprenden suele ser demasiado tarde.
Aquel paraje queda en un lugar tan alejado que pocos conocían de su existencia hasta que se difundió la noticia de la desaparición del niño. No sabía cómo se produjo la filtración, el mensajero que lo informó no podía explicarlo. Suponía que todo debía atribuirse a la estupidez o la malicia de un policía enganchado con un cronista, de esos que cambian por unos pesos una noticia que puede resultar atractiva. O de esos paisanos que creen que ponerse delante de un micrófono les cambiará su miserable vida por una bien ganada fama. Imbéciles. Así los consideraba. Completos imbéciles los policías pueblerinos y aquellos gauchos de alpargatas.
Un verdadero ejército de periodistas de todos los medios había invadido aquella desolada aldea cuando se supo de la desaparición de un niño que no tenía nada de especial. No era el hijo de un millonario, ni de un funcionario de renombre. Solo era un niño pobre, hijo de un padre pobre, de una familia pobre. Para él, un ser insignificante, incluso menos que cualquiera de los parientes o vecinos del malogrado niño. Apenas quince kilos de carne, exagerando, veinte. Lo que un lechón. Y por esa minucia de carne y huesos pequeños, un escándalo nacional. Imperdonable. ¡Y el no podría dormir esa reparadora siesta que se merecía!
¿Los secuestradores del niño ya habrían sido ejecutados? Esperaba que no, deseaba tener la oportunidad de conocerlos y de presenciar su ajusticiamiento previo tormentos. Menos no merecían. Luego a los chanchos para ser reducidos a una montaña de excrementos.
Para los periodistas, aquel bochorno era como el becerro de oro. Intuyeron la noticia, sospecharon lo que había detrás de la desaparición y por ello se comportaban como alimañas, entrometiéndose en todos los asuntos, revisando los escusados, oliendo las mugres de los sobacos de los pueblerinos, hurgando con sus cámaras fotográficas en la entrepierna de las muchachas que fueron desfloradas en la infancia por sus patrones, buscando algo de qué enterarse. Así resultaban interminables entrevistas a distraídos o idiotas, sin importar si quien hablaba entendía lo que realmente estaba ocurriendo. Es que algunas personas sin cerebro hablan muchísimo, ¿verdad? El Mago de Oz se lo advirtió. Personas sin cerebro hablan de más. Son parte de la legión de espantapájaros que no saben lo que es tener cerebro y, si lo tuvieran, no sabrían cómo usarlo. Un desperdicio.
Detestaba a esos periodistas. Los detestaba con verdadera pasión. Los consideraba arribistas y oportunistas, voraces personajes, más voraces que sus afamados cerdos devoradores de carne humana, tratando de mejorar los pobres guarismos de audiencia que lucían sus noticiarios para ascender en las consideraciones de sus aburguesados directores. Sabía que a ellos, tanto como a él, les importaba un bledo el niño. ¿Qué puede valer un niño pobre, de un padre pobre, de una familia pobre, para un inescrupuloso periodista de la gran ciudad? Nada. Esos alcahuetes sabían muy bien cuántas niñas y cuántos niños desaparecen por día. ¡Claro que lo sabían! Podían hacer crónicas interminables en donde se les ocurriese, al norte, al sur, al este o al oeste del país. En toda la geografía había decenas ¡o centenas! De niñas o niños desaparecidos. Él sabía bien de los corrales donde se guarda el joven y noble ganado premium. Donde buscaran, encontrarían. Pero no les interesaría saber de esas niñas o niños, solo querían mejorar la audiencia, obtener primicias, alimentar el morbo, y ese caso les ofrecía esa posibilidad. Y tal vez mucho más. En definitiva —diría el hombre—, hunden la mano en la olla llena de la mierda porque saben que en el fondo encontrarán dinero. El dinero es la madre de todas las noticias y el padre de cualquier ascenso. En realidad, el dinero inventa la noticia.
“Come mierda y serás rico y famoso”, esa era su sentencia. Aunque, lo corregiría un viejo burócrata de la Red, “siempre se come mierda, pero siempre viene envuelta en sangre”. ¿Cuál era la proporción? Difícil de decirlo.
Decepcionante. A los periodistas no les interesaban otros casos. Muchas madres llegaron hasta los camiones de exteriores para confesar sus penas. Pero a ellos solo les interesaba ese niño, ningún otro. Ese y no otro.
Si se les preguntara por qué no otros desaparecidos, responderían socarrones. “No toda noticia es valiosa”. ¿Y por qué esa sí lo era? ¿Por el niño pobre? ¿Por la familia pobre? Sabía que no era por sentimentalismos. ¿Acaso a alguno de ellos se le caería una lágrima, más no fuera una lágrima por el desaparecido? No. Ni una molécula de lágrima derramarían, ni aunque frotaran cebolla en los ojos. Consideraba a todos esos personajes como a unos absolutos hipócritas. Él, en cambio, no era un hipócrita, era un hombre sincero, sin sentimientos. Jamás lloraría por ningún asunto, lo mismo que esos «husmeadores de mierda». Asumía que tal vez lloró por un negocio por el que perdió una buena comisión. No lloró, en realidad, solo se lamentó. Perder dinero es lamentable. Cuando la vida vale menos que un puñado de dólares, nadie llora por una niña o un niño desaparecidos, solo llora lágrimas verdes.
Antes de emprender tan tedioso viaje, bebería hasta hartarse; sería su modo de alcanzar la calma espiritual y la claridad mental. Su revancha. El alcohol no le nublaba el razonamiento. Tal vez lo destilaba gota a gota, lo que le permitía despejar las dudas una a una, y concluir en qué era lo más conveniente.
Podía beber casi sin límite y mantenerse asombrosamente sobrio. Se mantenía sobrio a cambio de años de vida. Cada borrachera, especulaba, reducía su expectativa de vida. Si no equivocaba el cálculo, a esa altura debía haber consumido un tercio de lo que podría haber vivido. Apenas fue interesado en el negocio, decidió que así sería, sin límites, y empezó a beber copiosamente. Empezó a consumirse en alcohol. ¿No es que todos comenzamos a morir apenas nacemos? ¿Entonces? Muramos con placer. Solo se trata de establecer los tiempos de la muerte, no llegar al último momento aburrido, tristes de haber malgastado los días, soñando el sueño de otro hombre que nos imagina cómo nunca fuimos. La vida hay que consumirla intensamente hasta que no quede ni una gota de humanidad. Así que llenó un vaso con whisky y lo bebió sin detenerse. Luego otro. Luego otro, hasta que vació media botella del dorado néctar escocés. Llevaba con él, a todos lados, la botella de Glenfarclas 25 Años. A donde fuera iba provisto de un buen número de botellas del costoso elixir. En el baúl de su automóvil guardaba una docena de botellas. Nunca debía quedarse sin combustible. En su casa, en la despensa, almacenaba otras muchas. Podía faltarle el aire, pero nunca el whisky Glenfarclas 25 años. Era su ambrosía. La cirrosis ya le pudría el hígado, pero no dejaría de beber jamás. A esa altura de su condición consideraba que la única amistad fiel con la que contaba era, precisamente, su cirrosis. Ella no lo abandonaba por nada. Juntos irían a la tumba. ¿Hay algo más fiel que una cirrosis?

A donde debía dirigirse es un pequeño pueblo tierras adentro cerca del río. A varios cientos de kilómetros del lugar más poblado. Dos rutas lo rodean. Una, nacional, que sigue en dirección al norte. Otra, provincial, que zigzaguea entre pueblitos tanto o más pobres que el que lo esperaba. Es un camino que no tiene destino. Nadie sabe a ciencia cierta dónde empieza y menos dónde termina.
Allí el cielo es azul. Un cielo limpio que se lo puede ver en todas direcciones. La vegetación es dominante. Árboles frutales, arbustos, grandes plantas, pocas flores. Si no fuera por los frutales que emergen en dirección al norte, a la derecha de unas treinta o cuarenta hectáreas de una especie de llanura, se podría ver hasta el horizonte más lejano. Los frutales fueron sembrados describiendo un círculo de medianas dimensiones, tal vez quince metros de diámetro. Nunca nadie pudo explicar por qué los antiguos pobladores los sembraron, conformando un recinto de modestas dimensiones, al que se ingresa por un único lugar, una entrada de aproximadamente dos metros de ancho. Se trata de una formación compacta; los árboles hacen un muro que impide ver lo que ocurre en el interior del círculo. Las explicaciones de esa invención circular son tantas que ninguna ha perdurado en la memoria de manera exclusiva. Para algunos, fue apenas un capricho de aquellos gringos que enloquecieron por el alcohol. Beber aguardiente barato o grapa más barata aún, era el único pasatiempo posible. Esas bebidas podían hacerle perder el quicio a cualquiera.
Para otros, era el lugar donde los patrones desfloraban a las niñas, una especie de santuario en el que ellas perdían de manera temprana y violenta la virginidad. La arboleda resultaba así la testigo privilegiada del derecho de pernada, una costumbre que con otros ademanes perdura hasta estos días. Ese derecho feudal es aceptado por la inmensa mayoría de los pobladores. Hasta las víctimas terminan por convencerse de que, después de todo, no es tan malo ser violada por el mandamás. Ellos se bañan bastante seguido, y hasta suelen usar bonitos perfumes. Los capataces, en cambio, son más brutales, y los peones, ni hablar.
Pero a él esas historias no le importaban en lo más mínimo. Las mujeres nacieron para ser desfloradas más temprano que tarde. La virginidad era un asunto ridículo para él. Algo religioso, como masticar la hostia o beber la sangre de Cristo.
Todo no era más que dinero y la sobre abundante carne humana, a las que unos devoraban y otros sodomizaban. A la pregunta de que si los humanos son una especie en extinción como ciertas aves o mamíferos, su respuesta era un rotundo: ¡no! Ocho mil millones de seres humanos, o tal vez más, pueblan la tierra en todas direcciones. Hay por donde se mire. Y afirmaba sin ningún sustento científico que no se tardaría mucho en que en el mundo se produjera una explosión demográfica que había que evitar a cómo diera lugar. Proponía resetear a la humanidad, como si se tratara apenas del disco duro de una computadora o uno de sus programas. Así desaparecerían dos o tres mil millones de personas. Algún día el escarmiento atómico pondría las cosas en su lugar.
Era un maltusiano intuitivo, dado que no tenía ni la menor idea de quién fue Thomas Malthus y sus teorías resumidas en el “Ensayo sobre el principio de la población”.
Dudaba en cuál era el modo más conveniente de viajar para cumplir con su orden. No tenía la menor voluntad de manejar durante horas cientos de kilómetros. Detestaba los viajes en ómnibus y un vuelo no resolvía su destino. Decidió pedir a la Ciudad Esmeralda un chofer y un automóvil. Un chofer con experiencia y un auto moderno pero nada de alta gama que solo sirve para alimentar la codicia de los lúmpenes que abundan en esos pueblos hambreados secularmente.

En la Ciudad Esmeralda nadie respondía a su pedido. Ocurre a veces que quienes reciben los mensajes los dejan dormir unas cuantas horas. Cajonear un aviso es parte de la dinámica de esa peculiar burocracia. Los máximos jefes estimulaban esos hábitos. Ni hablar del Mago de Oz. Les gustaba jugar con la paciencia de los demandantes. Que esperen, que esperen. No hay prisa. Y siempre volvía la conocida frase “todo en su medida y armoniosamente”.
Él conocía esa costumbre. No perdería la calma por el tiempo que se lo hacía esperar. Sabía que tarde o temprano aprobarían su pedido. Un auto veloz, pero para nada lujoso, y un experto chofer que lo llevara a destino.
No contaba con información detallada de lo que estaba ocurriendo por el cambio de mercadería y la consiguiente desaparición del niño. Todo lo que sabía se reducía a los detalles que el informante le refirió por mensaje. No consideró reclamar al mensajero por alguna novedad. Su experiencia le indicaba que no habría ninguna, y si la había, no podía ser importante. El niño se había evaporado, quienes lo buscaban no tenían ninguna pista sobre su paradero ni de quién podía haberlo secuestrado. Conocía la técnica. Es una maniobra que se ejecuta en cuestión de segundos. Entregadores, encubridores y captores. Los entregadores garantizan que la víctima esté disponible en un lugar previamente acordado; los encubridores se ocupan de distraer a cualquier posible testigo, los captores se mueven como animales de presa. Una vez que capturan al espécimen, lo silencian y reducen. El desgraciado no tiene la menor oportunidad de salir de la trampa. Es como una mosca en la tela de una araña. Si esta regla cumple para un adulto, ni hablar, lo que implica para un niño que pesa apenas no más de quince kilos. No hay competencia posible. El niño es apenas un frágil capullo, una crisálida de piel fresca asomándose a la vida, una anatomía fácil de manipular. Sabía que el terror que invadía a las víctimas las paralizaba por completo. Lo había visto. Supo de algunos casos en que esos niños resistieron lo que pudieron, el temor no los paralizó, por el contrario, fue el combustible que los estimuló a resistir. Pero esa voluntad de lucha duraba nada, lo que tardaba el captor en aplicar un certero golpe, o asfixiar sin matar para desmayar a la presa. Allí acababa todo. Luego era mordaza y ataduras.
Se acomodó en un sillón frente a un televisor para seguir las noticias que repetían en todos los informativos. Bebía su whisky. La abundancia de alcohol relajaba sus papilas. El sabor del Glenfarclas invadía su boca y luego ascendía hasta los húmedos tejidos de su nariz. La nasofaringe era una autopista del placer que espoleaba sus sentidos. Era misterioso el efecto que producía esa estimulación en su cerebro. Sus sentidos se afinaban y creía, estaba convencido, que ese estado de ánimo, esa tensión en los tejidos, especie de nirvana generada por el alcohol, le permitía captar los mensajes subyacentes que los periodistas enviaban a sus patrones a través de sus interminables e inútiles peroratas.
Todos los noticieros mostraban las mismas imágenes. Una multitud buscando al niño desaparecido. Todos se asumían como expertos rastreadores capaces de detectar hasta el más insignificante detalle del paradero del desaparecido. Absurdo. Ni lo movió a reírse. Sí, se interesó en la aparición de los políticos de turno. Infaltables como cualquier comedido en cualquier fiesta. A los políticos hay que prestarles oídos, como a los jueces. Cuando hablan, siempre envían mensajes cifrados a sus amos o a sus siervos.
Si se desea echar a perder una investigación, basta con traer al ruedo a los políticos que solo esperan sacar partido de la desgracia ajena. Sabía que no podían tardarse los políticos de aquella pequeña comunidad en aparecer para hablar hasta de bueyes perdidos. Luego, siguiendo la jerarquía, aparecerían los de la gobernación, que repetirían frases hechas con las que no conformaban a nadie. Políticos y periodistas de la gran ciudad, era todo lo que se necesitaba para facilitar su trabajo. Lo que todos sabían era que al niño no lo encontrarían jamás, se volvería una estampita colorida de fieles que rezarían por su alma día tras días.

II. Un viaje sin retorno 

Bien acomodado, especulando sobre las bondades de las buenas siestas y el mejor whisky, un mensaje entró al viejo celular. La jefatura mandó su aviso “auto y chofer salen para el viaje”. No había más que agregar. Los amos de la Ciudad Esmeralda complacían su pedido. No esperaba otra cosa.
¿Quién sería su chofer? ¿Tenía, acaso, importancia? Por supuesto. Un buen chofer siempre es determinante para un largo viaje. Si es callado, si es charlatán, si ni disimula que es un alcahuete, todo tiene importancia. Algunos de los mejores choferes se habían retirado y otros habían muerto hacía algún tiempo. Una verdadera pérdida. Formar un buen chofer lleva años, cada día que pasa, para ellos, es una prueba difícil de superar. Solo los más hábiles y más decididos permanecen en sus puestos. Ellos son muy considerados por los jefes. Un buen chofer garantiza llegar a destino en tiempo y forma, pero, por sobre todo, volver a casa sano y salvo.
El aviso llegado a su celular solo confirmaba el viaje, no mencionaba otro detalle. Para los jefes, abundar en menciones era más que contrario a sus hábitos. Para los subordinados, cualquiera fuera su jerarquía, bastaba la información justa y necesaria, muchas veces mezquina. Quien menos sabe menos hablará de caer en desgracia. Tampoco tendrá muchas oportunidades de hablar demás.
Bebería hasta que llegara el transporte. En el viaje no lo haría. Beber durante el viaje resultaba poco prudente. Además, el chofer, con seguridad, iría a alcahuetearlo con los jefes. Era un mecanismo para protegerse de cualquier reclamo posterior. “Se la pasó chupando whisky”. Casi un alcohólico vicioso. Un borrachín incorregible.
Sabía que los choferes son todos alcahuetes, lo sabía perfectamente. Por profesión o por conveniencia. Hombres de control interno. “Asuntos internos”, los llamaba, el peor mote que se les podía poner. No eran los únicos. Había que saber cuidarse de todos los correveidiles que superpoblaban la organización.
Pensó que era un buen momento para dedicarle atención a organizar sus ideas en una hoja de cálculo. Le habían hablado de esa posibilidad que rechazó con entusiasmo la primera vez que se lo mencionaron. Hombre apegado a viejas formas de trabajar, rehuía de la tecnología por la que sentía una enorme desconfianza.
La tecnología equivalía, a su entender, al espionaje sin límites. Te ven, te escuchan, auscultan. No necesitan ni siquiera seguirte. Basta que lleves tu celular encima para guiar a tus enemigos a todos lados. Una computadora resultaba en la propia condena. Pero en esas circunstancias, atento a este desaguisado del que debía hacerse cargo, consideró con seriedad por primera vez que necesitaba establecer orden sobre todas las cosas que odiaba, pero en especial sobre las que más odiaba. Para ello necesitaba una herramienta poderosa. Con ella, elaboraría una “tabla de odio” utilizando el hardware más moderno y el software más sofisticado como le recomendaban sus pares. Una máquina inteligente que le sirviera para ordenar la magnitud de sus sentimientos de animadversión de mayor a menor. Primero lo más aborrecido, luego los que siguieran en intensidad decreciente. No tenía discusión sobre quiénes ocuparían los primeros lugares de la grilla. Los niños primero, siempre los niños primero.
Después los viejos. Detestaba a los viejos algo menos que a los niños. Viejos orinándose encima, babeando por sus malas prótesis dentales, balbuceando tonterías arrastradas por el Alzheimer o la demencia senil a un abismo de ignorancia y perturbaciones irremediables.
Y eso de que los únicos privilegiados son los niños y los viejos, era pura propaganda. Demagogia populista. En ningún lugar del mundo eso es real.
Lo suyo era un sentimiento de odio en fase crítica, primero los niños, luego los viejos. Después los periodistas; en esa planilla de cálculo tendrían un sitio de privilegio todos los chismosos periodistas, empleados a sueldo de ricachones que pasaban sus días adulterando la verdad y abusando de sus cobardes empleados.
También los alcahuetes tendrían su sitio bien ganado. Una vez que resolviera el desastre del niño desaparecido, a su regreso, de seguro, atendería la necesidad de asesorarse sobre la mejor computadora y la mejor herramienta informática para darle forma matemática a sus enconos.
Abandonó el cómodo sillón y apagó el televisor. En realidad,no estaba prestando atención a las noticias que llegaban del pequeño pueblo. Charlatanería barata sin ninguna información cierta. Mentiras a repetición. Bla, bla, bla. Malditos periodistas. Pequeños y grandes trebuqc a repetición mintiendo majules de ojos vacíos.
Al mismo celular llegó un mensaje del chofer avisando de su arribo. “Estoy afuera”. No había preparado nada para el viaje. Al menos debía llevar una o dos mudas de ropa. No sabía cuánto le llevaría a atender el asunto aquel. Si la estadía se prolongaba, compraría ropa en alguna ciudad cercana. Tenía crédito suficiente para ello, “la casa paga”, como corresponde.
Cargó en un bolso de mano dos mudas de ropa y todo lo que necesitaba para su higiene personal. Cuando confrontara al chofer, le ordenaría guardar en el baúl unas cinco cajas de whisky Glenfarclas 25 años. Y así hizo.

El chofer no era ni joven ni viejo, en la edad justa. De contextura robusta. No era un rompehuesos, pero bien podía quebrarla el cuello a cualquiera si se lo propusiera. Su rostro le resultó familiar.
—¿Lo conozco? –el hombre movió negativamente la cabeza. Pero él creía que alguna vez lo había visto en alguna entrega.
—¿Le molesta guardar mi ambrosía en el baúl del coche? –Le dijo señalando las cinco cajas de whisky.
Apenas lo pidió, el chofer cumplió con el pedido.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
—¿Partimos?
—Partamos.
No había más que decir.
Se acomodó en el asiento del acompañante. Obedeció la orden de ponerse el cinturón de seguridad. El chofer puso a marchar el automóvil y empezó a rodar rumbo a una autopista.
—¿Cuántas horas tenemos de viaje?
—Diez u once. Depende la ruta. Depende de las veces que nos detengamos. Depende de varios factores.
—Dependejo siempre me emboló viajar. Dependejo, depende, dependejo. –No quiso ni mirar al chofer–. Ya le digo que habrá que hacer más de un alto.
—No hay problema, lo que usted mande. Yo solo manejo. Diga “cuándo” y yo freno.
—No importa tanto lo que yo considere, la que manda es mi próstata. Mi próstata es autónoma, ella decide sin consultarme cuando hay que detenerse. ¿Su próstata lo trata bien?
—Por ahora, sí.
—La mía no, ella manda.
—La obedeceremos, entonces. No conviene llevarse mal con la próstata de nadie.
—También podemos parar para comer. Seguramente tendré hambre.
—Soy de comer bastante ligero cuando trabajo.
—Yo también, pero esta vez haré una excepción.
—¿Lo podré acompañar?
—¿A comer? Seguro. ¿Sabe a dónde vamos?
—Me informaron, señor. Vamos dónde desapareció esa mercadería.
—Así es. Pero no vamos al rescate, lo sabe.
—Lo sé. Vamos a arreglar el negocio, para eso estamos.
—¿Cuántos años hace que trabaja para la Ciudad Esmeralda?
—Unos veinte.
—Veterano.
—Así es, señor.
—En la flor de la edad.
—Siempre creí que los veinte años son la flor de la edad.
—Eso lo creen los jóvenes, ellos no tienen ni idea de la vida. Habrá visto muchas cosas, como yo.
—Sí, aunque no creo que las mismas que usted.
—Es probable. Todo este quilombo por un imbécil, o dos imbéciles. No sé todavía quiénes estaban a cargo de la venta. Nunca se cambia de mercadería. Está escrito en los protocolos. Vendés doce kilos de carne, entregas doce kilos de carne. Ni diez, ni trece. Doce, número exacto. Compraste un sexo, entregas ese sexo, nunca otro. El cliente quiere seguridad. Está en los protocolos. Compro esto, quiero esto. No me lo cambiés por nada del mundo. No se cambia la mercadería, no se improvisa. Lo que se improvisa siempre sale mal, siempre sale mal.
—Lo que mal comienza, mal acaba.
—¿Le dieron un celular para comunicarme con el limpiador?
Sin quitar la vista del camino, el chofer señaló la guantera.
—Hay tres celulares —dijo—. Uno está dentro de una bolsa verde. Ese es el que debe usar para el limpiador. El que está en la bolsa roja es para la superioridad. El Mago de Oz espera novedades. Usted sabe, buenas novedades. El de la bolsa azul para comunicarse con el operador local. Se supone que ese es el responsable de la mercadería.
—¿A ese hay que untarlo?
—No. Hay que limpiarlo.
—¿Y eso?
—¿Qué?
—¿Quién lo limpia?
—Yo.
—No era solo manejar.
—Flexibilización laboral. Son los tiempos que corren. Hay que saber adaptarse.
—El retiro nunca es voluntario. Por ahí, con suerte, llegamos a jubilarnos. —Se llamó a silencio por unos minutos—. Si te dejan jubilar, claro. Nunca se está seguro del destino.
—Me quedan unos años de chofer, todavía. No pienso en mi retiro.
—Yo voy a morir antes de que puedan jubilarme, lo tengo decidido.
—¿Tiene todo arreglado?
—Tengo el mejor destino de todos. En el baúl de este auto hay algo de mi salvación. Unas pocas cajas, pero en otros lugares tengo muchas cajas más.
—Cinco cajas de whisky escocés pueden ser un buen consuelo para este trabajo.
—Eso espero. Detesto los problemas. Si todo va bien, lo voy a compartir con usted.
—Se agradece, señor. Pero el trabajo es lo primero. No bebe mientras trabajo; usted sabe que en la Ciudad Esmeralda eso no está bien visto.
—Sí, lo sé. Primero lo primero. Prioridad uno: limpiar la mercadería fallada. Prioridad dos: atender al operador local.
—Creo que va a ser al revés. Para la mercadería hay que llamar al limpiador. Para el operador, estoy yo. El limpiador recoge la mercadería y yo no dejo cabos sueltos.
—Servicio puerta a puerta.
—Directo de la casa matriz. Usted arregla con el tipo, después de que entregue el paquete al limpiador, un encuentro a unos cuantos kilómetros de distancia del pueblucho, por la ciudad más próxima, en un apartado que tengo indicado. Tengo comunicación directa para que los amigos de siempre liberen la zona, no queremos entrometidos. El fulano llega, se le presenta, le avisa que ya entregó el paquete al limpiador y trata de explicar lo inexplicable. Entonces lo reduzco y lo acicalo ahí mismo. Nada de sangre. Es esa la condición. Un trabajo limpio. Si sangra, la cago.
—No es recomendable por esas cosas del ADN, ¿vio? La ciencia nos juega en contra. ¿Luego?
—Tengo una bolsa para cadáveres de primera calidad. Importada, hermética. Una joya de la tanatopraxia europea. Muy sofisticada. La usan para el descarte de prostitutas que luego creman. Los europeos son tradicionalistas, matan a las prostitutas en sus orgías, las embolsan y luego las creman. Compramos un lote de bolsas hace poco porque el dólar está barato. Gangas de la libertad de mercado. Usted le habla como para que el tipo se sienta seguro, yo lo acicalo, lo embolso y se lo paso al limpiador. Él lo va a dejar liso, sin arrugas. Desaparece sin dejar rastros. Lo de siempre. Usted sabe.
—Perfecto. Dicho así hasta parece sencillo.
—Así es, señor, parece. Pero eso está por verse. Sabe que el refrán dice que lo que viene fácil se va fácil. ¿Será así? Usted, que cree.
—Yo no creo en nada. Nunca creí en nada. Eso me pone a salvo de cualquier esperanza. Si te quito la esperanza, no tendrás nada por que inquietarte. El que se esperanza vive angustiado, exaltado, esperando un suceso salvador. La solución a todos estos quilombos es matemática, kilo por kilo, mercadería por mercadería. Quirúrgico. Pura desesperanza matemática.

III. El ojo sobre la niña 

Si le quita la mirada de encima a la nena que se contornea a su frente, le devolveré el poder de hurguetear en su entrepierna cuando pase el momento. No es necesario llorisquear y morder papel secante. Baste una nerviosa melancolía. Deje su ojo en blanco, lechoso, cubierto de una membrana blanca que absorba el brillo de la vida. Piense en una melodía simple. Nada rebuscado. Parezca compungido. Simular siempre es importante. La muerte debe rondar la pupila. Eso es conveniente. En la córnea alguna vena hinchada, un molusco violáceo de aspecto de lombriz, que impresione una infeliz vesícula. Es que el gobernador no acaba de asumir que aquello es una fatalidad. Pone la mirada encima del hombre, echándole una culpa que él no reconoce. ¿Qué he hecho yo? Y su cruel rostro se vuelve abstracto e incompleto.
El gobernador espera su momento sentado en un sillón tapizado con telas que dicen tejió un arzobispo en la colonia cuando repartieron las tierras de acuerdo a la merced del rey o, tal vez, del papa. Es que la iglesia nunca hizo un favor a los más pobres. La iglesia se acuerda de los pobres cuando los pobres se ponen rebeldes.
A su lado, una sombra corre de este a oeste. La sombra es menuda, unípeda, inconsolable. No pesa más de quince quilos. Pero siendo tan poco su peso aplasta como una verdadera tonelada.
Si deja el ojo en blanco, podrá parecer inocente. Pero si no puede e insiste con poner los ojos en los senos de aquella criatura que adelanta su cuerpo por accidente, nadie creerá en su inocencia. Pervertido. Su apariencia es pervertidora. El pueblo convocado en medio del llanto sabe que es un pervertido. Y la niña asume que a esa satisfacción la llevaron. ¿Debe dar explicaciones a partir de ese momento? Ella no sabe nada del desaparecido, así como ignora tantísimas cosas. Está donde está por la gracia de un ministro. Aquí le traigo el regalo, le dijo al gobernador que no puede poner el ojo en blanco, lechoso, ciego, cauteloso. Muérete, muérete, sombra y sal del escenario que perturbas el acto del buen gobernador. ¿Cómo ha de gozar si la sombra lo hostiga de ese modo?
El gobernador especula: voy a ser reelecto, se lo ha juramentado. El congreso partidario se lo pide a expensas de la lisura de esos pechos adolescentes. O infantiles. ¿No es todavía una niña? Tiene la frustración de un cementerio. En el círculo de la iniciación de la pernada, en medio de aquella arboleda, dejó de ser una niña inocente. Para eso las hemos criado. Si no, hay que ahogarlas en un balde al nacer. ¿Cómo a las gatas? Será una travesura, no más que eso. ¿Quién cuestiona cuando se ahoga una gata? Nadie. La gente lo asume con naturalidad. Es preferible que te viola un terrateniente que un peón mugroso. Las jerarquías cuentan y cuánto.
El ministro no escatima esfuerzos en ser complaciente con el gobernador. Sabe que pronto llegará el Hombre de Hojalata, porque se lo anunció su policía. ¿El Hombre de Hojalata? ¿Qué manera de violentar la metalurgia? ¿Habrá ebullición debajo de su piel? ¿O el infortunio de sus cartílagos lo volverá enclenque y repugnante? Ha de ser un hombre ridículo. No lo es, es temible como la inescrupulosa matemática de la muerte. Te hará una sepultura entre tus propias vísceras.
Llegará en pocas horas. Con él vendrá un limpiador. Testificaré su muerte al final del trabajo. Varios del cuerpo policial han establecido esto como un asunto prioritario. Hasta entonces, bostecemos como si nada nos preocupara. Como sobándole la guitarra a un músico sordo y cojo.
¿Esas presencias compondrán las cosas? El ministro cree que sí, y entonces eliminarlos tendrá un sentido heroico. En realidad no cree, lo desea. Si ellos no arreglan el asunto, todo se irá de las manos. Incluso la niña de los pequeños senos se habrá perdido para siempre ante el gobernador, la que está de pie de frente al escenario al que está subido y desde donde no deja de observarle los pechos. Teme que no podrá acariciar sus latentes pezones si alguien no corrige aquella equivocación. Pero como hay tantas niñas vírgenes en aquella provincia, esa no es una legítima preocupación para el ministro. Hijas y gatas no dejarán nunca de reproducirse.
Cuando hable el gobernador, se hará un silencio inevitable. ¿Quién quiere escuchar a un gobernador mentir durante media hora sobre el futuro? Entonces será el ministro quien pondrá sus ojos en blanco, la pupila encantada, como un abrojo negro, inevitable. Un molusco bivalvo parloteando. Y el discurso sonará hueco y latoso. Bla, bla, bla… El gobernador mantendrá una piedra en una mano y en la otra la estampa de una virgen protectora. Hará que reza porque siempre impresiona echarle unas palabras a los fantasmas. ¿Será la Virgen de Luján? Bajo la manga el puñal de San la Muerte. Dirá que todo lo que vendrá será mejor que lo pasado. Si no, te hará un ovillo y te arrojará al fondo del río con una roca atada al pescuezo. Gobernar no es cosa de blandos.

IV. Preparando la última cena 

La arboleda sucumbió a la noche. El verde de los árboles estaba al morir al arrimarse al horizonte mientras se aplastaba una nube contra una línea roja del fondo del paisaje. Zurita, la nieta, le apretó las manos a la abuela Cándida. La abuela mascaba tabaco y escupía una pasta negra y pegajosa. Ahí le prometió a la anciana atender al viejo muerto si pasaba de nuevo por frente a la choza. Que no había que pedirle nada, dijo la vieja. Da si quiere, si no quita. El pomberito hará de las suyas si no se respeta al muerto como el muerto quiere. ¿Niño o niña? Si fuera por su gusto, le entregaría, para serenarlo, a la niña, pues, repetiría, las niñas no sirven de mucho. Para reproducirse, lo demás viene solo. El varón trae la descendencia y el dinero, aunque poco, pero si no hay plata, puede cazar. ¿Qué puede cazar una niña? Nada que camine sobre la tierra. La mujer no trae más que palabras consigo.
Pero si la muchacha oía arrastrar los huesos, la abuela le dijo que no le hiciera promesa alguna aunque el viejo se lo pidiera, porque no iba a poder cumplirla. El viejo siempre tenía algo que pedir. Hay que hacer como si no se lo viera y no se lo escuchara. Y no se debe prometer en vano a un muerto cuando pasa frente a la casa. ¿Y si se detiene en la ventana? A la muchacha la desolaba la idea de tener al muerto mirando a través de la cuenca vacía de sus ojos por los vidrios rotos de la ventana. Hay que dejarlo, esa era la enseñanza. La curiosidad es como la esperanza, perdura a pesar de las personas hasta que se agota. Como el agua de la laguna cuando la sequía chupa hasta la humedad del barro. Que vaya donde quiera. Tal vez pase de lado la arboleda y entre en la pequeña llanura que dibuja una incipiente luna violeta para perderse esa noche y dejarles una cena serena. Mejor que se perdiera y entonces solo quedaría el vaho del sudor del cadáver mezclado entre las hierbas de la vegetación. Oler al muerto no es peor que oler a los cerdos en el chiquero, aunque un olor no es lo que el otro parece. La boñiga de cerdo tiñe la tierra hasta con sangre y de ahí extrae su olor; es el olor de la sangre y el barro podrido del fondo de la zanja. En cambio, el vaho del muerto se reparte en pedazos que entran por la nariz hasta los párpados.
—¿Viene la tía? —preguntó asustada la muchacha.
—Mire usté a través de la ventana. Ahí se ve un rumbo por el que el muerto bien puede ir hacia un terrenal donde la luna acampa. Tal vez nos deje tranquilos.
—¿Pero la tía viene? Si viene, el muerto se alejará como siempre.
—Es concejala. Más vale ponerse lejos. Si no, el pomberito se hará respetar para hacerse respetar. ¿Quién es un viejo muerto al lado de una concejala?
Dicho esto, tomó una vela en su mano marchita y la encendió con la llama de la cocina a leña. La vela encendida era una ofrenda a la tía. Pero la vieja sí cuidó muy mucho de nombrar al tío. El hombre ese es cosa seria. No hay que mirarlo a los ojos, porque entra por las pupilas y ya no se va nunca de las tripas. Se aloja en las entrañas y te consume por dentro. Cuando el tío llega hasta el viejo muerto desaparece, borra sus huellas.
La vieja, iluminado el rostro por la luz de la vela, mascó otro tabaco y escupió al piso de barro.
—Preocúpese de la cena que en un rato llega la visita, no me haga enojar que no estoy pa caprichos.
—¿Por qué invita a esa gente, abuela? Yo no le confío en nada.
—Yo le hago el fideo y usté ponga el estofado. —La vieja hizo como que no escuchó a la muchacha.
—No bien llega dice ¿ya me preparó la cena? Y usté suspira porque la toma de sirvienta.
—¿Y yo qué soy? ¿Y usté, muchacha? Sí, apenas si sabe sumar. Yo no sé sumar. Conozco la plata de vieja porque me enseñó la madre. Soy bruta. Usté es bruta. Las mujeres hacemos esta vida, parir y cocinar y lavar la mugre. No sé de qué se queja siendo una niña. Busque uno que no le pegue.
La muchacha se encogió de hombros. Preguntó:
—¿Ha comprado la garrafa pa la cocina?
La vieja arrastró los pies hasta una pila de leña. Sus juanetes relucían bajo la luz de la vela que mantuvo asida con firmeza.
—No, no tengo yo la plata todavía yo. —Dijo, mirando los troncos resecos—. Dicen que esta noche la tía me va a dar un dinero para comprar la garrafa. Viene con la Virgen a rezar un poco.
—Pero si cada vez que reza lo único que nos llega son resignaciones.
—No me contradiga, mocosa. Me va a dar una plata y tendremo garrafa.
—Si le da plata, algo le va a pedir a cambio.
—Algo le daremo.
—Ya sabe lo que le va a pedir.
—Algo le daremo.
—¿Y cómo vamo a cocinar si no hay garrafa? —La vieja señaló la pila de troncos.
—La leña. Ayer traje del campo, unas ramas del árbol seco que cayó por el viento. Por donde la mandarina.
—¿Y está seca?
—Como yo. Más seca que yo, que estoy seca de adentro y afuera. Usté vaya a buscar los pollos. Dos. Están los colorados. Mátelos en el gallinero. Así las otras picotean la sangre y después empollan como un don del Dios divino.
—Yo no voy a andar de noche ahora a buscar esos pollos.
—¿Y qué vamo a comer, eh? Ademá, todavía no e de noche.
—Va oscureciendo. No podré ver venir la sombra.
—Chica grande y tiene miedo. ¿Ve lo que digo? ¿Si no hay hombre, quién mata un pollo en la noche?
—Usté sabe que hay cosa allá afuera. Siempre aparece cuando viene la tía.
—Déjese de estupidece. Vaya a buscar el pollo que yo lo descogoto aquí mismo.
—No quiero. Que vaya la Ladina, que se hace la santa. Ella no tiene miedo. Cree que no sabemo que vende droga. Ni el policía se le acomoda. Todos se alejan cuando ella llega, menos los enviciados.
La abuela Cándida se puso seria y volvió con un tronco grueso para alimentar el fuego de la económica.
—No repita ese asunto.
—Como usté quiera, pero sabe que no le miento.
—Vaya a buscar los colorados. –La abuela le ordenó–. En un rato llegan los tíos.
—Los pollos no saben lo que les espera.
—¿Acaso usté sí? Si el muerto pasa por el gallinero, los pollos van a quedar temblando. Va a ser má fácil agarrarlos. Los pollos entienden menos que la Ladina.
—Entonces vaya usté vieja, que ni el viejo ni el pomberito la van a querer a usted. Yo estoy joven y puedo dar cría.
—¡Todas igual! Y ahora con ese teléfono todo el día paveando. ¡Qué mira en esa celular, m’hija! Parece idiota. ¡Qué pomberito ni pomberito! A usté la va a agarrar el Prudencio en un apartado, donde los árboles están en círculo. Le va a ser un hijo y después otro y otro. No va a poder subirse la bombacha.
—No quiero hijos con el Prudencio.
—Y qué, ¿va a elegir? Acá no se elige, se agarra lo que se puede antes de que te agarren. Agarre lo que tiene a mano. Ya le dije: mientras no te pegue, no te quejés.
—¿Y usted así agarró al abuelo?
—¿Quiere que le diga mentira?
—Prefiero me lleve el pomberito.
—¡Qué pomberito ni pomberito! La muerte, a mí me va a venir a buscar la muerte un día de estos y ya voy a descansar lo que ustede no me dejan nunca. Seca me tienen ustede. Me hacen trabajar todo el día y hasta me dejan el chico ese que no respeta nada. Malcriado.
—Hasta que llegue otro.
—¿Otro más? Mi hija parece vaca de parición. Como las vacas, tiene cría pa dejarla después suelta por el campo a la buena de Dios. Ese vago del marido no piensa en otra cosa que hacerle hijos.
—¿No dijo que quiere varones?
—No malcriados. A ese lo va a llevar el demonio por las patas. Le dije a la hija que le dé unos rebencazos y que va a comportarse. Así les crie a todos y salieron derechos.
—Sí, claro, como la Ladina.
—Le dije que no hable del asunto si no quiere que le dé una buena paliza con el cinto.
Mejor callar. Por el silencio, el viejo muerto se dejó llevar. Siguió de largo, para perderse. Pasó por el gallinero, los colorados se acovacharon detrás de las ponedoras. Pollos miedosos, la carne se pone dura del nervio.
La muchacha vio al muerto por la ventana desaparecer tras el árbol de dulces mandarinas. La noche acabó por derrumbarse sobre la llanura. Una bruma violeta corría a ras del pasto. En minutos llagarán los tíos. Qué podía hacer si no obedecer en silencio. Todavía llevaba las marcas de los últimos azotes. No había donde esconderse. Parecer buena niña podía resultar una salvación. Hasta entonces los señores no la buscaron para desvirgarla. Pero el Prudencio esperaba su oportunidad agazapado. La quería para él, y si la tocaba un patrón, ya no la querría más. Pero a la muchacha el Prudencio le daba asco. Y vendrían los tíos, que no son tíos, sino agregados, porque la vieja los invita para obtener ventaja. Los tíos y esa Virgen con la que iban de pueblo en pueblo pa vichar las crías para ofertar. Por esos lados, la oferta nunca mermaba, había carne para elegir a gusto.

V. De muertos y cerdos 

Si Dios lo ha querido, por algo será. Aunque se hubiese retorcido de dolor y gritado hasta acabar sus cuerdas vocales, la voluntad del padre no se desobedece. Le dijo de muy niño, y casi le suplicó: la tradición familiar no puede alterarse. No es que no se debe, no se puede. Y luego le palpó la cabeza para ver si aún sangraba por la herida que le provocó el mayor de los vástagos cuando lo atacó por sorpresa, con una vara larga y espinosa.
Él era el elegido, y aunque sus hermanos lo molieran a palos, el padre no cambiaría de opinión. Antes moriría. No podía alterar el orden sucesorio que lo establecía la muerte desde un panteón destruido en épocas de la guerra de la Triple Alianza, cuando los cadáveres flotaban por los ríos y se pudrían bajo el sol abrazador. Uno de ellos emergió de las aguas y se apropió del panteón. Desde entonces, vaga de rancho en rancho, señalando a las niñas y a los niños para el sacrificio. Ese era el mito, y en él creía firmemente. Si escuchaba el quejido del muerto, era el indicado. ¿Los otros lo habían escuchado? Ni un poco.
Fue él y no otro el que escuchó al muerto. Era el don. Por eso no durmió ni comió durante días y a pesar de que la madre lo zamarreaba para que se alimentara, cada vez que intentó llevar un bocado a la boca, el padre se lo impedía. Debía estar puro para el encuentro con los muertos. Los ritos no se alteran. Vacío de alma y cuerpo, limpio. La sal inglesa ayudaba a lavar la tripa. Y cuando se encogía retorciéndose por el dolor que le provocaba el hambre y la purga, su padre lo zarandeaba hasta obligarlo a ponerse bien derecho. “Me cae la diarrea por las piernas”. ¿Quieres el cielo? Gánatelo.
Fueron años de frustrante preparación. Descartar mercadería es una misión que se revuelve en una maraña de pensamientos. No debía quedar ni un gramo de esperanza. Entonces las oraciones a los santos se volvieron apenas un temblor entre los labios. Cenizas de la palabra entre los dientes.
Meses después preguntó cuál debía ser su elemento primordial. ¿El fuego? ¿El agua? ¿La tierra?
El padre le dijo que ya lo descubriría. Que por algo debía bañarse en agua bendita antes de hacer ese descubrimiento. Esa sería su salvación. Primero la diarrea cayendo por las piernas y metiéndose en los zapatos, y luego el agua bendita para aliviar la costra de excremento.
Siendo el padre un limpiador avezado, no había alcanzado la perfección a la que aspiraba para su hijo. Y eso que lloró hasta en los rincones más oscuros, reclamando una señal del muerto para darse por satisfecho.
—Creí, padre, que usted me otorgaría el salvoconducto, que acabaría antes de que me volviera loco.
El precoz aprendiz no cabía de ansiedad en sus zapatos. El padre hizo como que no lo había escuchado.
—Limpiar a un adulto no es complicado. El problema son los niños. –No debió reír cuando lo dijo.
—Uno debe de estar seguro de la empresa.
—Hijo, será el muerto el que te dará esa seguridad.
—¿Entonces a quién debo agradecer mi don?
¿A quién podía importarle eso? Lo que valía era la eficacia. Años de atormentar al hijo para que, justamente, se volviera preciso y sin sentimientos. Un adicto a la muerte. A la mala muerte, porque las hay buenas, adorables, sin engaños.
Entrar a la Ciudad Esmeralda era como entrar a un cementerio. Y aunque los brillos encandilaban, la sangre opacaba todas las luminiscencias. Ya integraba el plantel de limpiadores y gozaba de gran reputación cuando murió padre. No sabía el día exacto. Sí que lo hizo entre muchos dolores. No rezó, estaba harto de Dios. Sospechó que ese era el momento que esperaba. Muerto el padre, la indiferencia debía abrir camino a la revelación, como una epifanía. Si no era el agua, si no era el fuego, si no era la tierra, lo inesperado sería su elemento primordial. Una relojería de los imprevistos haciendo lo que hay que hacer.
Cuando el más viejo de los limpiadores le dijo “el cerdo”, no pensó en el Tarot. El cerdo era un animal que no le inspiraba ningún sentimiento. Aprendería con él a trabajar duro y ser paciente. Hasta que no quede nada del difunto, el cerdo mastica sin detenerse. Sabe que son los pequeños detalles los que malogran una gran empresa, y por eso es angurriento, tan feroz como voraz. Abre su gran boca hinca sus dientes en la semioscuridad traga sin paciencia, traga y un estómago centrífugo, disuelve las astillas de los huesos y no queda nada que esperar.
El cerdo era la revelación. Lo demás, lo instrumental, era irrelevante. Las herramientas cambiaron con los años. Fueron hachas, cuchillas, sierras, amoladoras, sinfín, apenas medios. El fin justifica los medios y el cerdo era el fin. Trozar hasta que la carne y el hueso no fueron de un tamaño mayor al del ojo de la aguja, por donde nunca pasará un camello.
Cerdos y muertos. ¿Era el muerto de su infancia el mismo que pasaba por el rancho de la abuela señalando a la víctima? ¿Cómo saberlo? Los quejidos de los muertos son todos iguales. Estaba en ese pueblo miserable, esperando al Hombre de Hojalata, arribado casi de manera involuntaria, cuestionándose sobre el muerto y la mercadería que debía descartar sin perder tiempo. Su experiencia contradecía la enseñanza de su padre. Los adultos son un problema a la hora de descartarlos. Un niño es cosa menuda. Un hacha modesto y de buen filo. Una docena de trozos. Nada de exageraciones. Pensó que tal vez sería mejor llevar los fragmentos a la naturaleza del río. ¿Alguien autorizaría cambiar la tradición? ¿No sería considerado un ignorante luego de tantos años de trabajo al pedir ese cambio? Preguntó por las coordenadas del río. Pero no obtuvo respuesta.

VI. Tíos 

Hay que ir de la vieja, dijo. Seguro habrá estofado de pollo y fideos. También dijo que en el último pueblo cayó una tempestad que rompió el hocico del perro, que adquirió la forma de una equis. No fue un trueno ni una granizada. Fue un misterio. El perro aulló de dolor cuando la sangre corrió por la dentadura. Debió violentarse y sacrificar al perro, pero la estampa de la Virgen la hizo reflexionar. Lamentarse por el perro la mostraría como a una madre a pesar de que no tenía hijos. La violencia no conduce a nada, no debía olvidar esa verdad a medias. Si tenía las llaves de todas las casas, podía llevarse a quien quisiera, sin violencia. Sonrisas, rezos. Cargar la imagen de la virgen para llevarla a todos lados era un fastidio, pero no era más que un trabajo al que no se le daba la espalda. No siempre la felicidad se alcanza con bulliciosas ilusiones, ni es un único desafío. Después de todo, era como llevar una joroba mal dispuesta, en vez de en la espalda, en el pecho. El esternón se abarquillaba hasta los tuétanos. Dibujaba en su pecho un arco asombroso.
¿Cuánto pesaba esa estatua de madera? El marido decía: “nada, no pesa nada”. Pero ella lo contradecía. Si no pesa nada, llevala vos. Y el hombre soltaba su carcajada. Yo planifico. Eso era todo.
Algún regalito inútil siempre había que llevar a donde se fuera. Ella lo decía a menudo, a esos pobres cualquier chuchería les viene bien. Se alegran por nada. Un rosario, una estampita, agua bendita. Agua. Luego te entregan las hijas como se pulsa la doncellez de una libélula. Las mujeres son una calamidad. ¿No lo dijo un coronel muchas veces? Los coroneles saben de qué hablan. Calamidad, calamidades, desgracias del anverso y el reverso.
Más no pudo dejar de pensar en el perro con el hocico destrozado. Una aviso de que debían cuidarse ese día, la suerte no alcanza jamás para todo. La niña aún no había menstruado. Debía ser algo blanca, no demasiado, y tener apenas unos botones por senos. Era la ideal. La elegida. La chica confiaba en ella o al menos eso creía. ¡Tía! ¡Tía! La llamaba. Para así parecer, debió engordar unos cuantos quilos. Dejar la figura fina y el aspecto de vedete que había adquirido hacía un tiempo y lucía cuando su condición de secretaria de ministro. Ahora era una señora. Dejó de teñirse de rubio para parecer señora de pueblo y no de ministro. Antes se disfrazaba de joven, quería parecer la de las revistas, flacas, rubias, plásticas. Rubia botella calzón de lata. Eso parecía. Él se lo dijo varias veces. Rubia botella calzón de lata. Así no servís para nada. Poco útil para la cosecha. El pelo duro, el labio rígido de pintura gruesa, roja. Muy rojo todo. Había que perder el olor a sexo, la vieja esa, estaba seguro, podía olerlo a la distancia. Una fragancia arácnida, una acuarela rosada entre las piernas. Oler a tierra, a sudor, a hostias en el cáliz. Y sin palabras. Cállate. Cállate. Deja la lengua suculenta para las noches soberbias. ¿A qué tanto decir en esos pueblos muertos de hambre?
El hombre, en cambio, era sobrio. Él no perseguía, planificaba. No le interesaban las mercaderías. Nunca mezclar trabajo con goce. Mira la mercadería, pero no la percibe. No atina sus volúmenes ni sus temblores. Es parco, y no ofrece triunfos, sino mortajas. Pequeñas, blancas, almidonadas.
Tenía un mapa detallado de todos los pueblos, de sus caminos para ir y de los mejores para escapar. De donde fuera, una ruta a la ribera del río donde lo esperaban para entregar la mercadería. Simple como un remiendo en la ropa. Varias cuentas bancarias. Los paraísos fiscales rinden sus frutos. ¿Para qué existen los paraísos, sino para brindar las frutas mejores? Muchos celulares para hablar aquí y allá, con este y con aquel. Como una docena. Químicamente inobjetables.
Nada es gratis. Había mucho que repartir. Al policía, al ministro, al gobernador, a los pacíficos, a los violentos. Todos obtienen su parte. Es como cortar al niño o la niña en varios pedazos y repartirlos mientras la tía repite “este es el cuerpo de Cristo, tomad y comed todos de él”. La comunión de esos órganos insomnes, llenos de promesas nupciales. La sangre era lo último, como el vino.
En el corral de niños todavía había algunos sangrando, por eso tuvieron que ir por la muchachita donde la vieja estaba a punto de decapitar los pollos colorados para hacer el estofado. El muerto mantendría a raya a la vieja y la nieta, luego desaparecería.
Nada de sangre hasta el momento justo. La sangre siempre alucina, es una fuerza centrípeta que comprime hasta deshilachar las tripas.
El tío tenía todo listo. La tía dudaba aún por la visión del perro mutilado.
—¿Y? ¿Qué esperamos? –Ella no respondía–. Preparo el coche y nos vamos.
Ladina estaría llegando casi al mismo tiempo que ellos. No convenía perder el tiempo.
—¡Vamos! –gritó. Su voz sonó más militar que de costumbre. Ella llegó al automóvil seguida del hocico sangrante del perro. El perro daba lástima y se acostó a una sombra.
La tía lucía hasta policial. Zapatos abotinados, pantalón color marrón-tierra, blusa blanca, rostro sin maquillaje. Señora concejala. Así la quería el hombre. Ella preguntó por los papeles.
—¿Qué papeles? –El hombre estaba fastidiado.
—El contrato.
—¿Sos boluda? ¿Para qué voy a llevar el contrato?
—Por si pasa algo.
—Si pasa algo, vamos todos en cana, boluda. No confío en la vieja ni en la Ladina.
La mujer no podía ni abrir la boca.
—¿Y el Artemio?
—Menos, ese.
Subieron los dos al automóvil y emprendieron la marcha hacia la tapera de la anciana. VI. Los tíos
Hay que ir de la vieja, dijo. Seguro habrá estofado de pollo y fideos. También dijo que en el último pueblo cayó una tempestad que rompió el hocico del perro, que adquirió la forma de una equis. No fue un trueno ni una granizada. Fue un misterio. El perro aulló de dolor cuando la sangre corrió por la dentadura. Debió violentarse y sacrificar al perro, pero la estampa de la Virgen la hizo reflexionar. Lamentarse por el perro la mostraría como a una madre a pesar de que no tenía hijos. La violencia no conduce a nada, no debía olvidar esa verdad a medias. Si tenía las llaves de todas las casas, podía llevarse a quien quisiera, sin violencia. Sonrisas, rezos. Cargar la imagen de la virgen para llevarla a todos lados era un fastidio, pero no era más que un trabajo al que no se le daba la espalda. No siempre la felicidad se alcanza con bulliciosas ilusiones, ni es un único desafío. Después de todo, era como llevar una joroba mal dispuesta, en vez de en la espalda, en el pecho. El esternón se abarquillaba hasta los tuétanos. Dibujaba en su pecho un arco asombroso.
¿Cuánto pesaba esa estatua de madera? El marido decía: “nada, no pesa nada”. Pero ella lo contradecía. Si no pesa nada, llevala vos. Y el hombre soltaba su carcajada. Yo planifico. Eso era todo.
Algún regalito inútil siempre había que llevar a donde se fuera. Ella lo decía a menudo, a esos pobres cualquier chuchería les viene bien. Se alegran por nada. Un rosario, una estampita, agua bendita. Agua. Luego te entregan las hijas como se pulsa la doncellez de una libélula. Las mujeres son una calamidad. ¿No lo dijo un coronel muchas veces? Los coroneles saben de qué hablan. Calamidad, calamidades, desgracias del anverso y el reverso.
Más no pudo dejar de pensar en el perro con el hocico destrozado. Una aviso de que debían cuidarse ese día, la suerte no alcanza jamás para todo. La niña aún no había menstruado. Debía ser algo blanca, no demasiado, y tener apenas unos botones por senos. Era la ideal. La elegida. La chica confiaba en ella o al menos eso creía. ¡Tía! ¡Tía! La llamaba. Para así parecer, debió engordar unos cuantos quilos. Dejar la figura fina y el aspecto de vedete que había adquirido hacía un tiempo y lucía cuando su condición de secretaria de ministro. Ahora era una señora. Dejó de teñirse de rubio para parecer señora de pueblo y no de ministro. Antes se disfrazaba de joven, quería parecer la de las revistas, flacas, rubias, plásticas. Rubia botella calzón de lata. Eso parecía. Él se lo dijo varias veces. Rubia botella calzón de lata. Así no servís para nada. Poco útil para la cosecha. El pelo duro, el labio rígido, de pintura gruesa, roja. Muy rojo todo. Había que perder el olor a sexo, la vieja esa, estaba seguro, podía olerlo a la distancia. Una fragancia arácnida, una acuarela rosada entre las piernas. Oler a tierra, a sudor, a hostias en el cáliz. Y sin palabras. Cállate. Cállate. Deja la lengua suculenta para las noches soberbias. ¿A qué tanto decir en esos pueblos muertos de hambre?
El hombre, en cambio, era sobrio. Él no perseguía, planificaba. No le interesaban las mercaderías. Nunca mezclar trabajo con goce. Mira la mercadería, pero no la percibe. No atina sus volúmenes ni sus temblores. Es parco, y no ofrece triunfos, sino mortajas. Pequeñas, blancas, almidonadas.
Tenía un mapa detallado de todos los pueblos, de sus caminos para ir y de los mejores para escapar. De donde fuera, una ruta a la ribera del río donde lo esperaban para entregar la mercadería. Simple como un remiendo en la ropa. Varias cuentas bancarias. Los paraísos fiscales rinden sus frutos. ¿Para qué existen los paraísos, sino para brindar las frutas mejores? Muchos celulares para hablar aquí y allá, con este y con aquel. Como una docena. Químicamente inobjetables.
Nada es gratis. Había mucho que repartir. Al policía, al ministro, al gobernador, a los pacíficos, a los violentos. Todos obtienen su parte. Es como cortar al niño o la niña en varios pedazos y repartirlos mientras la tía repite: “Este es el cuerpo de Cristo, tomad y comed todos de él”. La comunión de esos órganos insomnes, llenos de promesas nupciales. La sangre era lo último, como el vino.
En el corral de niños todavía había algunos sangrando, por eso tuvieron que ir por la muchachita donde la vieja estaba a punto de decapitar los pollos colorados para hacer el estofado. El muerto mantendría a raya a la vieja y la nieta, y luego desaparecería.
Nada de sangre hasta el momento justo. La sangre siempre alucina, es una fuerza centrípeta que comprime hasta deshilachar las tripas.
El tío tenía todo listo. La tía dudaba aún por la visión del perro mutilado.
—¿Y? ¿Qué esperamos? –Ella no respondía–. Preparo el coche y nos vamos.
Ladina estaría llegando casi al mismo tiempo que ellos. No convenía perder el tiempo.
—¡Vamos! –gritó. Su voz sonó más militar que de costumbre. Ella llegó al automóvil seguida del hocico sangrante del perro. El perro daba lástima y se acostó a una sombra.
La tía lucía hasta policial. Zapatos abotinados, pantalón color marrón-tierra, blusa blanca, rostro sin maquillaje. Señora concejala. Así la quería el hombre. Ella preguntó por los papeles.
—¿Qué papeles? –El hombre estaba fastidiado.
—El contrato.
—¿Sos boluda? ¿Para qué voy a llevar el contrato?
—Por si pasa algo.
—Si pasa algo, vamos todos en cana, boluda. No confío en la vieja ni en la Ladina.
La mujer no podía ni abrir la boca.
—¿Y el Artemio?
—Menos, ese.
Subieron los dos al automóvil y emprendieron la marcha hacia la tapera de la anciana.

VII. Ladina 

La tarde se deshacía deicida. Nerviosa herida, sanguínea. Ladina desconfiaba de ese clima. Temía a los claroscuros del cielo. El paisaje no prometía nada bueno. Algo le decía que no era buen negocio. Si siempre siguiera a sus pálpitos, las cosas andarían mucho mejor. Pero ya estaba hecho, y lo hecho, hecho está.
Una cosa era vender la blanca, otra, carne fresca. El rollo aquel se había vuelto temerario. Nunca se sabe cuando una venta se sale de quicio. La carne habla o llora. Perturba. La droga nunca le dio complicaciones. Gramo a gramo, los viciosos respetan las reglas. Si no había efectivo, no había suerte. El vicio es al contado. Pero la carne siempre chilla, y si no chilla la carne misma, lo harán sus madres. Ladina sabía que no hay modo de callar a una madre. Hasta el policía, maldito borracho de mierda, de vez en cuando y por pura demagogia, lagrimeaba junto a las mujeres. ¡Ay el pomberito, ay! Y cuánto más pensaba de este modo, más notaba el naufragio de la tarde hasta volverse perturbador.
No soltaba el celular por nada del mundo. Lo aferraba su mano izquierda. Intentó un par de veces comunicarse con el policía. El hombre no respondía. No era escusa para distraerse. Llegaría la novedad en el momento exacto. Tampoco dejaba de mirar al cielo; no quitaba la vista de una nube que bajaba en procesión hasta el pequeño cementerio al fondo, donde alumbraba un espejismo denso, un espacio de tierra un poco mayor que un cadáver adulto. Dos metros por un metro. Allí se podía sepultar a quien se quisiera y nadie se tomaría el trabajo de hurguetear la tumba. Un metro de profundidad era suficiente. La carroña, las más de las veces, vaciaba la tumba en cuestión de horas. La gente muere y a veces sin aviso. La carne se pudre rápido, las alimañas no dan tiempo ni a sospechar la pudrición. La muerte en esos pueblos no es nada virtuosa, por cierto; las más de las veces de rodillas luego de un infarto, o un pedo con vino barato. O en la misma letrina, sobre un montón de excrementos.
Ordoño, el marido, no se apartaba de ella, pero se mantenía en silencio. Hacía unas semanas que andaba como ciego, a los tumbos, por las callejuelas. Ladina insistía que le había dado un tumor en el cerebro y que pronto moriría. Hombre inútil desde el día en que nació. ¿Cómo se había casado con ese inútil?
La madre, la vieja comadrona Cándida, le dijo que el matrimonio con Ordoño era lo único a lo que podía aspirar ella. La comparaba con una vaca vieja. El útero seco, le reclamaba, por eso no le dio nietos.
¿Si no sirve pa’ reproducir, pa’ qué sirve? ¿Y si no servía para la parición, qué otro hombre más que Ordoño y la iba a matrimoniar? Era un matrimonio estéril.
Siempre la ofendió ese comentario, pero allí estaba, junto a ese hombre mediocre, esperando que el comisario le atendiera el llamado. Pero el buen hombre estaba de juerga, chupeteando en una fiesta de un pueblo cercano. Festejo de un santo, de los muchos que adornan las iglesias por esos lados. Luego se iría a la ciudad, a visitar a una “chinita joven” de un prostíbulo en el que era cliente preferido.
Si el comisario no respondía y el aviso llegaba, iría ella por la presa. Ordoño, el marido, ni se atrevía a disentir; siempre una captura lo espantaba. Seguro que el milico se había perdido en algún festejo, porque siempre andaba atrás de los políticos tratando también de sacar partido.
—Mala yunta, político y policía. Borrachos de mierda. –Ladina detestaba al policía, pero temía al político. Cada vez que debía nombrar al comisario, lo llamaba “borracho de mierda”. En cambio, se cuidaba muy mucho de hablar mal del político. Había aprendido bien aquello de que nunca hay que dar queja al que manda.
—¿Quién va a liberar la ruta? –Ordoño se tomó su tiempo para preguntar, respiraba agitado y sudaba, pero se animó a hablar. No podía disimular su miedo.
Ladina siempre se preguntaba si Ordoño era o se hacía. Tal vez fuera el tumor que lo volvía más idiota. Qué liberar ni liberar. La ruta interna no la transitaba casi nadie. Apenas pasaba el viento y algún paisano a caballo, de esos viejos mañeros que no sabían usar otro camino más que ese, que habían aprendido de niños. Además, los viejos mañeros nunca hablan. Que si no tenían lengua se la comieron ellos mismos. No había ni que abrir la boca si se quería ver el nuevo día. Y eso los viejos lo habían aprendido desde la época de los señores ingleses. No he visto nada. No he visto nada. Eso era todo.
Desde que los narcos compraron esas tierras, no se sembraba nada. Eran de tránsito. Cuantos menos merodearan por ellas, mejor. Cuando el pomberito o el ánima perdida no convencían, dos escopetazos hacían entrar en razón a cualquiera. Al principio llegaba de vez en cuando alguna avioneta que aterrizaba al fondo del villorrio, pero por entonces ya no, todo iba por el río, cuesta abajo, hacia Buenos Aires. Más barato y seguro.
Eran buenas tierras, los frutales crecían a voluntad. Las mandarinas más dulces eran de esos campos. Sus frutos eran los que los niños más deseaban. Por detrás de los mandarinos pasaba la ruta de tierra que se escabullía en todas direcciones. Por ella se podía sacar la mercadería sin que nadie estorbara. De ahí al río, donde siempre esperaba la barcaza que desaparecía luego de recibir la carga entre unas olas pequeñas, para nada apacibles.
La ruta nacional era otra cosa. De vez en cuando se aparecía la Gendarmería y cobraba peaje. Pero una cosa era la pasta y otra la carne. La carne es pecado en estado puro, es cargar sobre los hombros los mismos cuernos del diablo. No hay coima que valga si el riesgo es tanto. Con la coca es cuestión de pactar los porcentajes. Vamos tanto y tanto. ¿Pero cómo hacer eso con la carne? No hay manera.

Si el viejo muerto había hecho lo suyo, nada debería salir mal. Así pensaba Ladina, pero no Ordoño.
¿Un cadáver a tiempo resuelve muchas dudas? Ordoño no lo creía. Él tenía mucho que perder, incluso la vida, o quedar idiota por ese tumor cerebral que Ladina le decía, le comía el cerebro, todos los días un poco. Pero un viejo muerto no tiene nada que perder. No puede echarse a perder porque ya está perdido.
En cambio, Ladina siempre confió en él. Desde el primer momento en que lo vio escondido dentro del círculo que describían los frutales donde los patrones desfloraban a las niñas. Ladina especulaba que por la ventana del rancho debería haberle echado la última mirada a la muchacha para asegurar la mercadería. Tal vez hasta repitió con esa voz nefasta su nombre: Zurita… Zurita… Cándida habrá hecho como que no vio ni escuchó nada mientras fumaba su pipa. La vieja sabía cómo disimular.
Fue el viejo muerto el que describió la anatomía de Zurita. Busto pequeño, caderas suaves, muslos firmes. Ladina no tardó en ofrecerla, y menos tardó en venderla. ¿Quién no querría una mercadería como esa? “¿Virgen?” Preguntaron. Por completo. Repitió “por completo”, por si había alguna duda. Y además era hasta bonita. Una buena lavada y alguna ropita liviana y estaría lista para la ceremonia.
La transacción sería luego de la cena. Los tíos eran garantes del pacto. Fácil como degollar a los pollos colorados. Fácil como hacer estofado de pollo y amasar fideos.
Ladina intentó un último llamado al comisario antes de salir para el rancho de Cándida. Nada. “Borracho de mierda”. Eso era todo. No había caso.
Ordoño manejaría la chata esa tarde-noche. A él no lo impresionaba el paisaje, tal vez porque no alcanzaba a comprenderlo.
El mensaje de los tíos llegó a tiempo. No podían fallar. Ladina lo leyó varias veces antes de borrarlo. Tal vez equivocaba su mal presentimiento y las cosas saldrían lo bien que se merecía. Porque ella se merecía el bien y no el mal. Por cumplidora. Debió estar donde decapitaron los pollos para ver en qué dirección corría la sangre. Se recriminó su poca dedicación a las cosas del destino. Si la sangre corría en dirección al cielo, le habría dado alguna tranquilidad.
Apenas Ordoño puso en marcha el motor, Ladina extrajo de una carterita negra que llevaba un bello rosario nacarado. Cristo en bronce, eslabones dorados. La redondez de las cuentas era magnífica. El rezar siempre es gratificante. A Dios se le puede pedir cualquier cosa y creer que nos la va a conceder a pesar de nuestros pecados. “Que no haya corrido la sangre en dirección a Zurita”, murmuró mientras corrían por las cuentas sus ásperos y gruesos dedos. Ordoño no alcanzó a escuchar lo que dijo su esposa. ¿Y si hubiese ocurrido de tal modo, una sangrecita confundiéndose epitelial con la piel de la muchacha, una roja señal espiritosa? Un déjà vu de la menarca. Algo que fue y se repite y repite bien hecho en una línea de humanidad hasta remota. Una señal de temprana madurez. Nada de qué preocuparse. Las niñas maduran antes que los hombres, que son algo idiotas hasta ya pasada la juventud. O más aún. La edad del pavo varonil es prolongada y a veces inacabable.

VIII. Madre nuestra. Padre nuestro.

—¿Va de la madre? Ella no le invitó. No le aguarda. Sabe que no le gusta que le caiga sin aviso. –Glisoría no esperaba nada de Cándida. Si visitaba su ranchada era por obligación.
—Voy del Prudencio a por un trabajo que tiene que hacer para el comisario o amigo del comisario. No sé bien. Quiere ayudante.
—Ajá.
Prudencio miró por la ventana porque no se animaba a observar a Glisoría.
—El niño quiere acompañarme. ¿Lo deja?
—El niño anda atrás suyo como perro faldero. Que vaya, acá solo jode. Caprichosito.
—¿Dónde anda?
—No sé, potreando por algún campo. Salga al campo seguro le verá corriendo. ¿Usté va de peón?
—Sí. El Prudencio me llamó esta mañana.
—¿Cómo que no le oí?
—Usté estaba en el baño.
—¿Y qué le dijo?
—Que le ando bien en el trabajo.
—Será. Usté sabe del trabajo. Pero ese Prudencio anda alzado con Zurita, usté también lo sabe aunque se haga el desentendido. Yo lo vi manosearse cuando la tiene al frente. Le mira la entrepierna. Creo que le huele la sangre nueva porque la chica ya sangró. Está para reproducirse. No me gusta ese hombre. No quiero que se le acerque a la hija. Todavía es una nena para andar quedando embarazada.
Poncio se encogió de hombros. Todo hombre quiere mujer joven. La mujer joven es fértil, salvo que esté enferma, como Ladina. ¿Tiene algo de malo querer mujer joven? La suya lo era y ella no se había quejado nunca.
Que Zurita fuera no más que una niña no significaba nada. Lo sabía Glisoría y los sabía Poncio. Ella se salvó del patrón porque se metió en la cama de Poncio y ahí nomás quedó preñada. Entonces el patrón ya no la quiso.
Si no era Prudencio, sería un patrón. Pero la hija nunca se casaría con un patrón. Usté puede arrastrarse con un patrón, pero no le dará matrimonio. Ni civil, ni iglesia. Capaz le hace varios hijos, todos bastardos. Hijos sin padre. Aunque salgan igualitos al patrón, él dirá que no son de él. ¿A ver los documentos? ¡Pero si no son ni bautizos! Chinas de mierda siempre quieren agarrarlo a uno por las pelotas. El patrón tiene esposa e hijos, tiene heredero. Se meten en la cama del patrón y luego van al cura a llorar que no menstrúan hace meses. Quieren plata, y si quieren plata, que se le ganen. Poncio conocía de sobra el discurso.
En cambio, Prudencio era hombre bruto pero de trabajo, y muy requerido por los estancieros porque era trabajador y nunca andaba en el sindicato. Nunca se metía en política y votaba lo que le decían. Pero Poncio ya tenía decidido el destino de la niña. Y eso que sabía que el comisario también le había echado el ojo a Zurita. El comisario no era mal partido, pero no la quería para mujer. Tenía la suya en otro pueblo y de ella nunca hablaba. Además, Zurita no ocultaba su desprecio por el policía, aunque eso para el tipo no significaba nada. Ya lo había dicho una noche empedado, en el boliche, la encontraría vagando por ahí y la desvirgaría. ¿Quién podía impedírselo? ¿Poncio? ¡Por favor! ¡Si hasta le tiene miedo a la Glisoría! Ninguno de los paisanos se atrevía a contradecirlo, porque todos sabían que no podían impedírselo. Hasta por ahí le hacía un hijo que fuera tras de él como los perros. Después de eso, ningún hombre no se fijaría en la muchacha para esposa. Nadie se casa con una desvirgada de la que todo el pueblo sabe que se la pasó el comisario. Menos sí quedó preñada.
Glisoría sabía que Poncio no era sincero. Tal vez fuera primero del Prudencio, pero seguro que iría de su madre, a la cena con los tipos, esos que Cándida llamaba “tíos”. No son los tíos de nadie, repetía Glisoría cada vez que Poncio le hablaba de ellos. En cambio, él insistía con llamarlos tíos.
El hombre esperaba hacer migas con la señora Ava y su marido Ramón. Eran de influencia. Todos comentaba lo bien que andaban con el gobierno. Ella era funcionaria, o algo así. Él era militar. Cuando lo presentaban como militar, él decía “retirado”. Pero todo el pueblo sabía que eso no tenía importancia. Qué retirado ni retirado, un milico es siempre un milico. Hasta el gobernador lo hacía notar. ¡Póngase el uniforme, viejo! Así me luce en el palco. Pero el uniforme solo era para alguna ocasión. El de gala solo era para actos autorizados. Pero déjese de joder hombre, quien no le va a dar autorización en este pueblo de mierda.
Hablaba poco, pero lo hacía con seriedad. Era educado, y parecía leído. Si no lo escuchaba el gobernador porque estaba ocupado, lo escuchaba el ministro de gobierno, aunque el ministro siempre parecía escuchar, pero, en realidad, no escuchaba a nadie. Nunca le interesaba lo que las otras personas podían decirle.
Poncio quería arrimarse a esos porque esperaba sacar provecho. Lo tenía decido. Les daba la hija a cambio de un trabajo tranquilo. No pedía mucho. Un puestito del gobierno. Algo para comer todos los días y no salteado como era costumbre. Y además era una boca menos para llenar. Porque era seguro que después del niño vendrían otros hijos. ¿Cuántos podía tener con la Glisoría? Ni lo pensaban. Muchos, era la respuesta. Muchos. Y darles de comer a muchos siempre es una desgracia.
La hija ya se lo iba a agradecer. Los jóvenes no saben nada de la vida. Era eso o elegir entre el comisario y el Prudencio. Qué mejor que estar bajo el ala de la mujer y el marido milico, los amigos del gobernador. ¿Quién se iba a meter con la funcionaria y el milico? Nadie. Era mejor a que un día se la levantaran cuando venía de la escuela y la llevaran a alguno de los prostíbulos que regenteaban los mafiosos.
Ava y Ramón hacían lo posible para que se supiera la relación con el gobernador. Una vecina se acercaba a ellos, ni se animaba a mirar a sus ojos, y ellos la recibían como si la conocieran de toda la vida. ¡Cómo le va, doña! ¡¿Qué la trae por acá? ¿Quiere un televisor? Y cómo no se lo va a conseguir la Señora, hable con ella que siempre está dispuesta. Para todos, Ava era “la Señora”. A veces “la mujer del milico”, pero eso solo se decía en la intimidad de una charla entre paisanos. Las mujeres ni se animaban a nombrarla.
Ella haría todo lo que estuviera a su alcance para darle el gusto. ¿Por qué el gobernador le iba a negar un televisor a una vecina? El gobernador sabía de la necesidad porque él era hijo de padres pobres pero honrados. Muy honrados. Trabajaron duro para que él fuera abogado y llegara a político y a gobernador. Un televisor, una máquina de coser, no se le niega a nadie.
Glisoría les desconfiaba como le desconfiaba a todos los políticos. Por eso ella no iba a lo de Cándida. Además, Cándida no la quería y se lo hacía notar. Fumaba la pipa y le echaba el humo en la cara, para fastidiarla. Ella detestaba el tabaco tanto como a la vieja.
Además, por esa casa, siempre estaba el viejo, ese que merodeaba a las niñas y aparecía y desaparecía entre los ranchos pobres como un fantasma. Porque está muerto, le decía Poncio. Pero no tiene maldad, algo en lo que Glisoría no creía. ¿Un muerto que anda atrás de las nenas? ¿Cómo no va a tener maldad?
¿Cómo supo Poncio de la cena en lo de Cándida con los tíos? Por Zurita, que por esos días paraba donde la abuela. Le escribió al celular: “vienen los tíos, la avuela ará fideo y matará dos poyos colorados”.
¡Qué herejía! Matar esos pollos para la visita aquella, diría Glisoría si se enteraba. Las coloradas eran buenas ponedoras, había que cuidarlas porque no se podía andar comprando buenas ponedoras todos los días.
Glisoría era una mujer joven, alta, algo delgada, parecía mayor de la edad que tenía. A pesar de eso, no lucía canas. El cabello castaño era pajizo. Agua dura la de la napa y, a lo sumo, el jabón blanco. El de la ropa. Sí, parecía muy triste. Lucía cansada. Muchos hijos, decía ella. Muchos. ¿Cuántos? Qué importaba. Muchos hijos arruinan a cualquier mujer. Ya ni dientes tenía. Todo el calcio se lo habían chupado los hijos meta teta y teta.
El último era un niño de crianza, de nombre Finn. Ni había empezado la primaria, gustaba de andar solo por el campo. Todos lo conocían. Era menudito pero ruidoso. Gritón y porfiado. Iba al jardín de infantes que el municipio había montado para los hijos de los paisanos. Todos los políticos se daban una vuelta por la escuelita, como se conocía ese jardín de niños, cuando llegaban las elecciones. El voto hace que el político salga de su comodidad y vea al pobre como un tributario. 

***

Ava Mørk o Mork. Nombres que nadie comprendía aunque al principio se los repetía con cierto entusiasmo. ¿Vio a la señora del milico? ¿Ava? Si, Ava. Raro. Sí, me dijo ola. Le dije ola. Ava, nombre raro. Mork, ridículo. La gente de la ciudad es rara. Hablan raro. Visten raro. ¿Por qué no usarían nombres raros o incluso absurdos?
Rubia, flaca, alta, con toda su dentadura además blanca, labios gruesos rojos. ¿El color de los ojos? Deberían ser celestes aunque eran oscuros. Pero las pupilas de color oscuro no pueden estar en los ojos de una mujer teñida de rubio. Tornaron celestes en un instante aunque nadie podía jurar que así fuera.
Sus manos lucían dedos largos, finos y delicados. ¿Nacida en la provincia? Si era oriunda, lo disimulaba.
La primera amistad que trabó en el pueblo fue la de Cándida. De ella nunca más se separó. Cándida nunca creyó en ese nombre. El apellido lo ignoró por completo. Nunca lo pronunció. En el pueblo se es María, Pedro o Juana. El apellido es para los trámites o para los desconocidos. Allá anda el Pérez ese. O va Fernández para lo del Pérez. Pero entre conocidos se llamaban por el nombre o por el apodo.
Muchos afirmaron que por vieja y arrinconada en ese pequeño pueblo, Cándida no entendía el nombre Ava. En verdad no era que no comprendía ese nombre, decía que no existía. Mientras echaba humo por la pipa murmuraba que Ava no era un nombre de Dios, ni siquiera era un nombre. Seguro se llamaba Eva. Ese era un bonito nombre.
Eva. Eva vida, Eva viviente. Eva. Alguien que regresa de todo aquello que Cándida creía perdido. Por ello era generosa. Traía regalos a los pobres. Chucherías, y a veces cosas buenas. Comida. Ropa. Algún televisor. Promesas. Una Eva hace esas cosas.
Cándida miraba al perro que le devolvía la mirada sin mover su cola, parado junto a la olla esperando un milagro, y repetía al borde del fuego ardiendo bajo la olla de hierro, que si no se llamaba Eva, tendría un nombre como ella, pueblerino. Franca o Zulema. Se decidió por esos nombres luego de repasar una larga lista. Si debía elegir uno, elegiría Zulema.
Cuando le preguntó al cura sobre el nombre de la mujer, él no supo qué decirle. Se quedó en silencio, tal vez pensando en por qué la vieja preguntaba por el nombre de la mujer del milico. Si el cura calla, es porque algo trae. Es como una bendición, pero adversa. El sacerdote prefirió no decir nada. Seguramente pensó: “Vieja, deja de preguntar lo que no te concierne”. Y eso debió decirle. Pero se sabe cómo son los curas con los pecadores que donan generosas limosnas, mejor ni mencionarlos. Después de todo, al cura no le importaba cómo se llamaba la mujer. Ava. Eva. Zulema. ¿Qué importancia tenía? Cosas de vieja.
Eva era un nombre bíblico. Eva es vida. La que da vida. En cambio, Ava no significaba nada. ¿Y si Ava en vez de dar vida, la quita? Era un problema todo aquello. Para más, su aspecto no sugería una mujer de la Biblia, y ese fue un asunto que hubo que corregir. Ni Sarah, ni Rebekah, ni Jochebed, ni María.
Ramón, su marido, se lo recriminó varias veces. Desde antes de casarse.
Que cuidaba demasiado su figura. Se quería modelando para los ricos de la provincia a quienes les gustan las rubias aunque no sean naturales. Rubia, de labios finos y pómulos delicados, uñas esculpidas, ropa de marca y calzado fino. Rubia botella calzón de lata. Así le decía Ramón para burlarse de ella y hacerla entrar en razón, y eso le alteraba el ánimo.
¿Rubia botella? ¿Calzón de lata? ¿Acaso su rubiez era tan barata como una botella amarilla? ¿Su cadera, sus glúteos sugerían una fría y pálida lata?
Es que una funcionaria política no puede ser un buen peinado, miligramos de perfume en todo el cuerpo, brillos prolijamente repartidos. Debe sudar bajo las tetas y entre las piernas. ¡Si hace un calor insoportable! Se pega la tierra en la piel. Una funcionaria huele vecina, incluso a vecino. A ropa cepillada con jabón blanco. Si quiere tener el voto de los pobres, no debe parecer rica.
Tampoco puede ser atea. Hay que rezar y hay que ir a misa. Debe ser católica, apostólica, romana. Ni siquiera evangelista. Eso es para los sindicalistas (o los futbolistas), que no entienden nada de Dios y buscan una secta para lavar dinero. ¿Judía? Tal vez la hermana del loco y el loco mismo.
Una buena funcionaria debe ser católica. Los bancos de la iglesia son más seguros y menos vengativos. Católica, apostólica, romana. No era tan difícil entenderlo.
Ramón fue convincente. Sereno pero convincente. Al final Ava mudó de aspecto y de nombre. Adoptó el nombre de Eva, cuando supo que así la llamaba la vieja, aquella que fumaba en pipa.
Si la vieja lo decía, mejor prestarle atención.
Cándida tuvo razón. Era Eva. La que da vida. Y a su lado, el buen hombre, Ramón. De uniforme blanco, hermoso, con cositas doradas, lleno de botones dibujados. Siempre peinado, afeitado al ras. Hombre alto, fornido, de tez morena. La vida militar lo había moldeado. Siempre con muchos celulares hablando todo el tiempo con alguien. Gente de Buenos Aires, seguro, porque Dios y el Comandante atienden en Buenos Aires. Y también el loco y su hermana.

VIII. Un niño 

“Tengo los ojos puestos en un muchacho”. El cadáver miraba desde el guiño calcáreo de sus órbitas vacías los secretos de la diminuta anatomía. “Tengo los ojos puestos en un muchacho”. Eran tres. Eran dos. Era uno. Es uno, como elegido. Los otros podrían ser, pero él no decide. Habrá que esperar. En cambio, a ese lo ve ir y venir sin rumbo cierto, como todo niño. El rumbo no es lo que le preocupaba. El pueblo es pequeño y fácil de medir. Aquí o allá, da lo mismo. No hay manera que huya.
“Tengo los ojos puestos en un muchacho”, pero no estaba en venta. La que le canta nanas por las noches, sí. Se la predice envuelta en una neurasténica y aterciopelada sábana para entregarla como corresponde. Entre telas mullidas la sutil carne.
El niño es poca materia. Menudo apenas. Hay un mercado exquisito para esa mercadería. Pero ella es la fruta esperada. Está intacta, tiene la sangre nueva. La vieja Cándida la olió primero. Echó el humo de su pipa como quien lanza una fumata gris dando el primer aviso. “Tomad y comed toda de ella porque ella es la carne que renueva”.
El muerto también sintió ese lívido perfume de promesa matriarcal. Dibujó en el aire su túnica mucosa y adventicia y recitó de la fértil lubricación la emocionante humedad adolescente.
Ladina le sigue el rastro a la menarca. La huele. La supone no más que una agüita colorada. Es la ambrosía para los compradores.
El viejo muerto, que divaga con un candado en el pecho para que no huya su esternón a un instante muriente, juzga si el ciclo perpetuo de la pernada no se verá alterado por cosas del azar. Que la niña no corrompa el dominio centenario de antiguos y nuevos señores feudales. Vigila sin dejar de echarle el ojo al frágil muchacho. La pederastia es el banquete en el que se explora el dolor voraz hasta el pellejo.
Si el augurio es bueno, tiene que haber señales de crespones y una fila de sanguijuelas rojas amenazará la carne virgen para chupar el néctar de la primera vida. Irán por un camino ungido en lágrimas hostiles bajo la atenta guía del viejo cadáver. Hacia el río, a la barcaza, mientras el hombre de uniforme repetirá: a la niña, a la niña.
El muerto redoblará en un gesto terracota el viejo mandamiento, y el labio doblará la emoción en una mueca exhausta y cadavérica. Solo es cuestión de paciencia. Ladina cumplirá su parte. Eva y Ramón harán lo suyo. Glisoría no podrá impedirlo. Poncio ya ha pactado. ¿Y Finn, el niño? Seguirá si Dios quiere, desplumado, en un mundo de cicuta, sin destino, vistiendo andrajos, hasta una temprana y calmosa muerte, si El Mago de Oz no decide lo contrario. El niño no imagina que lo observan desde un nervioso allá, a algunos cientos de metros, por el corazón del cementerio.
Las tardes se parecen mucho a esos niños. Van del cielo a las arboledas y de ellas a los campos florecidos; no permanecen quietas. Finn reina en las tardes. Glisoría desea que se quede a su lado, pero a él no le importa. La madre, entonces, gruñe por oficio, no porque sea necesario. Finn se refugia con Poncio que lo consciente siempre. “Así saldrá malcriado”. La queja de Glisoría es inútil. Poncio no le discute, él ha vagado por esos campos igual que lo hace su hijo. También lo hizo su padre, y hasta su abuelo.
Todas las mañanas, Finn va al jardín, a la escuelita; allí desayuna. Tomará su leche y comerá de un pan generoso y abundante. Esas horas pasan rápido, inadvertidas. Al terminar la jornada, va directo a la casa. Su rutina la saben de memoria los ojos que lo observan. De la casa a la escuela, de la escuela a la casa.
En el hogar comerá lo que sirvan, lo que Glisoría cocinó. No pide nada, se conforma con poco, nunca se queja. Solo desea ir a correr por los campos. Lo saben. Aunque no lo vieran, sabrían que apenas pasó el frugal almuerzo, dejará la casa rumbo a una de las arboledas. Tal vez al mandarino del círculo compacto, el que da los frutos más dulces. Comer mandarinas trepado al árbol es reconfortante. A veces Zurita lo acompaña. También disfruta del dulzor de las frutas. Para el viejo muerto, saberlos juntos es un fermento vivo, es un cementerio a sus anchas luego de orgía. La niña está a la venta, y él le ha echado el ojo a un muchacho; ha echado como una gran pupila negra sobre la pequeña carne de la infancia. El Mago de Oz tendrá la última palabra.

IX. Un viaje insoportable

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS