CAPÍTULO 1: El ÁRBOL
Aquella noche mi abuela entró en la habitación y me susurró al oído:
—Ven conmigo y no me hagas preguntas.
Con mucho sueño y sin ganas, me levanté y la seguí. No tenía idea de lo que tramaba pero no era normal que me despertara a media noche. Nunca fue lo que se entiende como «una abuela al uso», de esas que se empeñan en que te comas las croquetas o de las que se pasa el día tejiendo mientras ojea de vez en cuando la tele, tampoco de las que va al gym con las amigas. No, mi abuela era otro tipo distinto de abuela. No encajaba en ninguno de los estereotipos.
En su juventud fue compositora de piezas musicales de gran belleza para guitarra. Las ejecutaba ella misma, y llegó a estar considerada entre las más importantes solistas de guitarra de todos los tiempos. Todavía, hoy en día, sigue conservando su don magistral con la guitarra, pero lo que más destacaría de ella es su jovialidad de carácter, modelado gracias a sus viajes por todo el mundo.
Nos encantaba a todos sentarnos a su lado y escuchar las historias que inventaba para mantenernos un buen rato junto a ella. Nuestra Sherezade particular, cada noche encadenaba relatos de seres imaginados, de árboles escondidos en sitios sagrados, de música, de sueños con barcos. Lo narraba de forma que quedábamos petrificados siguiendo los gestos de su cara, el movimiento de sus manos. Esa forma suya de escenificar las historias haciendo que nos sumergiéramos en mundos desconocidos, producía en mi cierta inquietud, pues no las reproducía cual producto de su imaginación, sino más bien como si las recordara de otra época de su vida. Detallaba personajes de otros mundos y parecía que los estuviera viendo o que alguna vez los hubiera visto o tratado.
De todos los relatos, el que siempre me atrapaba, era el que giraba en torno a la construcción de un barco. Insinuaba que una vez construido era capaz de manejarse solo, como si contara con voluntad propia, como si fuera capaz de navegar donde debiera ajeno a órdenes de capitanes o sometido a maniobras de tripulación.
Otros relatos parecían una mezcla de recuerdos de sus conciertos, anécdotas de cómo la música venía a ella y desvaríos producidos por la incipiente demencia.
—Abuela ¿qué pasa?— le dije.
—Psss—ven conmigo.
La seguí hasta su habitación, ya dentro cerró de forma sigilosa la puerta.
—Tengo que hablar contigo Héctor, — me dijo con una mirada extraña que me dio miedo. Entonces metió la mano en su camisa y buscó en su sujetador, donde guardaba siempre su pañuelo, sacando una llave pequeña, diminuta. Se acercó a su armario, buceando entre una montaña de sábanas localizó una muesca, que levantó suavemente, tras la pieza a modo de remiendo se escondía una cerradura, con acierto introdujo la llave. Sin apenas hacer ruido se abrió un portón escondiendo una oquedad. El mismo mecanismo que accionó el portón deslizó una plataforma portando una guitarra. Mi abuela la tomó dulcemente entre sus manos y con el mismo cariño que mostraba con nosotros la acarició y me la ofreció al tiempo que me besaba la mejilla.
—Tengo algo que contarte.
Lo primero que se me pasó por la cabeza era por qué mi abuela escondía esa guitarra, no lo lograba entender, más aún cuando en su casa había instrumentos repartidos por doquier, en cualquier estancia. Todos sabíamos que cuando estaba sola, tocaba de repente, como si sintiera un impulso irrefrenable. Tras el trance, pasaba a plasmar en forma de notas musicales lo que ni ella misma parecía entender, a pesar de que no paraba de repetir que era su manera de sentir la música. Esa locura musical la hizo llenar la casa con infinidad de instrumentos, comprados en cada uno de los lugares que había visitado. Experimentó con todos pues la música venía a ella —de forma peculiar, mágica—, decía.
Puso la guitarra en mis manos, en el momento que la sostuve algo me sucedió. No podría aunque quisiera, describir el tumulto de sensaciones que se apoderaron de mí. Me noté ausente, perdido entre imágenes que me resultaban familiares, ya las conocía, estaba seguro. Sentí que estaba dentro de las historias que nos contaba.
—Siéntate a mi lado, voy a contarte algo que ya conoces, te lo he relatado a trozos, en partes, sin orden y distorsionadas, pero ha llegado el momento de que todo esté en su sitio.
—Abuela no entiendo nada—le dije.
—Lo que te voy contar es una parte de mi vida, un episodio desconocido, que he ocultado a todos. Ha llegado el momento de que tú lo conozcas. Ahora que la has tenido en tus manos, y has podido notar…, —se quedó un rato pensativa mientras miraba mi cara esperando que yo asintiera, revelando que había percibido algo. Moví la cabeza de arriba a abajo, entendiendo la importancia del momento, pues estaba convencido de que su historia no me dejaría indiferente. Después de un instante, donde percibí que organizaba pensamientos, intuí que esta vez no sería un relato fruto de su imaginación, sino que sería algo más profundo.
—Estoy preparado para lo que tengas que contarme, —afirmé convencido de lo que estaba diciendo. Comenzó su relato:
En algún lugar cerca de ningún sitio, había un bosque que cubría todo lo que la vista podía alcanzar y mucho más. Allí crecían árboles de todas las especies y variedades. Oculto en aquel mar verde, un ser oraba a los pies de un inmenso ejemplar, tan enorme, que daba miedo sólo mirarlo. El anciano árbol siempre estuvo allí y junto a él desde el comienzo de los tiempos, adorándolo como si de un Dios se tratara, una tribu de chamanes vigilaba. Eran seres cubiertos de harapos y no se adivinaba nada de su fisonomía. El único detalle que saltaba a la vista era su imponente envergadura, por lo demás, los rastrojos de tela se encargaban de ocultar con cierta pericia cualquier tramo de su organismo.
Un día empezaron a aparecer por el bosque leñadores que observaban los árboles y realizaban marcas siguiendo criterios a veces azarosos. El bosque protegía a su ejemplar más querido, la espesura lo ocultaba, a pesar de que su tamaño hacía difícil tal empeño. Día tras día, los leñadores avanzaban cada vez más, dejando tras su paso un reguero de árboles talados y desechados, siempre los ejemplares más grandes, los más ancianos, que fueron cayendo uno tras otro.
La naturaleza de alguna manera intentó defenderse, actuando en su contra, tendiendo trampas invisibles para hacerlos desistir de lo que parecía una misión suicida. Los entorpecimientos no dejaban de asombrarlos: picaduras de insectos que paralizaban miembros en algunas ocasiones, precipicios insondables que retrasaban la misión, torrentes desbocados que arrastraban cuerpos cual motas de polvo, calamidades que hubieran hecho desistir al más valiente de los exploradores.
Tras años y esfuerzo uno de ellos lo descubrió y dio la voz de alarma. Al contemplarlo no fueron capaces de pronunciar palabra, no habían visto jamás nada parecido. No era solo el árbol lo que impresionaba, la ubicación en algunos momentos se les antojó laberíntica, percibiendo una estrategia premeditada para hacer imperceptible la presencia del monumento natural, se hizo invisible hasta encontrarse justo delante.
Tras un largo descanso, llegó el momento en que estos hombres armados de sierras y otras herramientas comenzaron a talar su tronco. Muchos de ellos dudaron que fuera posible derribar un árbol de tales dimensiones, incluso hubo quien se opuso a un despropósito de esa magnitud; a pesar de ello, con mucho esfuerzo y tras varios meses se oyó un grito: – ¡Tronco va! –, y se derrumbó con lentitud hasta caer golpeando con gran estruendo el suelo del bosque. El temblor se dejó sentir a cientos de kilómetros de distancia; los animales percibieron el sismo con tristeza, no con miedo, sospechando el origen del extraño movimiento.
Habían talado un árbol milenario que había estado allí quietamente miles de años, puede que millones, y que en un instante desapareció sin más del lugar al que perteneció desde el inicio de los tiempos. Fue al cortarlo cuando uno de los leñadores dijo asombrado que el ruido al caer le recordó un quejido, un alarido doloroso, no fue capaz de decírselo a nadie pero junto con la certeza de sentirse observado presentía que acababan de cometer una atrocidad.
Al caer la noche, cuando los leñadores se retiraron a su campamento, la tribu de seres extraños se congregó a su alrededor y velaron su cuerpo desde el ocaso al alba, en silencio, como si de uno de ellos se tratara. Solo se oían los suspiros dolorosos de aquellos que durante generaciones veneraron lo que amaban más que a su propia vida. No podían intervenir en el devenir de los acontecimientos, eran meros observadores, pero se percibía infinito sufrimiento en sus plegarias. Fue justo antes del amanecer, apenas unos minutos antes de que llegaran los trabajadores, cuando el ser misterioso que hacía las veces de gran jefe, tomó su hacha y buscó en el interior del árbol hasta topar con lo que parecía un trozo deforme de madera, lo extrajo de él y con gritos desgarrados clamó:
“VOLVERÁS AL SITIO AL QUE PERTENECES,
LA TIERRA TEMBLARÁ Y EL CIELO TORNARÁ OSCURO,
TODO EL UNIVERSO ENTONCES SABRÁ QUIEN ERES,
ALMA ENTRE LAS ALMAS,
DIOS ENTRE LOS SERES,
Y ASÍ SERÁ, SERÁ ENTONCES,
CUANDO EL CIELO OSCURECERÁ Y SOPLARÁ EL VIENTO,
Y ASÍ SERÁ, SERÁ ENTONCES,
QUE A LA TIERRA VOLVERÁ,
AQUELLO QUE FUE, Y SIEMPRE SERÁ”.
El chamán le extrajo el corazón. Aquel ser, con las facciones irreconocibles por la pintura y cuyo cuerpo se asemejaba a cualquier cosa menos al de un ser humano, tomó el trozo de madera y llevándolo junto a su pecho lo apretó con fuerza susurrando palabras en una lengua ancestral.
—Naxa aquin karkaunatao
Naxa aquin Partantaunatao
Naxa aquin Kartantaunatao
El chamán rompió a realizar movimientos involuntarios. Los cánticos de los seres, inundaron el bosque, el viento se encargó de trasladarlos colándose en cada rincón del espeso follaje, sin embargo, los leñadores atrapados en un sueño profundo, permanecieron ajenos a lo que allí sucedía. Los animales se movían inquietos de un lado para otro simulando una danza sincronizada con los chamanes. La energía invisible se volvía por momentos perceptible en el brillo de la luz sobre los pétalos inmensos de las flores exóticas que poblaban el lugar. La exaltación fue creciendo hasta que de pronto, en un instante que nadie pareció intuir, la energía que pululaba bailarina de un lado para otro, dio paso a una luz cegadora que brotó proveniente de las entrañas de la tierra, atravesando el tronco talado y se perdió en lo más profundo del universo. El haz de luz dio forma al invisible eje que unía el centro de la tierra con las profundidades del cosmos, parecía apuntar hacia un lugar concreto entre miles de estrellas. Todas las miradas apuntaban al cielo, el chamán descerrajó un grito invisible e inaudible acompañado de un tumulto que levantó a todos los allí asistentes un palmo del suelo. Tras ello, todos quedaron sumidos en un apaciguado sueño.
CAPÍTULO 2: EL LUTHIER
Quizás fue la suerte, o puede que algo que escapa al entendimiento, lo que hizo que aquel día un luthier paseara cerca del aserradero donde descansaban los tablones del árbol. Un luthier en busca de madera para nuevos instrumentos. En su larga trayectoria profesional se había labrado un buen nombre, pero no había conseguido llegar más allá de los límites de la vieja ciudad donde residía. Sin embargo, él se sabía poseedor de una gran virtud, sabía que sus instrumentos algún día inmortalizarían su apellido. Manejaba las herramientas como músico, no como carpintero, tal vez por el don que lo acompañó desde su nacimiento y del que no supo nunca su nombre; poseía oído absoluto. Contar con la ventaja de percibir en la madera ciertos matices sonoros inapreciables por el resto de colegas de gremio, convirtió sus instrumentos en objetos de deseo para su círculo de músicos más cercano. Sabedor de su don, era cuestión de tiempo que algún día llegase a oídos de un gran músico sus proezas. Cuando eso sucediera, su vida cambiaría.
Y sucedió que el boca a boca funcionó como la propaganda más efectiva. La oportunidad llegó de lejos, de más allá del océano, del viejo continente. Fue entonces cuando comprendió que necesitaría una madera distinta para sorprender a su cliente especial, comprendió también que esto supondría el despegue que tanto había deseado. Había recorrido durante meses multitud de aserraderos y no había encontrado lo que buscaba, pero aquel día todo cambió, aquella madera era algo fuera de lo común: suave, tersa, de un color intenso, tanto que se dispuso de inmediato a sacar de su mochila un palo redondo de madera con el que comenzó a golpear a lo largo de los tablones para hacer pruebas de resonancia. Buscó entre montañas de piezas, golpeando cada una de ellas escuchando su respuesta, quería localizar los tablones más próximos al centro del árbol, por experiencia sabía que éstos eran los mejores, pero allí había demasiados, no era posible que provinieran todos de un solo ejemplar, se alarmó al pensar que podrían haber talado un bosque. Eligió un tablón que le resultó peculiar.
—No está en venta,— gritó el obrero encargado de la custodia de los tablones. —Márchese de aquí ahora mismo, —insistió de forma grosera. El luthier, descendió despacio con su tablón en la mano, haciendo caso omiso a las palabras del guarda. Una vez abajo, metió su mano en el bolsillo sin prisas, pausadamente, sacando una maraña de billetes que sin contar ofreció al vigilante. .
—Nadie sabrá nada, esto es un negocio entre tú y yo.—dijo el violero sin aspavientos, sin despegar los ojos del encargado que mantuvo la mirada sin parpadear, pero que terminó por agarrar el dinero y dar media vuelta.
—Está bien, pero no tarde mucho en marcharse de aquí—murmuró mientras se giraba colocando los billetes para contarlos en la garita.
Era una madera como pocas había visto hasta entonces, no era palosanto, ni ébano o caoba, ni siquiera koa, la estudió a fondo comprobando su densidad, dureza y contracción, para obtener información precisa sobre ella. Lo hacía siempre antes de construir un instrumento, pero no obtuvo pistas del tipo del árbol del que procedía. Preguntó a colegas del gremio, nadie supo decirle.
“Quizás proceda de un árbol exótico”, se dijo y no quiso dar más vueltas al asunto, centrándose en lo que realmente importaba. No dudó ni por un instante del éxito de su misión, contemplando entusiasmado el tablón veteado de forma singular. Dedicó años y todo su talento en transformar aquel trozo de madera en algo extraordinario. Pasó noches enteras calibrando el diapasón, cortó con pericia las ranuras de los trastes para obtener una profundidad homogénea, se encerró en su taller durante días logrando una roseta digna del instrumento que pretendía construir, calculó al milímetro lo que se alarga la cuerda al pisarse, evitando que el más mínimo error diera al traste con su esfuerzo. En su búsqueda de la perfección se obsesionó con los barnices, buscando en tratados antiguos de alquimia la fórmula que permitiera proteger al instrumento dejando transpirar a la madera. Mezcló tinturas en fórmulas oleosas proporcionando un ligero toque de color que identificara su creación para así ensalzar su nombre. Cuidó con mimo todos los detalles de la construcción, de sobra sabía que al final cualquier error de cálculo, elección de la madera, colocación de las cuerdas, afectaría a la calidad del resultado, así que decidió que no sería la falta de esmero causa de ello.
La sorpresa llegó a posteriori, a pesar del esfuerzo, la sonoridad no era lo esperado para un instrumento de esa calidad y esto era el menor de sus males. Revisó todo el proceso intentando mejorar la resonancia, se cuestionaba qué era lo que estaba haciendo mal, pero ensimismado en sus pensamientos giraba la cabeza de un lado para otro negando cualquier fallo por su parte. Su sueño se desvanecía y, en su desesperación por convertirla en algo único, todo se tornaba en lo contrario. No daba crédito a lo que estaba sucediendo, jamás había tenido entre sus manos una materia prima de tanta calidad y que diera peor resultado, no dejó de insistir y de lijar día y noche, alterando sus nervios y su salud. Daba por seguro que algo extraño sucedía y que se escapaba a sus cortos alcances. Tenía sueños raros y llegó a suponer que la madera estaba hechizada o embrujada, no sabía decir exactamente el qué. Cuando despertaba por las mañanas murmuraba.
—¡Paparruchas!,—negándose a dar una explicación irracional a todo lo que le estaba sucediendo, ni siquiera cuando las cuerdas saltaban al intentar afinarla. —¡Paparruchas!,— gruñía una y otra vez de forma huraña. Finalmente acabó colgándola en el escaparate.
CAPÍTULO 3 :MARÍA
La pequeña niña de once años miraba todos los días el cristal tras el cual la guitarra lucía desde siempre, por lo menos que ella recordara. Junto a la guitarra, violines, violonchelos y demás instrumentos de cuerda componían lo expuesto en la tienda llamada: “CARLOTE E HIJOS”. Sin que nadie lo supiera, aquella niña suspiraba a diario por la guitarra de sus sueños. Desde siempre sintió pasión por ese instrumento y su maestro, Ricardo, tenía parte de culpa en ello.
Una tarde Carlote quedó perplejo al contemplar como aquella niña miraba fijamente la guitarra; estaba hipnotizada, no parpadeaba. El trance, del que no parecía regresar, duraba a veces varios minutos, sin verse afectado por el ruido ensordecedor que la calle repleta de comercios emitía. Desde aquel día, estuvo pendiente de ella, admirando la forma en que pasaba las tardes pegada al escaparate. Hubiera jurado que la niña conversaba con el instrumento. Se convirtió en un espectáculo para él, casi una rutina.
Analizaba cuidadosamente su rostro, del que destacaban unos ojos tristes y ensimismados, ajenos al mundo que la rodeaba. Brillaban a veces por efecto de las lágrimas que evitaban verter, otras no reflejaban más que pena. Su aspecto descuidado junto a una delgadez excesiva completaban una estampa desprovista de alegría. De forma sutil, se sentaba en el bordillo del escaparate y pegaba su diminuta nariz al cristal, entonces se quedaba absorta, paralizada casi, mirando el instrumento. Carlote se ocultaba tras las cortinas que daban al taller, intentando entender la obsesión de aquella niña.
No fue hasta el día en que cerró sus ojos dejándose caer sobre el cristal cuando Carlote reaccionó e intervino. La balanceó agitándola para que despertara mientras le gritaba:
– Pequeña, ¿estás bien?, pequeña ¿me escuchas?, pequeña.
Ella lo miró y se deshizo en lágrimas, dejándose caer sobre el pecho del artesano.
– ¿Qué te sucede, estás enferma, te puedo ayudar? dime algo por favor– le rogó mientras intentaba que la cría le respondiera, pero ella no decía nada, solo lloraba enjugándose las lágrimas en la manga de la raída rebeca de un color que debió ser rojo algún día.
Era imposible consolarla, ¿o no? se dijo mientras tomaba a la niña en brazos y la llevaba al interior de la tienda. Sin soltarla, apartó con cuidado los instrumentos que obstaculizaban el acceso a la guitarra y tras descolgarla de su ubicación frente al cristal se la ofreció.
– ¿Te gusta?
Ella ni lo escuchó, estaba paralizada. Sorprendentemente continuó diciendo:
–Te la regalo, es tuya, solo dime cómo te llamas.
Se sintió mejor pensando que acababa de hacer una buena acción, en definitiva la guitarra era un trasto que le había ocasionado muchos quebraderos de cabeza y sería muy difícil venderla. Se preguntaba a qué músico le podría ofrecer una guitarra empeñada en desafinar y cuyas cuerdas se rompían tan fácil. Ella no podía creer lo que le estaba pasando, tomó la guitarra y agarrándose al cuello de Carlote lo besó y le dijo:
–María, ¡Gracias!– saltó de su lado mientras el rostro se iluminaba de alegría.
Por un momento sintió que la guitarra estaba en las manos correctas, era como si todo encajara y hubiera un motivo para todo. De pronto le dijo:
—Cuídala mucho tiene carácter, es una guitarra rebelde, he dedicado muchos años de mi vida a ella. Es tozuda como una mula vieja, te lo digo yo que la conozco bien. —Hablaba de ella como si fuera su novia o su mujer, una mujer con la que no se llevaba bien pero a la que adoraba. El primer día que vio a la niña junto al escaparate comprendió que debía dejarla marchar, que su parte en esa historia había concluido,—todo fluye—se dijo.
–Seguro que sabrás hacerla sonar –No era capaz de explicar por qué, pero sentía que ella podría conseguirlo, se sintió feliz y contrariado al mismo tiempo, dejaba marchar lo que iba a ser su jubilación y el viaje de sus sueños.
Lo que notó cuando la tuvo por primera vez entre sus manos no lo olvidaría jamás mientras viviera, ni la infinidad de sensaciones que percibió. Se sintió rodeada por una multitud harapienta que susurraba frases inentendibles. No reconoció el lugar, el follaje la intimidaba, apenas podía moverse entre tanta vegetación. La agradable sensación de bienestar la hizo elevarse, flotar a gran altura tomando una posición ventajosa de manera que era capaz de hacerse una idea de la inmensidad del paraje. No tenía miedo, era paz, una paz inmensa inundando cada célula de su organismo, descomponiéndola y atravesando cada porción de su diminuto cuerpo. Se dejó llevar, no podía hacer otra cosa, no tenía control sobre nada. El olor a madera penetró en sus pulmones colapsando casi la respiración, no era una sensación dolorosa a pesar de las dificultades para respirar. Cuando se dio cuenta se encontraba tumbada sobre una inmensa superficie de madera que la acogía como lo hacía su madre cuando la mecía entre sus brazos. Unos acordes de guitarra la acompañaron a volver en sí.
Aprendió a tocar, no tardando mucho tiempo en descubrir que las notas que brotaban de la guitarra tenían algo más que decir. Empezó a practicar y descubrió que tenía un don que desconocía para la música, o ¿quizás fuera otra cosa?, lo cierto es que las notas venían directamente a su cabeza sin saber muy bien por qué, y sus dedos algo torpes al principio, se mostraron muy ágiles en poco tiempo. Cuando tocaba se relajaba de manera que la música que su cabeza percibía pasaba directamente a sus dedos, intérpretes involuntarios de melodías en ocasiones melancólicas. No era dueña de sus sentidos, el instrumento la inducía a un estado de semi-inconsciencia donde la música se fundía con visiones extrañas que no llegaba a entender pero que se convirtieron en cotidianas a fuerza de repetirse en su cabeza. Veía un barco nuevo, enorme y muy lujoso abandonado en un muelle abarrotado de barcos oxidados, otras veces eran parajes exóticos donde la naturaleza configuraba formas caprichosas y los árboles lo cubrían todo, veía siluetas de niños parecían un grupo pero no sabía qué significado dar a todo ello. El don se hizo cada vez más evidente, era imposible ocultar las destrezas a la guitarra de aquella niña, capaz de interpretar cualquier partitura por compleja que fuera a la perfección. Empezó a destacar y fue su maestro quien decidió que debía mostrar su talento.
—María no lo entiendes pero esto no es algo que debas ocultar y acaparar para ti sola. — dijo Ricardo de forma pausada, lo había reflexionado largo tiempo antes de lanzarse a hablar con ella.
—Pero Ricardo yo no quiero tocar para nadie, me siento feliz cuando estoy a solas y…—calló de forma repentina.
¿Y qué María?, continúa di lo que tengas que decir.
—No tengo nada más que decir. —sentenció.
Ricardo sabía perfectamente que tras su silencio se escondía algo más, pero no se atrevía a seguir indagando.
—María no lo entiendes pero tu música es diferente, no he escuchado nunca nada parecido, y te aseguro que toda mi vida he estado dedicado por entero a ella. No debes de ocultar tu talento, y lo más importante, debes compartir tu música, es algo excepcional y hará bien a mucha gente lo presiento.
Se quedó en silencio, meditando qué decir, para ella eran momentos muy íntimos, la magia que surgía al tocar la hacía evadirse de la realidad, como si se desplazara a otra dimensión.
—Te voy a hacer caso,—adoraba a su maestro y sabía que podía confiar en él ciegamente.
Los rumores acerca de su música se empezaron a extender y los teatros se abarrotaban para escuchar a la niña prodigio de la guitarra. La fluidez y calidad con la que componía mantenía fascinados a maestros de todos los lugares que acudían a estudiar el caso por si había algún tipo de engaño. Después de meses de seguimiento no pudieron más que rendirse al virtuosismo de la pequeña. Los sonidos de la guitarra evidenciaban que la música tenía poder en sí, tenía la capacidad de hacer vibrar los tejidos más profundos, alteraba estados de ánimo y era de una enorme belleza, incluso hubo quien se aventuró a afirmar que esa música podría sanar enfermos.
—Dime la verdad María, le preguntaba una y otra vez Ricardo, ¿Cómo lo haces?, —pero ella siempre lo miraba y se limitaba a encogerse de hombros. La observaba detenidamente por si atisbaba algo pero después de un rato y casi desesperado se volvía a casa sin la respuesta, la música brotaba de sus dedos a borbotones.
Carlote también se hizo eco de sus éxitos, de incógnito presenciaba sus actuaciones y aunque orgulloso al principio por sentirse partícipe, empezó a mascullar en su cabeza ideas sobre cómo beneficiarse de ello. Si no hubiera sido por su intervención ella jamás habría llegado tan alto. Esa guitarra era obra suya, él encontró la madera y él malgastó su salud en construirla, los largos años dedicados a ella lo habían marchitado físicamente y como pago no tenía nada, perdió un gran cliente y su fama se vio afectada tras el descalabro con la guitarra. Merecía parte de beneficio, lo exigiría.
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