Entraba a un apartamento, sintiendo una mezcla de emoción y nerviosismo. En el sillón, alguien tomaba una copa de vino. Había un par de personas más en la sala, pero las ignoré por completo. No me di cuenta de que era Henry hasta que se giró y me miró directamente a los ojos, diciendo con una sonrisa: “Tómate un vino conmigo”.
Mi mente corría: “¡No puede ser! ¿Finjo que no lo conozco para que se fije en mí?”. Sin poder contenerme, lo abracé efusivamente. Henry se reía, pero había algo en su risa que me hacía sentir increíblemente segura. Aunque no se sentía como una relación de pareja, su amabilidad y empatía eran increíbles. Escuchaba con atención todo lo que le decía, y eso me hizo sentir comprendida como nunca.
En un momento, me pidió que nos tomáramos una foto juntos. “Claro que sí”, respondí, “pero tómala con tu celular que el mío la tomará horrible”, señalando la luz azul del apartamento que dificultaba una buena foto. Tras la foto, le dije: “Quiero tenerla, pero no puedo tener tu número”. Henry, sin dudar, respondió: “No me importa pasártelo, pero si quieres, te envío la foto por Instagram”. Y yo, emocionada, solo pude decir: “¡Aaaa!”.
Entonces, el sueño tomó un giro oscuro. Mi papá apareció de repente. Ni siquiera me preguntó cómo estaba. Solo dijo: “¿Quién es ese imbécil que anda con usted?”, y sacó un palo, empezó a perseguir a Henry por todo el apartamento. Yo intentaba detener a mi padre, pero en el fondo, lo odiaba por arruinar un momento perfecto. Jamás había sentido tanto odio como en ese sueño.
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