En un principio, la distracción era su brújula, la cual lo guiaba a través de sombras con una uniformidad subjetiva, llevando la desorientación sobre sus hombros. Al patear las piedras, estas le parecían obsoletos adornos de un concreto abandonado a la inclemencia del tiempo. El sendero que recorría, con la calma de quien no tiene preocupaciones inmediatas, no se diferenciaba en gran medida de los otros que atravesaban las avenidas o se desprendían de las calles reservadas a las carretas artesanales. Estas últimas desprendían olores pesados de remembranzas mixtas, de ilusiones esperanzadoras y pasiones cuyo ímpetu había sucumbido al freno de la cruda realidad. Las burbujas pétreas se alzaban en la superficie, provocando una degradación del material original a una arenisca grisácea que emitía coros lastimeros cada vez que pasaba sobre ella. Esta característica se repetía en todos los metros frente a él, junto a las divisiones más notorias de las baldosas rocosas. A ambos lados se alzaban edificios de cinco pisos, la mayoría siendo apartamentos de precio accesible, pero no sostenible. Cualquiera que haya vivido las tortuosas travesías de estar bajo la subyugación de trabajos mal remunerados y servicios básicos con precios en constante aumento, sabe que las viviendas ubicadas en centros urbanos rodeados de comercios mediocres representan una muerte financiera muy lenta y penosa.
Con todo, su mirada se clavó en un sombrío quiosco al amparo de dos almacenes mugrientos. La urgencia con que sus sentidos le exigieron dicha observación lo sorprendió más que el local en sí. De un área de menos de cincuenta metros cuadrados, lo componían pequeñas repisas adornadas de muchos libros de lomos corroídos: unos por la humedad, otros por la edad y los últimos por el mal cuidado. En el único ventanal hacia el callejón, yacía una vieja cortina de color nauseabundo y de una textura que, aun sin tocarla, resultaba babosa en las palmas y rasposa al revés. Se encaminó hacia el sitio, en contra de sus prejuicios, y cuando llegó al umbral de la entrada, un hombre de estatura mediana, con pelos alborotados que relucían a la luz artificial del lugar, le dio la bienvenida.
Lo siguiente a observar, fue cómo la exposición se tornaba enfermiza. El mediano desgranó todos los artículos que componían el quiosco. Habló de cómo los había adquirido, de las temáticas predominantes en cada estantería y de su favorito personal. Sin embargo, la conversación se desvió hacia detalles personales, mucho menos interesantes de lo que esperaba.
Mientras el mediano entusiasmado compartía su pasión por el cultivo de hongos de menos de diez centímetros, se movían en paralelo a las estanterías de una sección autobiográfica. Haciendo oídos sordos a las historias del más bajo, afinó su mirada y recorrió los títulos que se exponían. Eran estrafalarios, a veces ridículos, y denotaban el egocentrismo con que habían sido nombrados.
Uno en particular, llamado «Mi vida en páginas», con un lomo roído por, según parecía, dientes de algún roedor de minúsculo tamaño, se le presentó en medio de la estantería a una altura perfecta. El volumen quedaba directamente frente a sus ojos, los cuales se dilataron a plenitud.
El mediano había cambiado su exposición, introduciendo un nuevo tema. El visitante tomó el libro y avanzó hasta la quinta página, ya que las anteriores estaban en blanco. Un rápido vistazo le permitió percatarse de un detalle curioso, bueno, más de uno en realidad. El narrador, que también era el protagonista, algo común en una autobiografía, describía con un detalle excesivo ciertos eventos. Por ejemplo, la hora y el lugar donde su madre comenzó a tener contracciones que anunciaban su nacimiento; la hora, el lugar, el nombre del médico y de las tres enfermeras -junto a sus horarios de turno de aquel entonces- que asistieron al parto, y así sucesivamente con el resto de los acontecimientos de su vida.
El segundo detalle que llamó su atención, fue que cada evento descrito se correspondía con suma fidelidad a su propia vida. No se debe interpretar lo anterior como algo simbólico o figurativo, ni como meras conjeturas emocionales acerca de lo que creemos sentir como propio o cercano a nosotros. En el libro había nombres, fechas, decisiones y pensamientos que nadie, ni el más psíquico de los estafadores así denominados, podría siquiera imaginar.
Resulta innecesario inundar de detalles su asombro y su miedo. Antes de ser consciente de sus propias acciones, ya se encontraba saliendo del quiosco con el libro bajo el brazo y una factura de compra rasgada debido a un fallo ‘irreparable’ en la caja registradora.
***
Los días transcurrieron, y el tiempo se volvió banal. La obsesión se apoderó de su ser, llevándolo a adoptar hábitos propios de aquel que ha perdido su conciencia en los oscuros abismos de la locura.
La oficina del segundo piso, ese lugar en el que había jurado extinguir el interés por las ilusiones de un futuro mejor, se convirtió en el único espacio que consideraba habitable en la casa. Ni la cocina, ni el baño, ni siquiera el cuarto donde su cama permanecía inmaculada, fueron tentaciones lo suficientemente fuertes como para alejarlo de las páginas de ese libro. Con el transcurrir de los segundos, el ambiente erudito que una vez fue parte integral de la oficina se fue desvaneciendo en un recuerdo agridulce distante -debido a que no siempre fue un lugar donde la satisfacción tuviera cabida, con suerte, la felicidad encontró brechas en el control tiránico un par de veces-, siendo reemplazado por una niebla picante de manía crónica.
Ahí estaba, cada escena de su vida plasmada en las añejas páginas de aquel tomo. El acoso que sufrió durante su adolescencia en el bachillerato por su alargada nariz, la abundante cantidad de experiencias sexuales que consiguió gracias a la misma durante la universidad, su graduación, sus posteriores maestrías y doctorados que lo llevaron a recorrer el mundo en seminarios junto a otros genios de la ciencia, a quienes se les atribuía erróneamente ese título. Ese diez de abril que hermetizó su propia existencia de todo cuanto también existía, abandonando el coqueteo con el profundo desagrado hacia las demás personas y asimilándolo como estilo de vida.
A medida que se acercaba el final del libro, el temor por conocer el desenlace cultivaba raíces de excitación en su corazón.
El júbilo invadió su ser cuando, tras rememorar su vida, fue consciente del final que le presagiaba el final del libro. Cada acontecimiento futuro superaba al presente asegurado. La esperanza era la certeza en aquel escenario, una oportunidad de dicha planteado sobre un boceto de belleza, en cuyo carboncillo de alegría no había peste, mutilación, tortura, ni siquiera muerte. Por primera vez en muchos años, una auténtica sonrisa se dibujó en su cara, y detrás de esta, la decisión irrefutable que lo mantendría unido a su destino ideal, a su destino trazado en una dimensión diferente.
Más tarde, atrapado por el ansia, anhelaba la bienvenida a la fantasía de un final más prometedor. Al menos, un desenlace más digno para alguien que no ha causado un mal directo y no merece un castigo que considera inmerecido, a causa de una miserable célula maligna, autora del dolor y la podredumbre en vida. Sin embargo, descendió a la gélida oscuridad absoluta, atrapado entre desconciertos intensos y cuestionamientos amplificados por el abominable vacío.
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