«Todavía recordaba con nostalgia cómo Esteban, su profesor de química, de rostro afable y halitosis severa, la había enseñado a crear copos de nieve artificiales. Durante las horas que duró el experimento, ella fue capaz de darle un merecido descanso a su ansiosa y extenuada mente. Esteban nunca lo supo, pero aquella tarde de mediados de noviembre, la salvó de caer en el pozo más oscuro, aquel en el que nadie debería ni tan siquiera asomarse para escuchar su propio eco».

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