Al principio, Inés no le dio demasiada importancia a aquel ruidito intermitente que se mezclaba con el sonido de la lluvia, el constante rumor del ventilador y otros ecos recurrentes del apartamento. Dejó de masticar el pedazo de lasaña de carne de 0,79€ y aguzó el oído. La pantalla de su teléfono móvil se iluminó. Mensaje de WhatsApp. Montse, del trabajo: “¡¿Cómo van esas vacaciones, corazón?! Manda fotitos, que no sé nada de ti! —“A la mierda te voy a mandar” —dijo Inés mientras fruncía el ceño. A veces, tenía ese tipo de pensamientos hacia la gente. No se enorgullecía de ello.
Montse apenas llevaba tres meses en la empresa y ya había decidido que Inés y ella serían mejores amigas. Inés era incapaz de recordar en qué momento su relación con Montse se había vuelto tan íntima. Se limitaba a decir hola y adiós al entrar y salir del trabajo, evitaba iniciar conversaciones que pudieran trascender a cualquier plan social y esquivaba el contacto visual durante las ocho horas que duraba la jornada laboral. Le urgía terminar con aquella relación inesperada y asfixiante cuanto antes, aunque todavía no sabía cómo.
Ignoró la notificación. Tomó un buen trago de vino tinto y se rascó la cabeza. Notó el cabello graso y apelmazado. Al atusárselo, se le llenó la mano de cabello cobrizo. Hacía una semana que no se lavaba el pelo. Los mismos días que llevaba sin salir de casa. Los mismos días que hacía que habían empezado sus vacaciones.
Otra vez el ruidito. Sonaba como una especie de siseo. El piso en el que llevaba instalada nueve años, si es que se le podía otorgar ese título a la planta baja oscura y húmeda en la que vivía, constaba de un recibidor/comedor, dos habitaciones, una de ellas sin ventana, una cocina con un patio de luz que albergaba pinzas de tender y colillas y un baño en el que, mientras estabas sentado en la taza, podías lavarte las manos y alcanzar el champú.
Debería levantarse y averiguar de qué se trataba. El solo hecho de pensar en incorporarse y poner un pie frente al otro se le antojaba una misión casi imposible. Hacía tiempo que cosas tan básicas como cepillarse los dientes o sacar la basura se habían vuelto prescindibles. Incluso el acto de atarse los cordones o subirse las bragas le resultaba extenuante.
Le dio otro largo sorbo al vino y dejó la copa y la bandeja de aluminio con los restos de comida sobre la mesita de noche. Miró por la ventana. El agua caía con más intensidad. Típica tormenta empalagosa de verano. Vio a un par de transeúntes corriendo, agarrados de la mano. De repente se detuvieron, riendo, mirándose a los ojos y formando un corazón con sus dedos. Luego continuaron su camino. Inés no sintió nada al ver aquella escena idílica, ni siquiera lástima por sí misma.
De nuevo, ese molesto silbido. Miró debajo de la cama. Nada. Agarró el móvil, más por inercia que por necesidad, y se asomó al comedor. La luz de la mesita auxiliar titilaba. Ropa, tickets de metro y plantas muertas por doquier resumían la confusa etapa en la que se encontraba. Mirándolo en retrospectiva, tenía todo el sentido del mundo. Su infancia estaba marcada por un padre ausente y una madre sobre protectora, lo que había limitado su crecimiento emocional y social, volviéndola un ser tímido y temeroso. Siempre había sido más de observar que de comentar y los libros fueron su refugio, su zona segura, le permitían explorar un mundo que le había sido negado por su dulce y asfixiante progenitora.
Enfrascada en sus pensamientos y sintiendo de pronto un leve escozor en la zona íntima, percibió movimiento por el rabillo del ojo. No fue consciente, hasta pasados unos segundos, de la rata que la observaba desde la puerta del baño. Chirriaba y meneaba una cola gastada y kilométrica. Inés soltó un grito, y de forma instintiva se subió al destartalado sofá. Buscó el mando a distancia que se encontraba sepultado bajo del montón de cojines y lo lanzó contra el animal, el cual ni se inmutó. Las pilas del control remoto saltaron por los aires. Este acto reflejo animó al roedor a acortar distancia con su nueva amiga. Inés había leído o escuchado que las ratas odian el olor de la menta. Si ni siquiera tenía leche, que era un básico, ¿cómo iba a tener menta? El animal chilló. Inés se rascó con ahínco la zona íntima por encima de las bragas de algodón.
El leve escozor inicial se estaba convirtiendo por momentos en un ardor insoportable. Aquella rata nada tenía que ver con las ratonas esponjosas y agradables que las influencers
mostraban orgullosas en sus videos de Instagram
y a las que tenían como animal de compañía. El mamífero que campaba a sus anchas por el salón de Inés parecía sacado de una película de terror no apta para menores de dieciocho años: pelaje sucio y deshilachado, ojos diminutos y brillantes y hocico puntiagudo y deforme. “Quizá tan sólo quiere guarecerse de la lluvia”, pensó mordiéndose el labio inferior.
Sin pensarlo dos veces, Inés brincó hasta su habitación y cerró de un portazo. ¿Dónde demonios estaba su móvil? Maldita sea, lo soltó sin darse cuenta al lanzarse sobre el sofá como posesa. De todos modos, ¿a quién iba a llamar?; no tenía el número de ningún vecino, su reducido círculo de conocidos pensaba que abrazaba secuoyas, (sería vergonzoso que supieran de su mediocre plan vacacional y de su desalentadora vida en general) y tampoco quería preocupar a su madre, una mujer de setenta y un años, amante de las ofertas alimentarias y volcada en la preparación de su próximo canal de patchwork en YouTube. Inés se vio abrumada por la avalancha de pensamientos que su instinto de supervivencia le brindaba ante aquella situación. Decidió ignorarlos. Lo mejor sería no hacer nada. Se echaría una cabezadita y la rata saldría por donde había entrado.
No sabía cuánto tiempo había estado dormida. Un intenso dolor en la zona genital la sacó de su ensueño. Palpó la zona dolorida y encontró una secreción blanca y espesa en sus dedos. “Lo que me faltaba”, pensó con frustración. Si pudiera arrancarse aquella sensación de cuajo en ese mismo instante, lo haría. Salió al comedor, mirando por todos lados. Ni rastro de la apestosa inquilina. Agarró el móvil, que yacía tirado en el suelo, y dando cuatro zancadas, llegó al baño. Se metió en la ducha y enfocó el chorro de agua fría directo al fuego perenne. La asaltó un recuerdo de su niñez, de cuando contaba cinco o seis primaveras. Su abuelo materno, hombre de pocas palabras, cejas espesas y semblante triste, le pedía que lo ayudara a recoger las trampas que había esparcidas por el huerto y que evitaban que las alimañas estropearan los alimentos. Inés observaba curiosa las cabecitas de las criaturas que quedaban atrapadas.
En los días posteriores, Inés se encontró lidiando con picores exasperantes, copas de vino tibio y algunos sobresaltos provocados por su compañera de piso. La tormenta había cedido, dando paso a un calor aún más sofocante. Observaba cómo la criatura se acicalaba los gruesos bigotes con elegancia, y pensó que no era tan fea como le había parecido en un principio. ¿Le estaría cogiendo cariño?
Su móvil mostraba un par de mensajes no leídos. Montse estaba preocupada y confundida por la falta de noticias de su amiga. A Inés siempre le había resultado contradictorio que, a pesar de ser introvertida, la gente se le acercara con facilidad. Su madre solía decir que se debía a sus grandes ojos, aquella mirada honesta, que reflejaba la persona excepcional que era. No compartía aquellos halagos.
Decidió que ya había tenido suficiente. No podía seguir viviendo así. Debía hacer algo, era imperante que tomara las riendas de su vida. Inés rió ruidosamente ante aquella ola de pensamientos alentadores. La realidad era que le urgía ponerse en marcha porque las reservas de snack’s y alcohol empezaban a escasear.
Se puso los guantes de goma que usaba para fregar. Agarró una cuña de queso de la nevera, la troceó en forma de dados y les apretujó unos ansiolíticos. Paseó por el diminuto apartamento, silbando y chasqueando la lengua. “¡¿Dónde te has metido?!”, preguntó en voz alta. Sentía el cerebro lento y la lengua pastosa. Le pareció oír algo a sus espaldas. Allí estaba, paciente y confiada. Inés lanzó el manjar cerca del animal y esperó. Ésta titubeó unos segundos, era precavida la cabrona. Finalmente sucumbió al olor del queso y comenzó a darle pequeños mordiscos hasta que no dejó nada. Pasados unos minutos, la rata comenzó a dar pasos torpes, caminaba en zigzag. Inés sonrió. Agarró a la rata con una mano y a su teléfono móvil con la otra. La miró unos segundos y le susurró: —“Vamos a enviarle un selfie a mi mejor amiga” —.
FIN
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