Han pasado ya varias semanas desde que Amparo encargó a Lucía, la mejor amiga de su madre y abogada muy influyente, que localizase a Mari Carmen.

Al llegar a casa, después de salir de la facultad, la siente más fría que de costumbre. Permanece unos segundos de pie en el enorme y grotesco recibidor, un gran espacio vacío de resplandeciente mármol en el que se refleja deformado su cuerpo. Se arrebuja en su desgastado abrigo de ante y borreguillo frente a la imponente escalera imperial, adornada con grandes obeliscos que en su momento prodigaban la extravagancia y el despilfarro de los Cabanellas y que, en este momento, destellan una atmósfera lúgubre y decadente. Coge una bocanada de aire y se estira la minifalda en un ridículo intento de calentar sus piernas. Se dispone a subir a su habitación, cuando aparece por la puerta lateral Antonia, el ama de llaves.

— Señorita, la ha llamado doña Lucía dos veces. Dice que es importante. 

— ¡Gracias Antonia! ¿Está él en casa? 

— Sí, su padre está en su despacho, como siempre.

— ¿Han vuelto a cortar el gas? — Pregunta retóricamente mientras frota repetidamente sus brazos con sus manos heladas.

— Así es. Son tiempos difíciles…

— No puede hacer las cosas peor, ¿verdad? Deberías volver a tu pueblo con tu familia, aquí no eres más que una esclava, ¿cuánto hace que no te paga?

— A mí ya no me queda nadie en Llombai. Además, he de cuidar de usted, no me gustan nada esas amistades con las que va. ¡Dígame qué sentido tiene llevar medias si están llenas de agujeros! Está cada día más delgada ¡y esos pelos! si su madre la viera así…

— Mi madre está muerta, Antonia. La mataron entre mis abuelos y ese cabrón de arriba. — Respira profundamente antes de devolverle una mirada dulce a Antonia. — ¿Tú llegaste a conocer a Mari Carmen?

— ¿Todavía sigue dándole vueltas a eso? — Responde santiguándose —A mí me contrataron en su lugar y no supe de su existencia hasta que su madre, que en paz descanse, nos confesó su pecado. No remueva la tierra podrida, señorita. Dios no perdona esas aberraciones, a su madre la salvaron con la Santa Unión y se ha ido en paz, está en el cielo.

— Antonia, tú no has conocido el amor, tampoco yo. No pueden arrebatarnos lo que no poseemos. —Le susurra con mirada amable, sabedora de que no va a poder comprenderlo. — A mi madre le robaron todo, la rompieron a trozos, borraron su voz. Él la forzó hasta preñarla de mí con el beneplácito de un Sacramento ¡Y quién sabe qué otras barbaridades pudieron hacerle! Por eso nunca pudo quererme, aunque sé que lo intentó.

    Le da un beso en la frente dando por concluida la conversación, para inmediatamente correr escaleras arriba hasta su habitación. Descuelga el teléfono para llamar a Lucía, toma unas notas en un papel y, después de hurgar debajo del colchón hasta encontrar la cuchara doblada y la jeringuilla, se dispone a sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en el carcomido dosel de su cama.

    A la mañana siguiente, llama al Hospital psiquiátrico Padre Jofre de Bétera para pedir una visita con Mari Carmen Soler Pedroso.

    Cuando se presenta allí, es atendida en la recepción por una señora de bata blanca y sonrisa amable, que la mira con gesto curioso, comprueba la solicitud y tras dar el visto bueno, la acompaña hasta su habitación. Caminan por pasillos y salas fríos y despersonalizados, sin ventanas, con puertas cerradas a ambos lados y tubos de neón emitiendo una luz nada acogedora, cruzándose con alguna otra enfermera que las saluda con un leve gesto de cabeza. Algunas, las más jóvenes, la observan con curiosidad. Las mayores evidencian que, 10 años después de la muerte del Caudillo, todavía no están listas para asimilar algunos cambios. Tanto los pasillos como las salas están recubiertos de baldosas hasta la altura de su cuello. El resto está pintado de un indeterminado verde pastel que repele cualquier atisbo de calidez. Todo igual, con algún pequeño crucifijo y un par de pósteres invitando a la vacunación de la viruela, como única decoración.

    Pasan por una sala con sillas y mesas donde permanecen sentados varios internos, vestidos con idénticos pijamas azules, enfundados en desgastadas batas marrones como único abrigo. No hablan entre ellos, simplemente miran la televisión del fondo, que emite imágenes en blanco y negro, sin sonido. Amparo siente una punzada en la boca del estómago. La disposición de las mesas le recuerda al comedor de su colegio, sin ningún tipo de adorno ni mantel, todas iguales en forma y tamaño, separadas y dispuestas en un metódico orden.

    Traga saliva y mira alrededor. Busca un rincón en el que estas personas puedan refugiarse cuando sus barrigas se tornen babosa. No hay sofás o sillones, ni rincón alguno que invite al descanso o permita cualquier atisbo de intimidad. Sus expresiones vacías le generan una fuerte sensación de impotencia y de rabia. Como el silencio. Ese silencio gélido que hace que se plantee si se trata de personas, o son ya espectros.

    Fácilmente podría haber sido una de ellos. Cruza los brazos, apretándolos con fuerza y sigue caminando, asustada, pero decidida. Se mueve un paso por detrás de la mujer, que va abriendo y cerrando puertas con una llave que trae siempre en la mano.

    — Es la primera vez que alguien viene a visitarla. ¿Es familiar?

    — Debería haber sido mi madre. — Responde enfadada, haciendo caso omiso a la expresión de extrañeza de la recepcionista. — ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

    — Desde el principio. Yo estoy desde que abrieron, en el 74. A ella la trajeron junto con otras mujeres desde el Manicomio de María de Jesús.

      Cuando entran a la habitación, Amparo se queda de pie y en silencio hasta que la recepcionista decide marcharse.

      — Cuando termine, llame a este timbre de aquí y vendrán a abrirle.

      — Gracias.

        La mujer, pequeña y enjuta, está sentada en una silla con reposabrazos cerca de la mesilla de noche, apenas hay sitio en la habitación para más. Parece una anciana, aunque debe de tener la edad de su madre, unos 60 años. Está mirando hacia la ventana, cubierta con una cortina blanca con lamparones amarillos que apenas deja pasar algo de luz. Se sienta en la cama junto a ella y apoya una mano sobre su regazo.

        — Mari Carmen, ¿puedes oírme? Soy Amparo, la hija de Dolores. ¿La recuerdas?

          Gira levemente el rostro, sin modificar ni un ápice su expresión. No parece sorprendida por su ropa o su collar de pinchos, ni por su pelo cardado. Solamente la mira a los ojos. Amparo percibe un leve brillo en su mirada y permanecen así, en un cálido silencio, durante más de una hora. Hasta que una enfermera abre la puerta y le pide que se marche.

          Las visitas se repiten casi a diario durante varias semanas. Para entonces, la hija de los Cabanellas se está pinchando entre dos y tres veces al día, siempre en zonas no visibles, como la barriga, los pies o la ingle.

          Sigue sin haber respuesta de Mari Carmen, solamente ese brillo sutil en sus ojos cuando llega que, probablemente, no sea más que una ilusión. La necesidad de que escuche todo lo que le pasó en el colegio, que su madre la miraba sin mirarla, que su padre quería un hijo. 

          En casa las cosas no van mejor. Su padre está en bancarrota y ella ya no saca suficiente posando como modelo para pagar la heroína. Nunca ha robado a nadie que no sea su padre, nunca ha vendido su cuerpo, ni tenido que traficar. Nadie sabe de su adicción, siquiera sus allegados.

          Poco antes de morir y en estado de decadencia física debido a un fatídico cáncer de hígado, su madre le confesó que la obligaron a casarse tras ser descubierta yaciendo con Mari Carmen, el ama de llaves, que desapareció de la casa ese mismo día. Nunca volvió a saber de ella y no volvió a amar. Jamás recuperó el deseo. Sin atisbo de esperanza, en plena dictadura y con el yugo de los Cabanellas colgando de su cuello, se desprendió de todas sus inquietudes y se resignó a la esclavitud del matrimonio. Siquiera el nacimiento de su hija consiguió levantarle el ánimo.

          Es tarde para recuperar esas vidas. Amparo lo sabe. Ha llegado el momento de dejar de buscar una respuesta. Casi ha terminado la carrera de medicina y no hay nada en la vida que la seduzca. Volverá al lugar de donde no debería haber salido, pero no sin antes dejar testimonio, por las mujeres que han de nacer y para demoler lo que le quede de vida a su padre y a toda su familia.

          Escribe lo sucedido, con todo detalle: fechas, nombres y apellidos. Lugares, testigos y cargos de cada uno de los inquisidores. Dobla las hojas, las mete en un sobre, escribe la dirección del periódico “La Resistencia” y lo echa al buzón. Descuelga del despacho de su padre el retrato de la familia y se dirige con él al piso donde compra la heroína. Después, le hará la última visita a Mari Carmen.

          — Es un cuadro muy caro, de un conocido pintor, ya conoces la historia de mi familia.

          — Estoy seguro de que vale mucho y sabes que confío en ti, pero no tengo contactos, Amparo. No me será fácil venderlo. Te puedo dar cinco gramos.

          — Está bien. Cinco gramos son suficientes.

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