Había una vez, en los místicos y lejanos tiempos de Arabia, bajo el cielo estrellado de las Mil y Una Noches, un sultán gobernaba con sabiduría y justicia. Pero su visir, un hombre ambicioso y traicionero, ansiaba el trono. En una noche oscura, el visir urdió un complot y destronó al sultán, arrojándolo a las sombras del olvido. El joven príncipe heredero, obligado a huir, fue lanzado a la miseria más profunda.
El príncipe, cuyo nombre era Alim, vagó por días sin rumbo ni esperanza. Su corazón estaba lleno de tristeza y su mente, de confusión. En su deambular, conoció a un agricultor llamado Hassan y a un comerciante llamado Farid. Ambos, conmovidos por la historia del joven, decidieron unirse a él y probar fortuna juntos.
Primero, fue el turno de Hassan. Con su conocimiento de la tierra y su incansable trabajo, consiguió empleo en una zona de cultivos en un oasis cercano. Este oasis, conocido por sus palmeras datileras y sus exuberantes huertos, era administrado por un rico terrateniente que buscaba manos fuertes para trabajar su tierra.
Hassan trabajó desde el amanecer hasta el anochecer, arando los campos, plantando semillas y cuidando de los cultivos. Durante su tiempo allí, Hassan descubrió que el oasis no solo era un lugar de trabajo, sino también de secretos. Los agricultores locales le contaron sobre un antiguo tesoro enterrado bajo las dunas, escondido por un rey olvidado.
Una noche, movido por la curiosidad y el deseo de ayudar a sus amigos, Hassan decidió buscar el tesoro. Guiado por las estrellas y las leyendas de los ancianos, se aventuró en el desierto. Después de horas de búsqueda, encontró un cofre enterrado, lleno de monedas de oro y joyas. Sin embargo, en un acto de nobleza, decidió no tomarlo para sí mismo y lo entregó al terrateniente, quien, agradecido por su honestidad, le pagó cien dineros y le dio provisiones para él y sus amigos.
Con ese dinero, los tres amigos pudieron sobrevivir algunos días, compartiendo lo poco que tenían. Pero pronto, el dinero se acabó y la necesidad volvió a golpear a sus puertas.
Entonces, fue el turno de Farid, el comerciante. Con su astucia y habilidad para los negocios, decidió ir al bazar de una ciudad vecina, conocida por su vibrante mercado y sus oportunidades comerciales. Al llegar, Farid se dio cuenta de que el mercado estaba lleno de mercaderes experimentados y productos exóticos. Sin embargo, notó que había una gran demanda de especias raras que escaseaban en la región.
Farid, siempre perspicaz, decidió viajar más allá de las montañas hasta una tierra lejana conocida por sus especias. Después de días de viaje, llegó a una ciudad portuaria donde pudo negociar con los comerciantes locales y comprar una gran cantidad de especias a un precio razonable. Durante su estancia, se enfrentó a varios desafíos, incluidos piratas y tormentas en el mar, pero su determinación y habilidades de negociación lo llevaron al éxito.
De regreso en el bazar, Farid vendió las especias a un precio elevado, logrando ganar mil dineros. Los días de abundancia volvieron, y por un tiempo, la vida les sonrió de nuevo. Sin embargo, como en un ciclo inevitable, el dinero también se agotó y la pobreza los acechó una vez más.
Finalmente, llegó el turno de Alim. Desesperado y sin saber qué hacer, recordó las enseñanzas de su padre, el sultán destronado. Había sido educado para gobernar y tener fe en Dios, y decidió que era hora de poner a prueba esa fe. Se dirigió a la plaza principal del país donde se encontraban y comenzó a orar con fervor y devoción. Sus plegarias resonaban en el aire, y pronto, la gente se reunió a su alrededor, maravillada por la intensidad de su fe.
El fervor de Alim fue tal que la noticia llegó hasta el sultán local, quien decidió llamar al joven a su presencia. Al verlo, el sultán reconoció en él al hijo del sultán vecino, a quien le debía la vida por una antigua deuda de honor. Conmovido por su historia y su fe inquebrantable, el sultán decidió ayudarlo.
Llamó a su ejército y marcharon hacia el reino de Alim. La batalla fue dura, pero finalmente lograron recuperar el trono que legítimamente le pertenecía. Alim, ahora restaurado como sultán, no olvidó a sus amigos ni sus enseñanzas.
En la entrada de su ciudad, mandó colocar un letrero de oro que decía:
«Aquel que siembra la tierra, gana cien dineros; el que comercia, ganará mil dineros; pero aquel que pone su fe en Dios, es capaz de recuperar un reino.»
Así, Alim gobernó con sabiduría, justicia y fe, recordando siempre que en la adversidad, la fe y la esperanza son las mayores riquezas. Y bajo el cielo estrellado de Arabia, su historia se convirtió en una de las más bellas entre las Mil y Una Noches.
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