En las cercanías de un tranquilo pueblo montañoso, dos amigos, Lucas y Ana, decidieron pasar un fin de semana de aventura en la montaña. La belleza natural y la tranquilidad del lugar los atrajo, prometiéndoles una escapada perfecta de la rutina diaria.

Subieron la montaña, disfrutando del aire fresco y de las vistas impresionantes. Al caer la noche, instalaron su campamento cerca de un claro, donde encendieron una fogata y compartieron historias y risas bajo las estrellas. La serenidad del entorno los hizo sentir seguros, ignorando las viejas leyendas locales que hablaban de un asesino infame conocido como «Mil Caras».

Mil Caras era un asesino en serie conocido por su macabro ritual de arrancar la piel de la cara de sus víctimas y usarla como máscara. Su leyenda era un oscuro secreto que los aldeanos compartían en susurros, temerosos de atraer su atención.

La primera noche pasó sin incidentes, pero al día siguiente, mientras exploraban un sendero, Ana notó algo inquietante. Encontraron una vieja cabaña abandonada con señales de que alguien había estado viviendo allí recientemente. Decidieron investigar, sin saber que acababan de cruzar el territorio de Mil Caras.

Esa noche, mientras Lucas y Ana dormían, un sonido rasposo y metálico los despertó. Lucas salió de la tienda para investigar y fue emboscado. Ana escuchó su grito desgarrador y salió corriendo, solo para encontrar a Lucas tendido en el suelo, con su rostro grotescamente desfigurado y sin vida.

Desesperada, Ana corrió de regreso al campamento, pero Mil Caras la seguía de cerca. Con cada paso, su respiración se hacía más pesada, y el terror se apoderaba de ella. Mil Caras apareció ante ella, su rostro cubierto por la piel arrancada de Lucas, con una sonrisa torcida y ojos llenos de locura.

Ana luchó con todas sus fuerzas, pero Mil Caras era implacable. La atrapó y, con una precisión espantosa, comenzó su macabro ritual. El dolor fue insoportable mientras sentía cómo le arrancaban la piel del rostro, sus gritos resonando en la oscuridad de la montaña.

El tercer día, dos amigos más, Carla y Miguel, preocupados por la falta de comunicación de Lucas y Ana, decidieron ir a buscarlos. Llegaron al campamento solo para encontrarlo destruido y los cuerpos desfigurados de sus amigos. El horror los invadió, pero antes de que pudieran reaccionar, Mil Caras apareció entre las sombras.

La caza comenzó de nuevo. Carla y Miguel intentaron huir, pero el bosque parecía conspirar en su contra. Miguel cayó primero, su rostro arrancado con la misma brutalidad que las víctimas anteriores. Carla, atrapada y sin esperanza, encontró su final a manos del monstruo.

Sin embargo, Mil Caras no se detuvo ahí. Otros cuatro amigos del grupo, preocupados por la falta de noticias, se adentraron en la montaña. Cada uno de ellos encontró su destino en las garras de Mil Caras, el terror y el dolor grabados en sus rostros antes de ser despojados de ellos.

La última noche, Mil Caras se deleitó en su obra maestra. Los cuerpos de los ocho amigos yacían esparcidos, sus caras arrancadas y usadas como máscaras macabras. El silencio de la montaña era roto solo por los susurros del viento, llevando consigo el eco de los últimos gritos de sus víctimas.

Al amanecer, la montaña volvió a su quietud habitual. Nadie en el pueblo sabía qué había pasado realmente, pero el rumor de la tragedia se extendió rápidamente. Los habitantes del pueblo sabían que nunca se aventurarían en esa montaña de nuevo.

Y así, en la penumbra de los árboles y el murmullo del viento, se susurraba una verdad sombría: «Nadie los recordará porque todos están muertos». El asesino conocido como Mil Caras continuó su reinado de terror, y la montaña se convirtió en un lugar prohibido, un testimonio silencioso de las vidas brutalmente arrebatadas. 

Creado por: Daniel

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