La soledad espera un salto cuántico

La soledad espera un salto cuántico

LA SOLEDAD ESPERA UN SALTO CUÁNTICO

Cuando eras niño, desde la concreción de los conceptos sociales, estar solo en el patio de recreo, enfurruñado en un rincón, era la consecuencia de no tener amigos.

Tiempo después, el haber deseado tener un cuarto para ti solo en la preadolescencia o el esporádico “déjame solo/a” de la juventud, producto de la melancolía o el mal de amores, han derivado en una soledad como estado permanente.

Estar o sentirse solos/as ha pasado de ser una pose algo teatral a convertirse en una gruesa piel a capas que apesta a pringe y a fracaso, a auto sabotaje y a pluri engaño, pero sobre todo a indiferencia colectiva.

Valorando como se merece todos los libros, canciones, obras de arte y películas nutridas con los sentimientos de soledad, hemos llegado al punto en el que ansiamos y tememos a partes iguales el hecho de estar solos.

Nunca antes tuvimos una oportunidad de comunicación tan rápida y universal. Nunca antes tuvimos tan poco que decirnos. Si alguna vez fuimos gregarios y familiares, ahora nos hemos convertido en huidizos satélites que solo buscan la aprobación social en una macro mentira alienante en donde nadie se muestra como es, pocos dicen la verdad y el resto se miente a sí mismo sólo para ser aceptado.

Pero ¿Aceptado en qué? Nos han hecho creer que es señal de éxito tener una buena imagen digital. Una vida mostrada en directo, bien maquillada con filtros para conseguir muchos contactos, likes, visitas y comentarios. Tener Whatsapp, twitter, facebook, instagram y al final del día insomnio y dolor de cabeza por estar oportunamente bien conectados. Y hemos olvidado lo importante.

Y ¿Qué era lo importante?. Pues una única cosa. Aquí lo que se gasta es el tiempo. Pero no cualquier tiempo, sino el tiempo de nuestra vida. Ese que es la moneda más valiosa que poseemos.

Ese que perdemos diariamente atrapados en un ranking digital sin valor que se alimenta de conversaciones vacías y disputas absurdas.

El tiempo que no empleamos en cuidar a nuestros mayores, decir te quiero en vivo y en directo a los que amamos, y te entiendo a nuestro yo interior.

El tiempo que no empleamos en tener una conversación real, cara a cara, sin jajas ni emojis, a una distancia de metro y medio del corazón abierto.

El tiempo que no empleamos en aquietar la mente cuando acaba el día y hemos de enfrentarnos a nuestra incómoda verdad personal.

El tiempo, en definitiva, que no pasamos dejándonos acompañar mientras acompañamos a otros.

¿Por qué estamos tan solos? Porque el ruido, la inmediatez y la prisa están pensados para olvidar pensar.

Y pararnos un momento a reflexionar nos aterroriza.

Ser la rareza en medio de la homogeneidad nos aterroriza.

Y descubrir que al liberarnos de nuestras capas, el bebé interno que tanto ansiamos ocultar es raquítico y endeble. No lo hemos alimentado bien. No ha recibido a tiempo sus raciones de humanidad, de autoestima, de compasión, de empatía, de auto perdón…

Ocurre a veces que el estado de soledad se convierte en un estado de conciencia. Cuando hacemos un cambio discreto, aleatorio, y repentino en la energía mental de nuestra vida.

Ese día podemos elegir si queremos estar a gusto solos o sentirnos solos.


Para los primeros la soledad espera un salto cuántico. Un pararse en la acera invadida por una avalancha ansiosa, apresurada e indiferente y negarse a dar un paso más.

Con un salto de valentía arriesgarse a ser esquivado como un obstáculo, o aplastado como un gusano.

Y allí en medio de una marea de amenazas, sentirse único, poderoso, individual y a la vez unido a una energía humana y universal que no sabe que añora hacer lo mismo desde lo más profundo de su ser.

En una palabra, despertar.

Es ahí cuando la soledad deja de ser la letra escarlata del apestado, y se convierte en una suerte de crecimiento personal.

Es ahí cuando el artista crea, el filósofo reflexiona, el hombre corriente cuestiona y alguno de los demás duda si abrir los ojos a una visión personal y diferente.

¿Y el que se siente solo? Se rodea de falsos amigos, como de un ruido de fondo tranquilizador. Crea una imagen de sí mismo a la medida de otros. Se refugia en el amor incondicional de una mascota, habla con máquinas, se atonta con sucedáneos o hace estupideces para llamar la atención.

Vamos camino de convertirnos en una sociedad con valores decadentes, hedonistas y existencialmente melancólicos. Una sociedad en gran medida desubicada, antipática, prejuiciosa y sobrealimentada de imágenes.

Cada vez nos queda menos tiempo para confraternizar, mantener diálogos reposados y meternos en la piel del otro, que es en esencia nuestra propia piel.

La piel que viste a una sociedad como la nuestra, de espacios humanos tan plurales, de verbo fácil y abrazo espontáneo que no tiene ningún derecho a sentirse sola.

Aquí presumimos de ser anfitriones generosos, ciudadanos solidarios, amigos sin traiciones, hijos y padres entregados. De saludarnos en los transportes públicos, conversar en el portal de casa, llamarnos por nuestros nombres donde somos conocidos…

Nuestro carácter es de mar, de planicie o de montaña, según se tercie, pero nos une la misma distancia que nos separa.

Tan solo 45 centímetros de cercanía interpersonal son suficientes para el contacto físico, la lectura de sentimientos a través de la mirada, descubrir el sonrojo, el timbre de voz atractivo, el erotismo del susurro, el mapa de olores en la piel…

Si dejamos perder todo eso. ¿Qué es lo que obtenemos a cambio?: Una parte de la juventud sentada junta en un banco, absorta en su móvil, más equilibristas en la cuerda floja del suicidio, más madurez nadando entre fracasos, más personas ancianas dormitando en las ausencias, más silencios a voces que no plantan cara a una palabra que solo tiene dos estados y no son de Whatsapp

Estar a gusto solos, o sentirnos solos.

Y pongámosle a la imagen de nuestra vida el pie de foto que nos dé la gana.

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