La noche aún no se había cerrado sobre sí misma. Las estrellas y yo temblábamos a tempo. La luna y los pastos, más terrenales, nos miraban. Estábamos en el mundo.

Aquel verbo tan simple: estar. Existir, ser o estar, haber, hallarse.

Un pensamiento lleva a otro; la idea se presentó ante mí humilde, sencilla; quizás por eso la acogí sin dificultad. Fue una extraña convicción: la luna, los pastos, las piedras, los insectos, yo mismo, existíamos detenidos. El movimiento era ilusorio y todo acontecer, ficción.

Existíamos. Ni más ni menos que eso. Nos mirábamos existir.

Ahora sé que esas certezas no eran mías. Eran una donación que yo no había solicitado y que no podía rechazar.

No duró nada. Como un chico al que le arrebatan el juguete de las manos intenté pensar la idea una vez más. No pude. De qué sirve un pensamiento si cuando se lo llama no se manifiesta, no está ni vivo ni muerto, es un fantasma.

El episodio fue tan leve, fue tanto el tiempo transcurrido desde aquel día, que llegué a pensar que en realidad no había sucedido. Para no perderlo del todo lo escribí. Sé que la escritura lo desmerece, pero es lo único que pude hacer.

Quizás sea así, quizás no sucedió. Solo que a veces me nace una creencia incierta. Es, lo reconozco, estrafalaria, aunque es persistente. Creo que lo que me pedían las piedras, los pastos, los insectos, esa vez, era que me vaciara de mi propia voz y me llenara de las voces del mundo. Ser todos y ninguno. Salvo que nunca supe cómo hacerlo.

Mientras tanto me mantengo alerta. La esperanza la conservo, lo que no volví a sentir es la fe que tuve aquella noche.

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