Filius emeritus

Otro día más sin poder moverse.

La vista era el único sentido que tenía a su disposición. La última carta sobre la mesa.

Ellos habían intentado por ya demasiado tiempo lograr que pudiera volver a hablar; aparentemente no había caso.

Estaba semi acostado en su cama de una plaza, con tres almohadas en la espalda para mantenerse erguido. Sus pelos se encontraban pegados alrededor de su cuello, pero ya no le resultaba molesto. Lo que sí lo era, era el líquido viscoso que se encontraba pegado en su mandíbula, que se negaba a evaporarse.

El movió su mirada, como siempre hacía, intentando prepararse.

Espero horas, días, o quizás segundos; pues el reloj se encontraba muy a su derecha como para poder fijarse.

No supo después de cuanto escuchó la puerta gemir, regocijada de recibir visitas.

Allí estaba él, su barba perfectamente crecida, aun cuando su color carecía de toda vida. Un ojo entró, acompañado por su par, ambos claros, resaltando que tan vacíos podían encontrarse; más su boca era la que se llevaba su atención, la sonrisa perfectamente relajada y jovial le daba rabia, su perfección casi ocultaba los hilos que la mantenían esbelta.

El cuerpo en la cama no podía quejarse, decirle que saliera; no quería de todas maneras, que lo fuera a creer. Su voz era un mero recuerdo, probablemente ácida o cortante. No tenía manera de saber.

El Padre entró, apropiándose de la luz. Nadie se rescato de prenderla.

Se sentaba siempre en el mismo sillón, uno de cuero, incómodo y pegajoso. Su forma ya se encontraba moldeada para que el solo pudiera entrar, y así fue. Su mirada, como siempre, intentaba no dejar pasar ningún sentimiento, habló como si fuera lo más natural del mundo que el cuerpo en descomposición no pudiera responder.

Cuenta historias y conspiraciones, su boca llenándose de gusanos y polillas. Aun así actúa ofendido cuando no obtiene respuesta, o sonrisa.

Los gusanos suben sobre la cama, en busca de carne fresca, mas no la encuentran, no aquí. Humillante es, que el ambiente no sea siquiera digno de un par de insectos. Quizás se reconforten al encontrar el vómito a los pies de la cama, que aunque seco, es caluroso y nutritivo.

El cuerpo se encuentra como siempre, como una pila de desdichas no habladas. El olor que este desprende es inolvidable de las peores maneras; ese tipo de hedor que se impregna en cada parte de tu ser, que penetra cada prenda de ropa, arruinándola de por vida.

Quizás es por eso que Él aguanta la respiración mientras lo observa.

Hoy el Padre tiene una tarea, aparte de frustrarse eternamente. Trajo comida para el cuerpo, una especie de ensalada con pimiento o granada. El cadáver siempre fue alérgico a la granada, aunque supone que debe estar agradecido por tener la oportunidad de ingerir algo que no sean sus propios fluidos.

Quizás el Padre no sepa sobre su pequeño capricho, aunque bien puede recordar estar sentado con él en la clínica mientras le daban las malas nuevas. Quizás no lo recuerde. “Siempre está tan ocupado” se dice.

Saborea cada bocado con el amor y dedicación de un abogado viendo su nuevo caso; voraz de aprender que le encomienda este nuevo cliente, sabiendo que muy probablemente sea solo otra mala experiencia. Sus mejillas sonrojadas al sentir el sabor de algo diferente, una dulzura mortal que se convierte en ese momento en su adicción menos dañina. Las semillas de la fruta se deslizan por su garganta sin dificultad, una cruel broma de la suerte. Ni un ahogo, ni un atragantamiento.

Las arrugas en su cara no parecen cicatrices, como tantas otras veces; más bien un camino de regocijo que se extiende sin vergüenza. Su piel parece levemente más tersa, aunque mantiene ese maldito color gris. Queriendo encontrar progreso uno solo puede encontrarle más fallas. Miralo, no hay manera de no recordar pandemias cuando ves su pequeño cuerpo, uniéndose en lugares que no pueden ser considerados humanos.

¿Pueden sus labios sangrantes no recordarte a cortaduras? esas que se forman por el desprecio de una navaja siendo apuñalada una y otra vez.

¿Pueden sus ojos desteñidos no asemejarse al agua estancada? esa que misteriosamente aparece en los lugares más recónditos de una oscura cueva.

El moribundo quiere preguntarle si hoy le darán un baño, ya van Dios sabe cuantos años desde que tocó una gota de agua. Él está seguro de que el Padre piensa que los baños son responsabilidad de su otra mitad, y que la otra parte piensa exactamente lo mismo.

Lo que daría él por un sifonazo de soda en la cara.

Lo que daría el por que se comunicaran.

Como si no pasara una y otra vez lo mismo, el Padre se levanta, aburrido por la poco fructífera conversación. Yéndose murmurando quejas. Ya no dolían, aunque eso no impedía que la luz reflectara en los ojos del cadáver una mínima lágrima, una bilis podrida y corrosiva.

Los ojos de la criatura siguieron la puerta mientras era cerrada, posándose en una mota de polvo en el piso. No podía levantarse y barrerla, aunque sabía que eso era solo una excusa.

Luego siguió con su rutina.

Como todos los días, vino Ella. Hoy había sido rápida, quizás estuviera preocupada, quizás habían fallado sus planes. Fuere lo que fuere, él no podía preguntar.

Cerró la puerta detrás suyo.

Su mirada era menos odiosa, sus ojos no intentan disimular su tristeza, aunque era difícil de descifrarlos detrás de aquellas gotas gordas y turbias. No sonreía, su boca era deprimente, labios besados por el sol, amenazando con mostrarle su amor en forma de tumor. El enfermo no sabía cómo eran sus dientes, ya que casi nunca hablaba, parecía reacia a comunicar; como si una simple palabra tuviera el poder de derrumbarla.

La Madre no se sentó; nunca lo hacía, aunque siempre parecía una sorpresa que pudiera mantenerse de pie.

Lanzaba miradas confusas o reprochantes a su hijo, entendía el peso de su dolor como si fuera el suyo; quizás lo era.

Ambes sabían que él necesitaba un doctor, necesitaba medicina, gotas, electroshock. Lo que fuere, lo que se necesitara para recuperar su luz.

Pero la vista no era reconfortante.

El moribundo reaccionó ante la borrosidad de su vista en ese momento, era posible que recién apareciera, como también lo era que se acabara de dar cuenta. Al fin y al cabo, uno no puede concentrarse en lo astillado de los remos cuando todo el barco amenaza con hundirse.

Una mosca, una sola mosca sale de su ojo y quizás todo se solucione entonces, más el picazón que se apodera de su sistema no se siente como un descanso, justo allí es cuando empieza a odiarla a ella. Pareciera que cuando aparece desgracia la persigue, pero… Ella parece tan desdichada al darse cuenta. Es imposible e irracional, se dice el cuerpo.

La Madre parece una garrapata, aferrada a la esperanza de que quizás todo esto pase, de que sea todo un sueño o una fea e ingrata mentira; ¿podría acaso ella volver en el tiempo y educarse? dar marcha atrás a cada uno de sus errores y darle una mejor vida a lo que alguna vez fue un ser vivo. En su mirada se encuentra ahora resentimiento, aunque no se mira a sí misma, observa la ventana en la que se encuentra el Padre, sonriente, como siempre.

El ser humano que se encuentra inmovilizado y mudo intenta comprender lo que lo rodea, pero a este punto no puede hacer más que dejarse llevar por la marea, y eso está bien. Tiene que estar bien, no puede hacer nada más. Tiene llantos atravesados en la garganta y gritos que retumban en su cabeza; acaso se merece esto? no es justo, nada de todo esto lo es. No es justo que él no pueda levantarse y darse un merecido baño, que no pueda decirle en la cara a ninguno del par lo que verdaderamente necesita; no es justo que no pueda llamarlos juntos a su habitación y obligarlos, por primera vez en décadas a mirarse a los ojos. Está angustiado y no puede hacer nada al respecto, no puede siquiera apretar la mano para demostrar su odio, su enojo. No puede hacer nada.

Y eso es lo que le cuesta entender, para este punto ya lo ha pensado millones de veces, ¿qué sentido tiene seguir aferrado al resentimiento?

Ya está.

Esta es su vida.

Un sentimiento agrio, como leche podrida, le pasa por todo el cuerpo. Tiene que tragarse lo que sea que sean esos sentimientos.

Sus respiraciones se calman y dejan de generar la vida que irradiaban minutos antes. Parece más muerto de lo que nunca antes estuvo, aunque él no lo sabe.

Su madre parece asustada, pero no puede diferenciar entre ello y su estado rutinario. Es posible que sus ojos siempre se encuentren igual de desorbitados, sus arrugas igual de marcadas (cicatrices de sus sentimientos) o sus dedos igual de dislocados. Sea cual sea la razón, no parece poder aguantar otro momento con el olor, o con la estética vista.

Se retira de la escena tan tristemente como apareció.

El entrecierra los ojos. Ya no tiene nada más que hacer.

El siguiente amanecer apareció y con él los pájaros gritaron.

El humano se despertó como había hecho millones de veces.

Abrió los ojos y pensó.

Otro día más sin poder moverse.

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