Figuras serpenteantes de colores vivos. La arcilla como material de creación divino en manos de pequeños dioses de piel y hueso. Cuerpos de mujeres sin piernas. Narices sin agujeros. Caballos con trompa. Elefantes con gafas. Todo es posible si cabe en la imaginación. Y la imaginación es un continente sin fin.

Las témperas han ido creando un nuevo paisaje en la mesa. Montañas azules, ríos amarillos y pastos rosas sobre los que pacen animales de todo tipo. No parece haber consenso en la distribución ni en los colores. El pequeño Zeus sumerge el pincel en un cuenco de agua tibia. Entonces se produce el big-bang. Un arcoíris acuático de colores brota del cuenco y agrede sin piedad a seres y objetos. Son varios los niños que reciben una buena dosis de color en sus caras. Ninguno se ofende. Nadie protesta. Solo sonrisas y buenas caras. Salvo una. La de Ares.

Con un pequeño pañuelo se retira el agua de sus ojos. Frunce el ceño y mira con rabia a Zeus. Balbucea algunas palabras sin sentido y deja caer su brazo derecho con furia encima de la mesa. El rotundo golpe de Ares ha hecho que salten por los aires los cimientos de la pequeña civilización. Es sólo el comienzo de una ardua batalla. Ares comienza una tormenta de colores que recorre toda la mesa hasta llegar a Zeus. Éste le responde con unos vientos huracanados de confeti que parecen haber vestido de gala las tierras de aquel pequeño mundo.

–¡Tú, malo! –grita Zeus a su pequeño amigo.

La contundencia del mensaje hace que Ares retroceda y se ponga a llorar. Afrodita se le acerca con rostro dulce y rodea el cuello de Ares con su brazo. Vivo ejemplo del instinto maternal. Afrodita apretando el cuerpo de Ares contra el suyo. Como si de una enredadera se tratase intentando sostener un muro de piedra. Sus frágiles brazos han logrado su cometido. Ares yace ahora en ese estado de paz que solo podemos alcanzar después de haber expulsado nuestros demonios a través de los ojos.

Artemisa sostiene un trozo blanco de arcilla y lo balancea de adelante hacia atrás con sus manos, de manera que va adquiriendo una forma circular. Los pequeños cráteres de su superficie son el único obstáculo para considerar aquella esfera perfecta. De repente, se levanta y la lanza a lo alto ante la jubilosa mirada del resto de niños. La esfera se mantiene ahora inalterable y rígida allá en la altura. Todos lo celebran dando vueltas alrededor de la mesa. Como si hubieran logrado una epopéyica victoria.

De repente, un fuerte sonido los sobresalta a todos y hace que sean conscientes de la realidad. Parece como si un barco fuese a arribar a puerto. El nerviosismo atraviesa el cuarto. Saben que algo está a punto de ocurrir. Saben que su tiempo se acaba. Todos quieren permanecer allí un poco más y hubieran hecho cualquier cosa para conseguirlo. Desgraciadamente las cartas ya están echadas y no hay nada que ninguno de ellos pueda hacer para cambiar su destino. Al fin y al cabo, saben que no es el fin. Que habrá otras oportunidades. Admiran por última vez su creación antes de que llegue la destrucción. Recorren sus ríos con la mirada. Sus montes. Sus tierras. Entonces la puerta se abre. La diversión se ha terminado.

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