Lejos del ajetreado ritmo de la oficina, en la soledad y paz de la cabaña, navego distraído en la web disfrutando de mi descanso. Miro por la ventana la nieve que ha caído hace unas horas salpicando el jardín con sus copos blancos. La pava, en la antigua cocina de hierro, silba y me da la señal para ir a apagarla. Escojo un té frutal, uno de frutos rojos que inunda con su aroma el lugar sumergiéndome en un prado de frutas maduras. Sin embargo, estas fermentan en un instante al interrumpirse la tranquilidad: el perro del vecino, de tamaño mediano, ha comenzado a ladrar y una vez que empieza nunca se sabe cuando finalizará; debía prepararme para soportar el martirio una vez más.
Regreso al escritorio, intento concentrarme en la lectura, pero ese ruido punzante me taladra la cabeza. Doy un sorbo al té en forma apresurada, quemándome la lengua. Soplo la superficie de la bebida, sólo un poco, levemente, levantando un pequeño oleaje. Los estruendos continúan y la brisa muta a temporal, los estampidos arrecian. La tempestad desatada blande olas que golpean con furia el costado de la taza, derramando el contenido. Maldigo la marejada que me cae sobre el pantalón. Apoyo la taza en el escritorio y con la cuchara creo un pequeño remolino intentando enfriar el líquido y mi ánimo. Volteo la vista hacia una de las ventanas y observo el paisaje. Algunas lengas mueven las ramas al son del viento ocultando su desnudez, otras tapándose los oídos ante el bullicio desatado.
Desvío la atención al escritorio. Lo recorro con los dedos percibiendo la textura y suavidad de sus líneas. Es un buen mueble de madera, de algarrobo, pesado. Debe tener sus buenos años, como lo indican el desgaste de distintas y pequeñas ornamentaciones donde el polvo acumulado se estremece sacudido por los ladridos. ¡Ese sonido seco, hosco, áspero raspa cada tronco pugnando por conquistar el silencio de la morada desbaratando mis intenciones!, ya que el propósito al escapar de la ciudad había sido alejarme de los bocinazos ansiosos del tránsito; de los conciertos metálicos de las construcciones; de las alarmas vociferando, sobre todo en fines de semana largos; y del eco fastidioso de «ellos». ¡Iluso de mí al creer que no estarían aquí!
Los minutos transcurren, el aislamiento acústico de los troncos se muestra insuficiente ante el volumen ensordecedor de los ladridos. La pava, sobre la hornalla apagada, dejó de chillar hace rato, pero un silbido sordo, que me seca la boca, se entremezcla al alboroto; el aire fluye veloz entre mis dientes. Mi paciencia se consume como las llamas de la chimenea.
Procuro ocultar el suplicio con música, pero se entromete desafiante bajo los acordes, descompasando el ritmo y mi pulso. ¿Cómo lo soporta Leonardo? La única cuña irritante en la tranquilidad de la vecindad, a metros de mí, y si esbozaba una queja conocía la respuesta: «Es un perro, los perros ladran; nosotros hablamos, ellos ladran». Exponiéndome, además, a quedar como un antisocial.
Las manecillas del reloj avanzan y nada cambia. La sala se estremece, ya por el alboroto del perro, ya por el eco en las montañas que ocultan el rostro tras las nubes para que no las vea reír socarronamente por lo inútil de mis lamentos. Presos de una gravedad incontrolable, mis puños salen despedidos de arriba a abajo contra el escritorio que en respuesta hace volar la taza al suelo. ¿Cuánto más? Mi razonamiento se obnubila y comienzo a pensar en terminar con aquello a como de lugar.
Con los latidos tamborileándome el pecho, preso de la incertidumbre, un temblor repentino se adueña de mí y entonces sólo una idea fija se instala en mi cabeza. Tengo que proceder de inmediato, sin demoras. Alzo la vista buscándola, observando los objetos sobre la chimenea y las paredes, que cuelgan aturdidos, opacos. Un lugar cercano a la ventana, al brillo del sol, oculta la respuesta en el interior. Camino hacia ahí, abro el armario y tomo por el mango el instrumento cuyo afilado y cortante acero, sacado del ostracismo, resplandece bajo la luz que penetra desde fuera. Antes de salir, me abrigo con la campera que descansa en una silla.
Me dirijo a la puerta y la abro con violencia, doy unos pasos presurosos hacia el exterior y, decidido, me detengo frente a mi objetivo. El animal, ante mi presencia, incrementa los ladridos. Cual verdugo dispuesto a cumplir con el deber frente al sentenciado, levanto el hacha por encima de la cabeza a la vez que veo, por el rabillo de los ojos, a Leonardo salir presuroso de su casa.
—¡No!, ¡no! —brama desesperado.
Enceguecido y con un milimétrico y liberador golpe descargo toda mi furia; oigo un fuerte y áspero crujido. El animal deja escapar un aullido lastimoso que estremece las montañas.
—¡Qué hacés! ¡Basta! —grita fuera de sí Leonardo.
Sin distraerme, desclavo el hacha y la alzo otra vez alentado por mi éxito inicial dispuesto a desquebrajar cualquier resistencia que quedé. Y así, inmisericorde, descargo un segundo golpe. Siento un nuevo crujir sobre esa superficie inerte y como el filo se abre paso sin contemplaciones.
Ya no se escuchan alaridos lacerándome los tímpanos. Doy un suspiro, con el alma sosegada. Me detengo conforme con el trabajo, observándolo satisfecho, mientras Leonardo vocifera:
—¿Te vas a callar de una vez?, ¡loco de porquería, hace dos horas que estás ladrando!
En la mano carga un viejo trapo con el que castigó al animal y que sostiene ahora en alto amenazando con repetir el golpe. Mientras, este permanece acurrucado y avergonzado sentado en cuatro patas a sus pies.
—Hola, Fabio, cortando leña para el fuego, ¿eh? — dice, volviendo la vista hacia mí.
—Sí, no me di cuenta y se apagó. Ya empezaba a tiritar —contesto mientras doy otro hachazo y agarro los trozos finos que utilizaré para encender el fuego y los gruesos para mantenerlo vivo, junto a un par de leños completos.
Pobre perro, ¡no debería dejarlo afuera con este frío!
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