Lo que nos queda por aprender

Lo que nos queda por aprender

DeSoto

14/02/2024

Ese día turbulento, con el sol eclipsado por grises nubes, me encontraba atrapado en una tormenta de preocupaciones provocada por la pérdida de mi tarjeta de débito.

Mientras mi mente exploraba un abanico catastrófico de posibles escenarios, en el asiento trasero del auto, María, de apenas 4 años, observaba la angustia reflejada en mi cara a través del espejo retrovisor, sin comprender la transformación emocional que sufría su padre.

Comenzó a llover. Recorrimos la ciudad exhaustivamente en busca de la tarjeta. Nos mojamos inevitablemente en cada intento fallido. La lluvia sólo lograba multiplicar mi ansiedad. La inocencia inquisitiva de María no podía asimilar tal metamorfosis.

La tarjeta nunca apareció. A pesar de los truenos y el ruido provocado por el aguacero sobre el techo del auto, que hacían exasperante escuchar la monótona voz de la operadora, gestioné los trámites para bloquear la tarjeta desde el propio automóvil. María hacia preguntas. Ella solo buscaba entender algo que le parecía inexplicable. Cada consulta recibía respuestas bruscas, sin percatarme cuanto la afectaba. Mis respuestas cortantes y mi mal humor replicaban cada una de sus tímidas interrogantes. María dejó de hacer preguntas, se sumió en silencio, y sus ojos se esforzaron por no soltar ni una lágrima; sólo deseaba que todo volviera rápidamente a la normalidad.

Finalmente, regresamos a casa con las manos vacías y mi frustración como un pesado fardo. Al sentarme en mi escritorio, sumido en pensamientos negativos, María se acercó tímidamente. Extendió sus pequeñas manos en las que sostenía una moneda. Su única moneda. «Para que no estés triste, papi», dijo sin apartar la mirada de mis ojos. En ese momento, una ola de emoción y remordimiento me invadió. Mis lágrimas brotaron mientras la abrazaba.

La tormenta se disipó.

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