El negro Potes nació a final del año 1987, durante dos días largos estuvo atravesado en el útero de su madre, doña Etelvina, quien vivía con sus seis hijas en una casa construida sobre horcones de mangle y con paredes de esterilla, ubicada al final de un puente de madera maltrecho y tambaleante, que resistía por encima de una pila amontonada de escombros y basura maloliente a orillas del mar.

El día de su nacimiento, su madre pujaba tumbada sobre el mismo catre donde había dado luz a sus seis hijas mayores, quienes esperaban fuera de la casa, espantadas por sus lamentos durante el parto.  Con la mirada extraviada por el sufrimiento, doña Etelvina sentía que se le rompía el cuerpo y solo podía morder un trozo de caña para contener el dolor.  Su comadre, una vieja partera, le ayudaba, pero no había mucho que pudiera hacer.  No tenía trapos limpios y ni siquiera tenía agua potable para calmarle la sed.  Doña Etelvina se desangraba, hasta que por fin el negro Potes salió de nalgas, recogido, como si estorbara.  Nació sin un llanto, con los ojos abiertos y una mancha morada en la espalda que le cubría medio lado, desde el hombro izquierdo hasta el trasero.

Etelvina, casi desmayada y con la boca reseca, lloró por ambos cuando lo tuvo entre sus brazos.  Lloró de una forma desconsolada y profunda, como si tuviera el presentimiento de que su hijo hubiera nacido con un destino marcado por la fatalidad.  Luego se contrajo y se quedó lívida.  Sintió como si se desgarrara por dentro y un escalofrío le cubrió por todo el cuerpo.  Miró a su hijo tendido sobre su pecho, mirándola, pero no alcanzó siquiera a darle la bendición y murió inundada en su propia sangre.

A los siete años el negro Potes se hizo adulto.  En la noche de sus cumpleaños, un siete de diciembre, miraba desde lejos como sus hermanas cargaban una balsa hecha con dos canoas, adornadas de banderas de papel, faroles de plástico y las esquinas iluminadas por antorchas de madera, estopa y petróleo.  En el centro, junto a una imagen de la Inmaculada Concepción, habían colocado una copia del único retrato que conservaban en buen estado de su madre y un ramo de crisantemos blancos.  Cada año conmemoraban así la muerte de Etelvina.  Pero esa noche, antes de la ceremonia de la balsada, habían amenazado al negro Potes, que si lo veían merodeando cuando regresaran lo iban a sacar a machete de la casa.  Lo culpaban de todas las desgracias, de la muerte de su madre durante el parto cuando apenas tenía cuarenta y siete años, con 7 meses de embarazo producto de una violación. También lo hacían responsable del incendio del rancho por una vela caída durante una noche fortuita, donde su padre, demasiado borracho para huir, falleció consumido por las llamas.  La lista era larga y el negro Potes no tuvo más remedio que hacerse adulto.

Desde ahí creció con tanto rencor en sus venas, que a pesar de la maldad que desparramó por la vida nunca pudo aliviar ese dolor interno de haber sido despreciado por su familia.  Ni siquiera tuvo nombre.  La mayoría lo conoció solo como el temible negro Potes, el terror de Sanyú; otros lo conocieron simplemente como Morado, el descuartizador.

El negro Potes sólo alcanzó a cumplir 27 años, cuando su vida de bandido y criminal fue cortada de un tajo en la misma noche de sus cumpleaños.  Embriagado mientras celebraba su propio bautizo, intentaba abusar por la fuerza a una niña del barrio cuando recibió siete disparos a quemarropa y luego siete puñaladas a traición.  Su cuerpo se retorció sobre la cama hasta que murió tal como vino al mundo, desnudo y recogido como si estorbara, con los ojos abiertos sin un solo quejido, y con la mancha morada en su espalda ahora completamente cubierta de sangre.

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