HE ROBADO ESTOS JACINTOS PARA TU CUMPLEAÑOS

HE ROBADO ESTOS JACINTOS PARA TU CUMPLEAÑOS

Carla Rovira Pi

31/01/2024

Me diste jacintos por primera vez hace un año;

me llamaron la chica de los jacintos,

tus brazos llenos y tu pelo mojado, no podía

hablar y me fallaban los ojos, no estaba ni

vivo ni muerto, ni sabía nada,

mirando el corazón de la luz, el silencio

(T. S. Eliot)

No tengo todo el aspecto que quisiera tener.

Al mirar hacia fuera del cajero veo a ese hombre mustio y desaliñado. Veo ese sombrero de paja agujereado y una cara vieja con áspera barba de varios días. Si me fijo bien veo unas grandes bolsas bajo sus ojos y por supuesto, veo esas arrugas que tan solo indican el paso del tiempo. Un tiempo lleno de sufrimiento y vacío. Ese soy yo. Y más allá veo a un ejecutivo que pasa altanero con su corbata y su traje planchado. Ese sería yo si no hubiera caído en la tentación; en esa dramática y cara tentación que significa el cannabis y demás drogas para mí. Ojalá nunca hubiera caído en esto que algunos consideran enfermedad. Una enfermedad cara que tan solo ha significado la ruina de mi familia y la mía propia porque sí, estoy en la calle y duermo en este frío cajero. No quiero ir a un albergue.

Algunos miembros de mi familia, que están como muertos para mí no quisieron ayudarme. ¿No podrían haberme mandado a un centro de desintoxicación? A quien añoro de verdad es a mi hermano Lucas. Él sí era noble y buena persona. Hacía esos gruñidos y daba esos arañazos cuando rozábamos pero era bueno. Y siempre quiso ayudarme pero no podía. Él sí era un buen hermano. No sé cómo seguiré adelante sin su presencia. Lo echo a faltar. Si un día me curo y salgo de la calle lo primero que haré será ir a verlo para retomar la relación. Aunque, ahora no quiero que me vea en este estado y prefiero que crea que estoy viajando por el mundo y que no hay ningún problema. No quiero que sepa la verdad. Estoy demasiado avergonzado de mi estado.

Y desde que duermo aquí no tengo a nadie con quién hablar. No puedo entablar conversación con nadie. De hecho, no quiero que me vea nadie. No quiero que me vea ese ejecutivo mientras me asomo tras el escaparate de cristal. ¡Por Dios! ¡Que no me vea! Se acerca… Tengo mis cosas en este antro. Al menos, debería poner orden antes de que salga el sol. Lo voy a hacer por Marta ya que lleva esa vida más organizada que la mía en ese lugar donde la mantienen ocupada y la ayudan a encontrar trabajo y a subir arriba su autoestima. Creo que la mía está muy abajo. Marta y yo en este mundo desolador… ¡Se acerca! Y además me hace sentir fatal porque todas las mañanas me ve salir del cajero y siempre me ve solo. He entrado en una espiral: si estoy solo me ven solo y si me ven solo más aislado me siento y más me aíslo.

Lo que tengo que hacer es animarme y ordenar las cosas que están por aquí desparramadas antes de que alguien entre a sacar dinero o a hacer una gestión. Antes de que vengan los trabajadores del banco y me echen. Y como soy un desecho social para ellos, puede que incluso me saquen educadamente; pero a la vez con frialdad. Y en ese caso me sentiría fatalmente fatal. Saldría de este habitáculo con la cabeza inclinada hacia abajo y mirando al suelo; con esta pinta de dejadez.

Doblo las mantas antes de que alguien entre; antes de que salga el sol. Arrincono los cartones que sirven de aislante del frío nocturno y pongo orden. Lo dejo todo a un lado. No soy tan mala persona. Arreglaría el cajero si tuviera agua limpia, jabón y una fregona. Soy un desecho social. Ni siquiera mis circunstancias permiten que me sienta bien con el resto de la sociedad. No puedo ser socialmente hábil. Y el rechazo y la sensación de abandono se agudizan más. ¡Qué mal me sabe! Esta es una razón más por la que quisiera ser invisible.

¡Ay Dios! Ha entrado una chica con una tarjeta de crédito en la mano. Quiere sacar dinero. Me siento en el suelo, me doy un abrazo a mí mismo y me siento en un rincón mirando hacia abajo para que no se fije en mi cara. Entra muy decidida. Ella hace como que no me ve y yo hago como que no la veo y así paso el mal rato un poco más aliviado. Así es como si negara la realidad. Ojalá se vaya pronto. Ojalá saque su dinero. ¡Qué horror! Me mira de reojo. Por suerte, ha sacado su dinero y se va por donde ha venido.

Mis cosas ya están ordenadas. Parece que sale el sol porque se ve más luminosidad a través del escaparate del banco. Me asomo a la calle con algo de frío. El frío cala en los huesos y por esta razón estoy lleno de artrosis. Todo ha ido a peor desde que me echaron de casa. Pero, no. Decididamente no quiero ir a un albergue. Me asomo a la calle. No se ve mucha gente a estas horas de la mañana. ¡Genial!

No sé en qué día vivo; casi no recuerdo el mes. ¿Será marzo? ¿Tal vez abril? He perdido la noción del tiempo. Ni si quiera sé en qué época del año estoy. Por las noches paso frío aunque aún no he vivido una noche de nieve. Eso sí sería demoledor. Pero el frío no me molesta demasiado. Al menos, me recuerda a esos días en mi pueblo junto al puerto, cuando esperaba la barca de mi padre que venía de faenar. El aire fresco me recuerda al desierto de agua salada que acompañó a mi infancia. Aquellos días en los que a las seis de la mañana esperaba impaciente a papá para que juntos fuéramos a la subasta de pescado y así yo aprendía el oficio.

Pero todo fue en vano. Me acompañaron malas influencias durante mi adolescencia con las que conseguí engancharme a las drogas cuyos efectos parecían maravillosos al principio. Ahora me han dejado sin familia y en la calle. Añoro a mis padres. No puedo evitarlo.

Mi madre, mi padre, mis hermanos y el resto de personas con las que convivía como compañeros de trabajo y amigos me han dejado aquí tirado. Nada quieren saber de mí. Soy un fracasado. No he conseguido mantenerme a flote.

¡Socorro! ¿Será esa sombra la de alguien que viene a echarme una mano? ¡No quiero ayuda de nadie! Soy una persona madura y autosuficiente. ¿Y si le pregunto qué día es hoy?

Se me ha ocurrido una idea. Me acerco al quiosco y miro en el contenedor que hay detrás ahora que hay algo de luz solar. Con mi tesoro, ese palo de escoba que llevo a todas partes y que encontré tirado en un callejón puedo revolver en la basura y es posible que encuentre algún periódico actual que me indique cuándo vivo. Salgo del cajero y lo hago. Pero, disimuladamente porque me ve el quiosquero que acaba de abrir. Al desprender la tapa me viene un olor a podredumbre como de mercado al atardecer. Un olor a mercado al final del día con todos esos desperdicios flotando por los alrededores, en días de verano. Por suerte, sólo está el quiosquero a estas horas de la mañana. Sólo he encontrado a la chica de la tarjeta, al ejecutivo y al mismo quiosquero. Por lo demás, la plaza está desierta.

Miro la fecha del periódico. Hoy es martes, tres de marzo de dos mil dieciocho. ¡Claro! ¡Es tres de marzo y el cumpleaños de Marta! ¿Cuántos años cumplirá? Luego, cuando venga a verme a la plaza y tomemos el sol juntos podré felicitarla. Debería hacerme con algo para regalarle.

Marta es mi familia y mi mejor amiga. Su tema de conversación no es otro que su misma obsesión: el mar. Siempre habla de sus salidas en cuatro veinte, en patín catalán, en catamarán y sus largos en windsurf antes de que cayera en el alcohol. Junto a ella la sensación de vacío que alberga mi interior parece disminuir.

Me ve. Me ve el quiosquero leyendo el periódico. Es posible que piense que lo he robado. Mejor me pongo en la otra esquina a leerlo. Lo malo es que cada vez pasa más gente que va a trabajar y por desgracia me ven. No soy invisible. Eso acrecienta mi sensación de aislamiento y abandono. Es esa maldita espiral en la que he caído.

Al menos hoy es un día mágico porque el cielo, que ya clarea, está despejado de nubes y Marta va a venir a verme y yo podré felicitarla. Y aquí, en este banco escondido en un rincón de la plaza, detrás del quiosco leo un artículo sobre los piratas de Somalia. Con este artículo podré entablar una agradable conversación con ella. No hay palabras para describir esa pasión por el mar que nos une.

Ojalá tuviera dinero para comprarle algo. La adoro. Es una desgracia que nos hayamos conocido en estas circunstancias. Si hubiera tenido un hogar habría podido invitarla a cenar. Y con el tiempo, podríamos ser pareja. Eso es imposible. Pero es a ella a quien más he querido. La calle, la pobreza y el mar nos ha unido en unos vínculos infranqueables. Si tuviera un hogar ella podría vivir conmigo. Le haría un pastel de esos que hacía mi madre y le regalaría flores. ¡Eso! ¿Cómo podría conseguir unas flores para ella?

Tengo unas monedas y dos opciones. La primera, con ese dinero iría al Aroma y tomaría un sabroso y motivador café que tan bien me sienta. La segunda, ir al florista más chulo de esta plaza cuando abra y comprarle unos jacintos. Como sobra tiempo, creo que voy a ir a tomar ese café ahora que no hay mucha gente en la cafetería. No va a ser demasiado cortante. Y después, se me ocurrirá un plan para conseguir los jacintos.

Desde luego, no puedo renunciar a ese café ya que ayer me costó vida y milagros conseguir esas monedas. Tuve que mendigar cosa que va contra mis principios; pero si no quiero ir al albergue tengo que encontrar la alternativa para sobrevivir. Ese café, tan poderoso, me llena de ilusión y hace que por unos momentos piense en que mi vida va a cambiar. Igual que giró para mal podría girar para bien y un día podría llegar a tener de nuevo un hogar y un trabajo.

Entro en la cafetería con mis monedas en la mano. La camarera no pone buena cara porque ve mi aspecto de barba de dos días desaliñado. O ¿Será que está de mal humor? ¿Será que son las siete de la mañana y tiene que servirme somnolienta? A mí tampoco me gusta el aspecto que traigo, pero menos me gusta la camarera con cara de cuatro metros. ¡Soy una persona y tengo el mismo derecho que cualquiera! La única diferencia es que duermo en ese cajero de ahí. Pero por dentro soy exactamente igual que cualquiera: el hijo de un pescador. Una persona honrada. Sólo tuve malas compañías, caí en el vicio y me echaron de casa. Pero, un día me recuperaré ¡Por Dios! Entra alguien en el bar y me va a ver. Miro al suelo. Me trago ese café de un solo. Dejo las monedas exactas en la barra y me largo. No quiero estar con gente.

Me siento en un banco de la plaza y observo la cafetería y el quiosco y la tienda de plantas. Empieza a verse más movimiento. Unos van y otros vienen. Es gente normal con sus vidas y sus trabajos. Y creo que Marta ya debe estar despierta. Si pudiera llamarla podría felicitarla y ser el primero. De todas formas, hemos quedado más tarde aquí en la plaza y podremos tomar el sol juntos.

La tienda de plantas abre a las nueve y yo he quedado con Marta a las diez. Hace frío. Tendré que aguantarme. Sin embargo, el café me ha sentado bien. Ahora veo la vida de otro modo. ¿Y si fuera al albergue y aceptara las normas? Sólo sería complicado que yo tomara esa medicación para la epilepsia. Además, si sigo en la calle en cualquier momento puede darme un ataque. Debería planteármelo. A mí, lo que no me gusta de los albergues son los trabajadores. En cambio, los voluntarios, que lo hacen todo por amor al arte, esos sí son buenas personas. Debería ir al albergue y pasar de los trabajadores. Tengo que sobrevivir a esta desgracia. Podría dejar el vicio y tal vez, mi familia me aceptaría de nuevo.

Podría comprar una barca y salir a faenar al amanecer todos los días. Como mi padre, podría ir a vender el pescado a la subasta. Sé incluso dónde encontrar percebes y dónde venderlos. ¡Lástima! No tengo dinero para invertir. Si tengo ese plan es posible que en Cruz Roja me ayuden en mi empresa.

Uff!! Horror!! Ha pasado una chica junto a mí. Si estuviera en el albergue podría darme una ducha y llevar ropa limpia y esto no sucedería. Al menos, pasaría desapercibido. Podría montar mi empresa de mar.

Aún falta tiempo para las nueve. Ya son las ocho. A las nueve intentaré conseguir esos jacintos y a las diez, con el sol de invierno, estaré junto a Marta. Ella sí que es alguien centrado y responsable. A ella no le importa estar en ese albergue. Ella sí tiene futuro. Es una persona válida.

Ya sale el sol. Me caliento en este rincón de la plaza donde da. Siento que mis huesos dejan de estar entumecidos por el frío y la humedad de la noche en el suelo del cajero, sobre un cartón. Me gusta el sol. Aunque hace frío puedo notar en mis manos y en mi cara el tenue calor del sol de invierno. Se cierran mis ojos ante los rayos solares y no veo bien la tienda de plantas.

¿Cómo lo haré? Me acercaré sigilosamente como un posible cliente y me pondré junto a los jacintos. En un descuido del dependiente alargaré la mano y meteré los jacintos bajo mi roído abrigo. Para algo tiene que servir. No quita el frío pero ayuda a robar esos jacintos para el cumpleaños de Marta. Otra manera puede ser que haga rodar una piedra por dentro de la tienda y mientras el dependiente la busca creyendo que es una moneda mía, yo cojo los jacintos y echo a correr. Pero, si echo a correr me descubre y ya no puedo pasearme tranquilamente por la plaza y esperar a Marta. ¿Y si se los pido? Uff!! Qué morro. Eso, no… ¿Y si le barro la tienda a cambio de los jacintos? Le ofrezco mis servicios. Tampoco me gusta la idea. Es posible que le de pena.

Yo no quiero dar pena y por esa simple y llana razón no voy al albergue. Saldré adelante sin ayuda de nadie. ¡No quiero ayuda! Pero, es un trabajo digno. A lo mejor podría darme trabajo con contrato indefinido. Y yo no tendría que ir al albergue. Por las noches paso frío y miedo en ese cajero. Puede venir un mal nacido y quemarme como a Lola, la señora bien que cayó en el alcohol y que unos gamberros quemaron.

Definitivamente los robaré ahora que veo que están abriendo la tienda. No puedo pedir trabajo con este aspecto dejado y sucio. El dependiente me echará a escobazos. No quiero presentarme con este aspecto. ¿Y si se queda con mi cara? La vida da muchas vueltas. Un día salgo de la calle, quiero comprarle y me monta un pollo por haberle robado los jacintos. Mejor lo pienso.

Quiero a Marta. La quiero como gran amiga mía que es y por esa razón merece los jacintos. Me está viendo el florista. Me ve. Ve que me acerco a su exposición de plantas en este rincón de la plaza. Miro las plantas como distraído y cuando el florista se distrae para atender a alguien dentro de la tienda cojo los jacintos y los escondo bajo mi abrigo. Por suerte parece que nadie me ha visto. Pero, el florista… Me está propinando una mirada inquisidora. ¡Se ha dado cuenta! Ahora me montará un pollo. Miro al suelo. Miro a la derecha. Miro a la izquierda. Lo miro a él. Pero él disimula y en ese disimulo me deja marchar. Saco los jacintos para devolvérselos pero el dependiente hace como que no me ve y no sale a reprenderme nada. Me voy agradecido con los jacintos de Marta en la mano. Son preciosos y huelen bien. No todo es maldad y desgracia en el mundo. Por suerte, hay gente buena. ¡Me ha dejado marchar con los jacintos!

Ahora paso más vergüenza porque voy desaliñado con los jacintos en la mano. Ya no soy invisible. La gente se percata de mi presencia. Si al menos fuera duchado. ¡Una ducha! ¡No quiero ir al albergue! ¡Una ducha! Tendré que pensarlo. No puedo seguir así. Además, en el albergue me darían una paguita y podría pagar los jacintos de Marta. No, no. No quiero ir. ¡Quiero ser invisible! Envidio a esa gente que me mira mal y que lleva esos trajes, que tiene esos trabajos y que vive en casas normales. Recuerdo esos buenos tiempos en los que mi padre iba a faenar y yo esperaba al atardecer cuando volvía de la lonja de pescado y me contaba esas historias de piratas e islas desiertas. Historias de tiburones. Quiero a Marta. Por ella, llevaré los jacintos en la mano con la cabeza muy alta. Ella me da fuerzas.

¿Qué pensará la gente cuando me ve con esta pinta y los jacintos en la mano? Debería ir al albergue. Al menos, iría afeitado, duchado y olería bien. Olería a jabón de albergue, pero a limpio. Y, además, iría peinado y podría sacarme este viejo y agujereado sombrero de paja con el que me ha dado por ir.

Voy a dar una vuelta por la plaza mientras espero a Marta. Voy a mirar ese escaparate de ropa y mientras, olfateo el olor a bollos recién hechos de la panadería de la otra esquina. Parece que al olfatearlos los esté comiendo de verdad. ¡Qué hambre! Si fuera al albergue tendría tres comidas diarias y esto no sucedería. Seguro que ahí dan pan. Eso es lo que explica Marta.

¡Ay! ¡Si llevo el cordón del zapato desabrochado! Si me agacho la gente verá que algo raro me pasa y me mirarán. Entre los jacintos y los zapatos estoy servido. No me queda otra. Me los abrocho. Dicho y hecho.

Voy a mirar el otro escaparate; el que da al otro lado de la plaza mientras llega Marta. Se me está haciendo largo y pesado. Lo que menos me gusta del mundo es esperar. Yo iría a otro lugar a esperar. Pero, Marta se empeñó que tenía que ser en esta, mi plaza, porque aquí da el sol en ese rincón y se está bien. Y la verdad, voy a coger sitio en ese banco porque si no, no vamos a tener sitio y en realidad tiene razón. Es un lugar agradable donde estar y tener una conversación.

Me siento junto a unas abuelitas que me miran de reojo. ¡Me ven! ¡Horror! Saben que soy diferente. Si fuera al albergue sería mejor. No me sucederían estas cosas. No tendría que aguantar estas miradas de reojo de señoras elegantes como estas abuelitas.

Pero, el sol me está dando y Marta no llega. ¿Dónde se habrá metido?

Llega Marta y le doy los jacintos. La conversación ha sido amena y a ella, las flores le han gustado. He dicho:

– He robado estos jacintos para tu cumpleaños.

Y ella ha contestado:

-Mil gracias.

A ella le gustan los jacintos porque su padre siempre se los regalaba por su cumpleaños. Y la conversación ha seguido con el rubor instalado en la cara de Marta. Yo le he hablado de cuando mi padre cosía las redes en aquel puerto. Y ella ha contestado que el mar engancha y que es como una droga.

– Es la esencia de la felicidad.

Ha dicho. Y entonces nos hemos puesto tristes porque con nuestra ruina no tenemos acceso al mar. Le he dicho:

– ¿Y si voy a tu albergue? ¿Crees que Cruz Roja me ayudaría y yo podría montar una empresa de pescado en mi pueblo?

Y ella ha contestado feliz:

– Hombre, pues claro.

Y nos hemos vuelto a poner tristes porque, aunque el objetivo de nuestra vida sea el mar somos pobres y es difícil que un día lo alcancemos de nuevo.

Y ambos pensamos que la vida da tantas vueltas. Un día vas en cuatro veinte que es deporte más o menos bien y al final, la vida da una vuelta y te ves en la calle. Ambos pensamos en las vueltas de la vida. Nunca se sabe. Nunca digas nunca jamás. Y seguimos tomando el sol, algo pensativos. Ambos pensamos en el mar: esa extensión desierta de azul manchado de borregos en días ventosos. Ese lugar de libertad y paz que es infinitamente ansiado una vez se ha probado su sabor. El mar, mundo de solitarios como Marta y yo, que no tenemos muchos amigos. Solo a nosotros mismos y la necesidad de palpar el frío, húmedo y salado mar de todos los mares: el Mediterráneo.

Sin embargo, hay algo diferente en la mirada de Marta. Sí, sí… Pero Marta no es la misma. Hay algo en el brillo de sus ojos diferente hoy.

No la entiendo. Después de tomar el sol y de hablar de mar se ha ido triste. No entiendo lo que le pasa. Se ha puesto muy fría de pronto. La he visto alejarse con la mirada perdida y un brillo que no me ha gustado. Se ha ido con sus jacintos porque ha dicho que le alegraban el alma. Pero, se ha ido triste. Ha sido como si quisiera contarme alguna mala noticia que no ha sabido trasmitir. La conozco. Algo ronda por su cabeza y no es nada bueno. Se ha levantado de golpe y muy secamente se ha despedido. Se le han girado los cables.

Imagino que ella en aquel albergue se siente mejor que en la calle. Tal vez, debería ir yo también. ¿Y si su triste mirada es a causa del mismo albergue? Ahí pierdes tu libertad, tu independencia y tu capacidad para tomar decisiones. Hay que seguir las normas. No quiero ir a un sitio así.

Voy a pedirle a esa señora que sale de la panadería si me invitaría a un bocadillo. ¡Uff! No sé… Voy dejado. Es posible que la asuste o que me ponga mala cara. Veo a esa señora demasiado estirada. Le pediré al chico que va andando con su bicicleta a rastras. Parece que pasa de largo. Mejor le pido al señor de la terraza. Lo hago así: me acerco mirando al suelo y despacito y luego le pido el dinero. Creo que la vida de persona que duerme en la calle es bastante dura. No es para mí. No soporto mendigar; no soporto que me vean en este estado; no quiero perder ni un minuto más. Si fuera al albergue no tendría que pedir y que pasar estos malos ratos. Cada día la misma historia.

Si tuviera algo de dinero me compraría porros; me olvidaría. Además, me iría bien para el frío de la noche. Si hiciera eso creo que Marta dejaría de ser mi amiga y ya no tendría a nadie. Voy a ser fuerte y me voy a envalentonar. Sí, directamente le pido a ese anciano que parece más dócil. Por fin, como un bocadillo de atún y queso. Buena combinación. En esta, mi plaza, hacen unos bocadillos buenísimos.

Aquí en el cajero han desaparecido la mitad de mis cosas. Esos de ahí se están riendo y me señalan. ¡Han robado mis cosas!¡He sido demasiado confiado! ¡Qué miedo! ¿Me pegarán? ¡Qué desgracia! Simple y llanamente me he quedado sin carrito de la compra, sin mantas y sin cartones. No sé cómo lo voy a hacer esta noche. Debería ir al albergue. Esto es un asco. A la gente le gusta hacer leña del árbol caído. ¡Esos miserables me han robado! Esto es un desastre.

No me queda otra que ir a pedir asilo al albergue. La tarde va avanzando y si no me doy prisa cerrarán la puerta y no podré entrar. Me voy directo al metro y lo cojo sin pagar. Me he colado saltando por la puerta de acceso. Espero que no me pillen. Llamo a la puerta y aparece la trabajadora que me atendió la otra vez que quise ser atendido por un médico.

Aquí hay dos tipos de persona: lo voluntarios y los trabajadores. Me gustan más los voluntarios. Parece que se hacen más cargo de la situación por la que pasamos todos aquellos que alguna vez dormimos en la calle. Estar aquí no me gusta. Es un auténtico rollo. No me gustan los trabajadores porque son duros. Me obligan a tomar la medicación de la epilepsia y no me gusta. La cena es a las ocho y a las nueve y media apagan las luces. Pero mañana habrá partido de futbol y podré verlo.

Marta me ha felicitado por estar con ella en el albergue. Sigo notándola distante y triste. Primero, ha cenado conmigo pero después disimulaba. Sé que algo quería decirme. Ha cenado muy rápido y se le ha puesto ese rictus en la boca. No quería mirarme a los ojos. Luego, hemos salido a la calle a tomar el aire. Ella miraba constantemente el suelo. Al final, lo ha dicho. Ha dicho lo que le pasaba. Y yo no he podido creerlo. Ahora sí que me siento mal. Me siento acabado. ¿Cómo podré seguir adelante? Ella en ese estado y yo aquí tan tranquilo. No quiero creerlo. Esto no va a pasar ya que no va conmigo. Remontaremos juntos y olvidaremos esta pesadilla porque lo sé; no es una sentencia; todo se arreglará; saldremos adelante. No puedo soportar pensar en esto. Me quedaré solo y ella se irá. ¿Qué haré yo sin ella? Ella, con el tiempo, se ha convertido en la esencia de mi vida. No concibo el mundo sin ella. Toda mi soledad aumentará y me veré abocado al fracaso. Jamás saldré de la calle. No volveré a ver el mar. Odio su enfermedad mortal; el cáncer.

Mi vida ya no tiene sentido. No tengo a nadie que me hable. Es terrible. Soy un vagabundo que no tiene a nadie en el mundo. Eso sí es una losa pesada. Y aunque hoy en la cena la chica que nos la da me ha tocado cariñosamente la mano y ha sido una bendición, sustituir a Marta es imposible; por lo tanto, ahora no puedo evitar pensar ni un solo instante en que “Desolado y vacío está el mar”.

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