Creo que hoy me levanté muerta. Atravesé el jardín casi desnuda y no sentí frío, ni dolor, ni calor ni la tristeza de los últimos meses. Me llamó la atención que los cipreses se movieran en cámara lenta, como si no quisieran avanzar. También muertos. Y los gorriones, siempre tan amarronados, sin gracia alguna, trinaban unos gorjeos que parecían de otro mundo. Creo que ellos también están muertos.
A lo lejos me parece ver una mujer. Parece que viene hacia mí. «Y yo que no tengo ganas de hablar con nadie». Mueve una mano, hace un gesto amable, como si quisiera compartir algo conmigo. Pero ¿qué puede querer compartir si acaso esta es la muerte? No entiendo su gesto, aunque ella quiere advertirme sobre algo. ¡Qué pesadilla!, ¡acá ni morir te dejan tranquila!
El suelo es áspero acá. Pensar que la gente se la pasa escribiendo sobre el infierno caliente y lo paradisíaco del cielo. Pero, o yo estoy en un paraíso distinto a aquel del que se habla, o el infierno es otro, o la muerte no tiene nada que ver con las hipótesis que se dicen sobre ella.
La mujer sigue viniendo hacia mí. Pero nos mantenemos casi a la misma distancia. No sé si soy yo la que se mueve sin moverse, o si es ella. O las dos. Lo mismo pasa con esos gorriones que no paran de cantar, o esos cipreses, que parecen estar dentro de una película de cine mudo, en pausa.
Ahora hay viento, mucho viento. Debe de ser que estoy muerta porque siempre me resultó molesto el soplido del viento, fuera aturdidor o suave. Y ahora no. Ni me importa. Hasta está lloviendo en este momento. Y ni una gota cae sobre mí.
Parece que nomás estoy muerta y, sin embargo, no sé por qué, me siento más huérfana con esta ropa tan ligera. «Uhhhh. Acá no se puede meditar en soledad. Ahí viene un barbudo desgarbado apoyando sus huesos sobre un bastón con empuñadura de pato. ¡Con un tapado que intenta acercar hacia mí! Pero no entiendo, ¡¿qué sentido tiene que se esfuerce en estar próximo a mí si no podremos?!
—¡Ey!, señor, señor inalcanzable, ¿me escucha?
—Sí, sí. Tendrás que acostumbrarte. Acá los deseos se conceden. ¿Pediste un abrigo? Acá lo tenés. La otra mujer, la que venía en camino, me pidió que te dijera que tenés que adaptarte.
—¿Qué tengo que asimilar?, ¿estamos muertos?
—No.
—¿Estamos vivos?
—Tampoco. Somos de los miles de millones de humanos que estamos vivos… pero muertos.
—Ni lo uno ni lo otro. ¿Se puede salir de acá?
—Si estás acá, es porque no te ocupaste de vos.
—¿Cómo sabe eso?, ¿quién le contó?
—No, nena. A mí me pasó lo mismo. Sólo que llegué más lejos. Soy más viejo, pero igual fracasé en el intento y me morí. No me animé a subir al Everest. Llegué al Aconcagua, y a otras sierras menores. Pero nunca me atreví.
Tristana cerró los ojos. Inspiró todo lo que pudo, como queriendo tomar un sorbo de aire que jamás encontraría. Su tiempo ya no tenía tiempo y el espacio se achicó. Debajo de sus pies, como debajo de los del anciano y de los de la otra mujer, se abrieron grietas. Entre ellas emergieron hologramas con las imágenes de los errores cometidos por cada uno de ellos a lo largo de sus historias. Y una voz cerrada, en un lenguaje que jamás antes habían escuchado, pero que pudieron comprender sin dificultad, susurró: «Bienvenidos los derrochadores de vida. Esta es su última oportunidad. Elijan un momento, un único instante para llevarse a la eternidad».
Tristana sintió que se le cerraba la garganta y los ojos se le humedecieron. Se vio así misma escribiendo cuentos para niños, historias para adultos. Se estremeció, cerró los ojos y tuvo la certeza de la situación en la que querría estar en adelante. Sentada, inventando relatos. Su cuerpo se elevó liviano y una fuerza sutil la lanzó hacia una habitación semioscura. Allí la esperaba un escritorio ubicado en una esquina, alumbrado por una lámpara que emitía una luz suave. Era el cuarto que había visto cada noche antes de caer dormida. Cuando todavía malgastaba su tiempo imaginando que alguna vez se animaría a escribir y a publicar sus historias. Ahora escribiría en ese espacio sin distancias ni tiempos comparables a nada. Donde el temor no existía. La vida tampoco.
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