I. La tormenta
Esto fue lo que ocurrió. La noche del 28 de febrero en que por fin se abatió sobre la zona norte de Ecuador la peor ola de calor que recuerda la historia de ese estado, toda la región oeste de Quito fue azotada por las tormentas de mayor violencia que yo haya visto jamás. Vivíamos en Manabí, y asistimos, poco antes del anochecer, a la llegada de la primera tormenta, que vimos avanzar hacia nosotros fustigando las aguas del lago. Una hora antes, el aire estaba inmóvil por completo. La bandera nacional que mi padre había colgado en 1936 en nuestro cobertizo del embarcadero, pendía desmayadamente del asta. Ni siquiera su borde oscilaba. El calor se había convertido en un cuerpo sólido, y parecía tan amenazador como esas lagunas a las que no se conoce fondo. Aquella tarde habíamos estado nadando los tres, pero el agua no daba alivio alguno, a menos que uno se sumergiera hasta una profundidad considerable, cosa que ni Martha y ni yo quisimos hacer, porque Gabriel no sabe bucear. Gabriel tiene tan sólo cinco años. Cenamos a las cinco y media, en el porche que da al lago, a base de emparedados de jamón y ensaladilla de patatas, que comimos sin gana. A nadie parecía apetecerle otra cosa que la Pepsi, que teníamos en un cubo con hielo. Terminada la cena, Gabriel se fue a jugar un rato con el mecano de tubos que tiene detrás de la casa. Martha y yo nos quedamos en el porche, fumando, sin decirnos gran cosa, con la mirada puesta en el lago, cuya lisa superficie de espejo se extendía plomiza hasta Harrison, la población del otro extremo. Unas cuantas motoras zumbaban surcando sus aguas de aquí para allá. Los árboles de la otra orilla se veían polvorientos y agostados. Hacia el oeste las nubes de tormenta iban formando morados torreones según se agrupaban, semejantes a un ejército. El rayo relampagueaba en su interior. En la casa de al lado, la radio de Samuel Donnson, sintonizada con esa emisora de música clásica que tiene sus estudios en la cima del monte Washington, producía un ruidoso estallido de parásitos con cada fucilazo. Samuel era un abogado de Nueva Jersey, y lo que tiene en Manabí es una simple casa de veraneo, sin calefacción ni aislamiento. Dos años atrás habíamos tenido, por cuestión de lindes, una disputa que terminó en los tribunales. Yo gané el caso. Según Samuel, por ser él forastero. No era simpatía precisamente lo que sentíamos el uno hacia el otro. Martha soltó un suspiro y se abanicó la parte alta del pecho con el faldón de la camisola. No sé si eso la refrescaría mucho, pero, desde luego, mejoró sensiblemente la vista. —No es que quiera asustarte —dije—, pero creo que se avecina una tormenta de cuidado. Me miró con expresión de duda. —Anoche tuvimos nubes como ésas, David, y también anteanoche, y terminaron por disolverse. —Hoy no ocurrirá lo mismo. —¿Tú crees? —Si la cosa se pone fea de verdad, bajaremos al sótano. —¿Tan mal lo ves? Mi padre fue el primero en edificar una casa destinada a residencia permanente en aquel lado del lago. Cuando era poco más que casi un niño, él y mis tíos habían construido, en el lugar que hoy ocupa la casa, un refugio de verano que una tormenta estival derribó en 2010, sin respetar ni las paredes de piedra. Sólo se salvó el cobertizo del embarcadero. Un año más tarde, inició los trabajos de la casa grande. El peligro, en caso de una tempestad seria, está en los árboles, que envejecen y son arrancados por el viento. Es la manera que tiene la madre naturaleza de hacer limpieza general de vez en cuando. —La verdad es que no lo sé —respondí sincero: de la gran tormenta de 2010 no conocía sino lo que de ella se contaba—. Pero el viento cruza a veces el lago como un tren expreso. Algo más tarde regresó Gabriel, quejándose de no poder jugar con el mecano de tubos porque estaba «todo sudado». Le revolví el cabello y le di otra Pepsi. De algo tienen que vivir los dentistas… Conforme se acercaban, las nubes iban tapando el azul del cielo. No había duda ya de que la tormenta era inminente. Samuel había apagado la radio. Gabriel se sentó entre su madre y yo y se quedó mirando el cielo, fascinado. El estallido de un trueno atravesó el lago retumbando lentamente y, alcanzando nuestra orilla, invirtió la marcha entre nuevas reverberaciones. El nublado se retorcía y rodaba sobre sí mismo, ora negro, ora morado, ora jaspeado, ora negro nuevamente. Poco a poco se fue extendiendo sobre el lago, y vi descender de él un fino velo de lluvia, todavía lejos. En aquel momento debía de encontrarse en Bolster’s Mili, o quizá en Nonvay. El aire se puso en movimiento, al principio con sacudidas que levantaban la bandera y la dejaban caer de nuevo. La temperatura bajó rápidamente, refrescando primero el sudor de nuestros cuerpos y luego helándolo. Fue entonces cuando reparé en la cortina plateada que atravesaba el lago. Arrasó Harrison en unos segundos y avanzó derecho hacia nosotros. Las motoras habían desaparecido de la escena. Gabriel se levantó de su silla «de director», copia en miniatura de las nuestras, que tenía hasta su nombre en el respaldo. —¡Mira, papá! —exclamó. —Entremos —dije, y le rodeé los hombros con el brazo poniéndome en pie. —Pero ¿lo has visto, papá? ¿Qué es? —Una tromba de agua. Entremos. Tras dirigirme una rápida mirada de sobresalto, Martha ordenó: —Vamos, Gabriel. Haz lo que dice tu padre. Corre. No pierdas tiempo. Entramos por las puertas correderas de cristal que dan al salón. Cerré a nuestra espalda y me volví para echar otra ojeada. La tromba había devorado dos tercios del lago y giraba locamente sobre sí misma entre el cielo, negro y cada vez más bajo, y la superficie del agua, de un gris plomizo con vetas cromadas. Con sus altas olas, que, estrellándose sobre muelles y malecones, levantaban columnas de espuma, el lago adquiría extrañamente el aspecto de un océano. En su parte central, altas crestas blancas danzaban de un lado para otro. El espectáculo de la tromba era hipnótico. Estaba situada casi encima de nosotros cuando la hendió un rayo, tan brillante que durante treinta segundo todo se me quedó impreso en negativo en las retinas. El teléfono emitió un sobresaltado ¡ting¡ y, al volverme, vi a mi esposa y a mi hijo ante el ancho ventanal que nos proporciona una visión panorámica del lago por su lado noroeste. En una de esas espantosas visiones que creo reservadas exclusivamente a esposos y padres, se me representó el ventanal en el momento de estallar con un seco ronquido y acribillar con melladas flechas de vidrio el desnudo abdomen de mi mujer y el rostro y el cuello de mi hijo. Los horrores de la Inquisición no son nada, comparados con las desgracias que somos capaces de imaginar cuando tememos por nuestros seres queridos. Asiendo a ambos con rudeza, los aparté de un empellón. —¿Qué demonios hacéis ahí? ¡Quitaros de en medio! Martha me observó asustada. Gabriel se limitó a mirarme como si le hubiera despertado de un profundo sueño. Los conduje a la cocina y di la luz. El teléfono volvió a tintinear. Y entonces llegó el viento. Era como si la casa fuera un 747 en despegue. Era un silbido ruidoso, jadeante, que descendía a veces hasta convertirse en un grave rezongo, para volver a elevarse hasta parecer un chillido ahogado. —Bajad —le ordené a Martha, gritando para hacerme oír. Encima mismo de la casa había estallado un trueno como un entrechocar de gigantescos tablones. Gabriel se me pegó a la pierna. — ¡Ven tú también! —vociferó Martha a su vez. Asentí y les indiqué por señas que se movieran. T—¡Ven tú también! —vociferó Martha a su vez. Asentí y les indiqué por señas que se movieran. Tuve que desprender a Gabriel de mi pierna. —Ve con tu madre. Necesito buscar velas, por si falla la luz. El niño se marchó con ella, y yo me puse a abrir armarios. Ya saben ustedes lo que ocurre con las velas. Cada primavera compras una cantidad, sabiendo que una tormenta estival puede dejarte sin energía eléctrica. Y, llegado el momento, se esconden. Revolví a tientas el cuarto armario, apartando la media onza de marihuana que, comprada cuatro años atrás, Martha y yo apenas habíamos fumado, la dentadura parlante de Gabriel, que funcionaba a cuerda, y los montones de fotografías que Martha siempre olvidaba pegar en el álbum. Busqué bajo un catálogo de Sears y detrás de la muñeca de Taiwán que había ganado yo en la feria de Fryeburg derribando botellas de madera con pelotas de tenis. Encontré las velas detrás de la muñeca de Taiwán, con sus vidriosos ojos de muerto. Todavía estaban en su envoltorio de celofán. En el momento en que agarraba el paquete, se fue la luz. Toda la electricidad disponible era la que animaba el cielo. Entrecortados relámpagos púrpura y blanco iluminaban el comedor. Oí que, en el sótano, Gabriel se echaba a llorar y Martha le calmaba en un susurro. Tenía que echar un último vistazo a la tormenta. La tromba nos había dejado atrás o se había disuelto al alcanzar la orilla, pero la visibilidad, en dirección al lago, era de menos de veinte metros. El agua estaba embravecida. Vi pasar a toda velocidad un embarcadero —que podía ser el de los Jasser— con sus pilones de anclaje unas veces apuntando hacia el cielo y otras hundidos en el remolino. Bajé al sótano. Gabriel corrió a mi encuentro y se me pegó a las piernas. Le tomé en brazos y le estreché contra mí. Luego, encendí las velas. Estábamos en el cuarto de huéspedes, bajo el pasillo, frente a mi pequeño estudio. Nos mirábamos las caras a la oscilante luz amarilla de las bujías y escuchábamos los rugidos y los embates de la tormenta contra nuestra casa. Al cabo de unos veinte minutos oímos el desgarrado crujido que uno de los grandes pinos cercanos produjo al caer estrepitosamente. Luego hubo una tregua. —¿Ha pasado ya? —me preguntó Martha. —Puede ser. Puede que sólo por un rato. Subimos, cada uno con una vela, como monjes que acudieran a vísperas. Gabriel sostenía la suya atenta y orgullosamente. Llevar la vela, el fuego, era para él algo de gran importancia. Y le ayudaba a olvidar su miedo. Estaba muy oscuro para ver qué daños había recibido la casa. Aunque ya hacía rato que Gabriel debía estar en la cama, ni su madre ni yo hablamos de acostarle. Nos quedamos en el salón, escuchando el viento y mirando los rayos. Aproximadamente una hora más tarde, la tormenta empezó a tomar nuevo ímpetu. Llevábamos tres semanas de temperaturas por encima de los treinta grados, y en seis de esos veintiún días, el servicio meteorológico del aeropuerto de Portland había señalado cotas superiores a los treinta y cinco. Extraño tiempo. Debido a eso, al riguroso invierno que habíamos sufrido y al retraso de la primavera, algunos volvían a hablar del viejo tópico de los efectos diferidos de las pruebas atómicas de los años cincuenta. De ése y del más viejo de todos los tópicos: la llegada del fin del mundo. La segunda turbonada no fue tan violenta, pero oímos caer estrepitosamente varios árboles, resentidos por la primera arremetida. Cuando el viento empezaba a perder fuerza de nuevo, uno golpeó el tejado con un golpe seco, como un puñetazo en la tapa de un ataúd. Gabriel se puso en pie de un salto y miró hacia arriba con recelo. —Aguantará, campeón —le tranquilicé. Me dirigió una sonrisa nerviosa. La última embestida se produjo a eso de las diez, y fue seria. El viento ululaba con casi la misma fuerza de la primera vez, y los rayos parecían caer por todo el contorno. Nuevos árboles fueron derribados, y del lado del lago nos llegó un estrépito de astillas que hizo gritar ahogadamente a Martha. Gabriel se había quedado dormido en su regazo. —¿Qué ha sido eso, David? —Me parece que el cobertizo del embarcadero. —¡Ay, Jesús! —Marthay, quiero que volvamos abajo —tomé a Gabriel en brazos y me incorporé. —¿No corremos ningún riesgo, David? —No. —¿De veras? —De veras. Bajamos. Diez minutos más tarde, conforme el último embate de la tormenta alcanzaba su máxima violencia, algo estalló en el salón. El ventanal panorámico. Así pues, mi visión no había sido, quizá, tan disparatada. Martha, que dormitaba, se despertó gritando. Gabriel se dio vuelta, inquieto, en la cama del cuarto de huéspedes. —Va a entrar la lluvia —dijo Martha—. Nos echará a perder los muebles. —No hay que preocuparse por eso. Están asegurados. —El seguro no arregla nada —repuso en tono a un tiempo preocupado y de reproche— . La cómoda de tu madre… el sofá nuevo… la televisión en color… —Shhh —la tranquilicé—. Descansa. —No puedo —dijo; cinco minutos más tarde, dormía. Permanecí despierto otra media hora, con la luz de una vela por compañía, atento al ir y venir del trueno y a sus voces. Algo me decía que por la mañana los agentes de seguros iban a recibir numerosas llamadas de las poblaciones de la ribera, que iba a oírse el zumbido de incontables sierras mecánicas cuando la gente se pusiera a cortar los árboles caídos sobre los tejados o incrustados en las ventanas, y que en las carreteras se verían en profusión las furgonetas color naranja de la Eléctrica de Quito. La tempestad iba amainando, y nada hacía prever una nueva acometida. Dejé a Martha y a Gabriel en la cama y subí a echar una ojeada al salón. Las puertas correderas habían resistido, pero lo que antes era el ventanal panorámico se había convertido en un boquete dentado por donde asomaba una masa de hojas de abedul. Era la copa del viejo árbol que, hasta donde yo alcanzaba a recordar, siempre había estado junto a la entrada exterior del sótano. Al ver sus ramas invadiendo nuestro salón, comprendí a qué se refería Martha al decir que el hecho de tener un seguro no arreglaba nada. Yo sentía cariño por aquel árbol. Había sido el valeroso compañero de muchos inviernos y era el único de los que se encontraban entre la casa y el lago, que había sobrevivido a mi sierra mecánica. Grandes pedazos de cristal centelleaban en la alfombra a la luz de la vela. Me recomendé prevenir a Martha y a Gabriel a fin de que se pusieran zapatillas. A ambos les gustaba rondar descalzos por la casa durante la mañana. Regresé al sótano. Los tres pasamos la noche en la cama del cuarto de invitados, Gabriel entre su madre y yo. Tuve un sueño en el que veía a Dios cruzando Harrison en el otro extremo del lago. Su figura era tan eLuise que, por encima de la cintura, se perdía en el cielo, claro y azul. Oía los crujidos y estallidos que Dios producía al pisotear los árboles mientras rodeaba el lago hacia el lado de Bridgton, hacia nosotros, en medio de las llamaradas rojiblancas con que todos los refugios y las casas de la ribera se iban incendiando como heridas por el rayo, hasta que pronto el humo lo envolvía todo. El humo lo envolvía todo como una tiniebla…
II Después del desastre
Samuel. Un viaje a la ciudad. —¡Ostras…! —exclamó Gabriel. Parado junto a la valla que separa nuestra finca de la de Samuel, miraba hacia la calzada por la que se puede acceder en coche a nuestra casa. Tras un trecho de cuatrocientos metros, desemboca ésta en una pista que, a su vez va a dar, al cabo de un kilómetro, a una carretera de dos carriles llamada Kansas Road. Por Kansas Road puede llegar uno a donde quiera, siempre que su punto de destino sea Bridgton. Al ver lo que Gabriel estaba mirando se me heló el corazón. —No te acerques, hijo. Ahí estás ya demasiado cerca. Gabriel no discutió. La atmósfera tenía aquella mañana la transparencia del cristal. El cielo, de un color sucio y brumoso durante la ola de calor, había adquirido un azul, nítido, que era casi otoñal. Una suave brisa salpicaba de alegres, danzantes manchas de sol la calzada. No lejos de donde Gabriel se encontraba, se oía un siseo sostenido y se veía lo que, en una primera mirada, se hubiera tomado por una maraña de serpientes. El tendido eléctrico que alimentaba nuestra casa se había desprendido a unos seis metros de distancia y yacía en confuso montón en un círculo de césped quemado, donde chisporroteaba retorciéndose perezosamente. De no ser por la humedad que saturaba árboles y hierba después de las torrenciales lluvias, la casa podía haberse incendiado. Dadas las circunstancias, la cosa se había reducido al negro pedazo de prado que los cables habían tocado directamente. —¿Podría eso leptocrutar a una persona, papá? —Sí. Así es. —¿Y qué vamos a hacer? —Nada. Esperar a que vengan los de la Eléctrica. —¿Cuándo vendrán? —No lo sé —los niños de cinco años se especializan en hacer preguntas difíciles—. Supongo que esta mañana estarán muy ocupados. ¿Vienes a pasear conmigo hasta la carretera? Echó a andar hacia mí, y luego, deteniéndose, miró con aprensión los cables. Uno de ellos se había enderezado y se volvía lentamente, como si nos hiciera señas. —¿La lectrecidad puede correr por el suelo, papá? Buena pregunta. —Sí, pero no te preocupes. A la electricidad le interesa el suelo, no tú. Si no te acercas a los cables, no tienes nada que temer. —Le interesa el suelo —repitió por lo bajo antes de venir a mi encuentro. Nos pusimos en camino con las manos enlazadas. Los daños eran peores de lo que yo había supuesto. Había árboles atravesados en el camino en cuatro puntos, uno pequeño, dos de talla mediana y un veterano cuyo tronco debía tener un metro y medio de espesor. El musgo lo ceñía como un ajustado corsé. Todo el contorno era un revoltijo de ramas abatidas, algunas deshojadas. Según avanzábamos hacia la carretera, Gabriel y yo íbamos arrojando las más pequeñas a uno u otro lado del camino, hacia la espesura. Aquello me recordó un día de un verano de hacía unos veinticinco años; yo no podía ser entonces mucho mayor que Gabriel. Estaban presentes todos mis tíos, y habían pasado la jornada entera en el bosque, con hachas, azuelas y podaderas, desbrozando. Luego, por la tarde, todos se reunieron alrededor de una mesa de caballetes que mis padres usaban para las comidas campestres, y hubo una cena descomunal, a base de salchichas, hamburguesas y ensaladilla de patatas. La cerveza corrió como agua, y mi tío Reuben se zambulló en el lago con toda la ropa, incluidos los zapatos de lona, puesta. En aquella época aún había ciervos en nuestros bosques. —Papá ¿puedo bajar al lago? Estaba cansado de apartar ramas, y lo conveniente, cuando un niño se cansa, es dejarle hacer algo distinto. —Desde luego. Volvimos juntos y cuando llegamos a la casa, Gabriel la rodeó por la derecha, cauteloso con los cables caídos, y yo seguí hacia la izquierda, camino del garaje, en busca de mi sierra mecánica. Tal como había imaginado, se oía ya por toda la ribera el desagradable chirrido de aquellas máquinas. Llené el depósito de la sierra, me quité la camisa, y ya me dirigía hacia la calzada de acceso, cuando Martha salió de la casa. Miró con inquietud los árboles atravesados en el camino. —¿Es grave? —quiso saber. —Nada que no pueda arreglar con la sierra. ¿Y en la casa? —Bueno, ya he retirado los vidrios rotos, pero tendrás que ver qué haces con el árbol, David. No podemos estar con un árbol en el salón. —No, supongo que no —respondí. Nos miramos bajo el sol de la mañana y reímos por lo bajo. Deposité la sierra en el pavimento de hormigón y, apretándole las nalgas con ambas manos, le di un beso a Martha. —Para —susurró—. Gabriel va… En ese preciso momento el niño volvió la esquina de la casa. —¡Papá! ¡Papá! Tienes que ver… Reparando en los cables del tendido eléctrico, Marthay lanzó un grito para advertirle. Gabriel, que estaba a buena distancia de ellos, se detuvo bruscamente y miró a su madre como si se hubiera vuelto loca. —No pasa nada, mamá —dijo, en el cauteloso tono de voz que empleamos para apaciguar a los muy viejos y a los decrépitos. Avanzó hacia nosotros, a fin de que viéramos que nada pasaba, y Martha se echó a temblar en mis brazos. —No hay nada que temer —le dije—. Conoce el peligro. —Sí, pero hay accidentes mortales —replicó—. En la televisión no dejan de pasar anuncios sobre el peligro de los cables eléctricos, pero eso no impide que… ¡Gabriel, entra en casa inmediatamente! —¡Oh, escucha, mamá! ¡Quiero enseñarle a papá el cobertizo! Los ojos se le salían casi de las órbitas, tanto por la emoción como por el desencanto. Estaba descubriendo los apocalípticos efectos de la tormenta y quería compartir sus impresiones. —¡Que entres inmediatamente! Esos cables son peligrosos y… —Papá dice que es el suelo lo que les interesa, no yo. —Gabriel, ¡no discutas conmigo! —Ahora voy, campeón. Adelántate tú —dije, sintiendo la tensión que se adueñaba de Martha—. Pero ve por el otro lado, hijo. —¡De acuerdo! ¡Descuida! Pasó zumbando junto a nosotros y enfiló de dos en dos los escalones de piedra del extremo oeste de la casa. Los faldones de la camisa le flotaban detrás cuando desapareció con una última exclamación —«¡Anda!»— al descubrir otra catástrofe. —Sabe todo lo necesario sobre los cables, Martha y —dije, asiéndola suavemente por los hombros—. Y le asustan, lo cual es bueno, porque de ese modo no se arriesga. Le resbaló una lágrima por la mejilla. —Tengo miedo, David. —¡Pero mujer! Si ya se acabó. —¿Seguro? El invierno pasado… y esta primavera tardía… en la ciudad la llaman la primavera negra… dicen que la última que se dio por aquí fue en 1888… El «dicen» se refería sin duda alguna a la señora Laura, la dueña de Antigüedades Bridgton, un baratillo donde a Martha le gustaba revolver de vez en cuando. A Gabriel le encantaba acompañarla. En uno de los oscuros, polvorientos cuartos de atrás, búhos disecados, con ojos orlados de oro, mantenían perpetuamente desplegadas sus alas, las garras aferradas por siempre a barnizados troncos; un trío de mapaches de taxidermista for-maba junto a un «arroyo» representado por un trozo de mugriento espejo; y un apolillado lobo, de hocico manchado, no de saliva sino de serrín, desnudaba los dientes en un espeluznante gruñido mudo y eterno. La señora Laura declaraba que lo había abatido su padre una tarde de septiembre de 1901, cuando el animal se acercó a beber en el Stevens Brook. Las expediciones a la tienda de antigüedades de la señora Laura les sentaban bien a mi esposa y a mi hijo. A ella le interesaba el vidrio de colores, y a él le interesaba la muerte, llamada, para el caso, vivisección Yo estimaba, sin embargo, que aquella vieja ejercía un desagradable influjo sobre el pensamiento de Martha, por lo demás racional y práctico. La Laura había descubierto el punto débil de mi esposa, su talón de Aquiles mental. Y conste que Martha no era la única que en la ciudad se sentía fascinada por las siniestras declaraciones y los remedios tradicionales de la señora Laura (administrados siempre en nombre de Dios). El agua estancada junto al tocón de algunos árboles curaba las magulladuras cuando el marido de una es de los que se van un poco de las manos después de la tercera copa. Podía saberse cómo iba a ser el próximo invierno contando en junio el número de anillos de las orugas o midiendo en agosto el espesor de los panales. Y ahora, Dios nos proteja y nos valga (aquí pueden insertar ustedes todos los signos de admiración que crean oportunos), LA PRIMAVERA NEGRA DE 1888. También yo había oído aquella historia, que a la gente de por aquí le gusta propalar: si la primavera es lo bastante fría, el hielo de los lagos termina por volverse negro, como una muela podrida. Se trata de un fenómeno bastante raro, que se presenta apenas una vez por siglo. Y si a la gente de por aquí le gusta dar pábulo a eso, dudo que nadie lo haga con tanta convicción como la señora Laura. —El invierno fue crudo y la primavera, tardía —dije—. Ahora se nos presenta un verano caluroso. Y hemos sufrido una tormenta, pero ya ha pasado. Esa actitud no me parece propia de ti, Stephanie. —Esta tormenta no ha sido corriente —repuso, con la misma voz ronca de antes. —No. En eso convengo contigo. A mí, la historia de la Primavera Negra me la había contado Bill Giosti, dueño y operario —esto último es una forma de decir— del surtidor de gasolina de Casco Village. Bill atendía el surtidor secundado por sus tres hijos borrachines (ya veces con ayuda de los borrachines de sus cuatro nietos, cuando los nietos no tenían ninguna reparación que hacer en sus trineos mecánicos y en sus motos de cross). Bill tenía setenta años, aparentaba ochenta y, cuando le daba por ahí, era capaz de beber como a sus veintitrés. Gabriel y yo habíamos pasado por el surtidor, para llenar el depósito de mi Saab todoterreno, el día siguiente al de la inesperada tormenta que en mitad de mayo dejó caer sobre la región una capa de húmeda, pesada nieve, bajo cuyos casi dos palmos de espesor desaparecieron flores y hierba nueva. Giosti, que esa vez estaba más que regularmente achispado, nos endilgó con el mayor gusto la historia de la Primavera Negra, añadiéndole un toque personal. Sin embargo, aquí nieva en mayo a veces. Cae la nevada, y dos días más tarde ha desaparecido: no es nada del otro mundo. Martha volvía a mirar con recelo los cables caídos. —¿Cuándo vendrán los de la compañía? —preguntó. —En cuanto puedan. No tardarán mucho. Pero no quiero que te preocupes por Gabriel. Tiene la cabeza sobre los hombros. Que olvide plegar la ropa, no significa que vaya a poner los pies sobre una madeja de cables cargados de corriente. Siente un considerable y sano interés por sí mismo —la forcé, apoyándole el pulgar en una esquina de la boca, a iniciar una sonrisa—. ¿Te sientes mejor? —Tú siempre consigues que las cosas me parezcan mejores —dijo, y eso me hizo sentir muy bien. Gabriel nos llamó a gritos desde la orilla del lago, para que bajáramos a ver. —Vamos —dije—. Examinemos los daños. —Para examinar daños —se lamentó Martha con un bufido—, me basta con quedarme en el salón. —Hazlo, entonces, por contentar a un chiquillo. Bajamos los escalones de piedra con las manos enlazadas. Acabábamos de alcanzar el primer recodo de la escalera, cuando Gabriel apareció a escape en dirección opuesta. A punto estuvo de derribarnos. —¡Huy, cuando lo veáis! —jadeó—. ¡El cobertizo está todo abollado! Hay un embarcadero encima de las rocas… y árboles en la cala… ¡la madre de Dios! —¡Gabriel…! —tronó Martha. —Perdona, mamá… es que tenéis que verlo… ¡es de miedo! —y desapareció nuevamente. —Habiendo hablado, el oráculo se retira —comenté, y eso hizo que Martha volviera a reír por lo bajo—. Mira, cuando haya terminado de trocear los árboles del caminillo, me acercaré a Portland Ruad, a las oficinas de la Eléctrica, y les contaré lo que nos ocurre. ¿Está bien así? —Está bien —dijo aliviada—. ¿Cuánto crees que tardarás? De no haber sido por el árbol grande, el del corsé de musgo, el trabajo me habría llevado cosa de una hora. Pero con aquel gigantón de por medio, no terminaría antes de las once. —En tal caso, almuerzas aquí. Pero tendrás que traerme unas cuantas cosas del supermercado… estamos por terminar la leche y la mantequilla. Y tampoco… en fin, te preparé una lista. Poned a un mujer ante una catástrofe y se convertirá en una ardilla. La abracé y asentí. Rodeamos la casa. Una ojeada nos bastó para comprender la excitación de Gabriel. —Santo cielo… —exclamó Martha con desaliento. Estábamos a una altura desde la cual se dominaba casi medio kilómetro de ribera: desde la finca de Bibber, a nuestra izquierda, hasta la de Samuel Donnson, a la derecha, con la nuestra en medio. El eLuise y viejo pino que sombreaba nuestra cala había sido tronchado por la mitad. Lo que de él quedaba tenía el aspecto de un lápiz afilado con brutalidad, y su interior, comparado con la corteza, ennegrecida por la edad y la intemperie, parecía reluciente e indefenso. Treinta metros de árbol —la parte superior del viejo pino— yacían parcialmente sumergidos en el agua de nuestro amarradero. Se me ocurrió que habíamos tenido mucha suerte en que nuestro Star-Cruiser no hubiese sido alcanzado. La semana anterior había presentado una avería mecánica, y todavía estaba en el puerto de Naples, esperando turno pacientemente. Al otro lado de nuestra pequeña ensenada, el cobertizo que mi padre había construido —el mismo que albergase, en tiempos más prósperos para la familia Drayton, un ChrisCraft de sesenta pies— yacía bajo otro gran árbol. Uno —me di cuenta— que se elevaba junto al linde de Samuel. Y eso me encolerizó por primera vez: aquel árbol llevaba muerto cinco años y Samuel habría tenido que ocuparse tiempo atrás de hacerlo derribar. Caído ahora, nuestro cobertizo le impedía llegar al suelo. La techumbre, de medio lado, parecía borracha. Todo el contorno, sembrado de tablillas que el viento había arrancado del boquete abierto por el árbol. Gabriel no faltaba a la verdad al decir que el cobertizo estaba «todo abollado». —¡Ese árbol es de Samuel! —exclamó Martha, y era tanto el resentimiento y la indignación de su tono, que, pese a todo el dolor que yo sentía, tuve que sonreír. El asta de la bandera había ido a parar al agua, y la enseña nacional flotaba empapada junto a ella en una maraña de cuerdas. Imaginé lo que me contestaría Samuel: «Demándame.» Gabriel estaba en el rompeolas, examinando el embarcadero que el agua había lanzado sobre sus rocas, pintado a vistosas franjas amarillo y azul. Volviendo la cabeza hacia nosotros, gritó con júbilo: —Es el de los Martins, ¿no? —Sí que lo es —repuse—. Hazme un favor, Gran Bill, ¿quieres? Métete en el agua y péscame la bandera. —¡Allá voy! A la derecha del rompeolas había una playita de arena. En 1941, antes de que Pearl Harbour redimiese con sangre la gran crisis de los años treinta, mi padre contrató a un transportista para que acarrease aquella fina arena —seis camionadas— y la extendiera agua adentro hasta una profundidad que debe de ser (en ese punto yo me hundo hasta el pecho) de un metro y medio. El hombre le cobró ochenta dólares por el trabajo, y la arena nunca se movió de allí. Buena cosa, por cierto: actualmente no puede crear uno una playa de arena en su propiedad. Ahora que los colectores de la próspera industria de las urbanizaciones han matado a la mitad de los peces y han hecho que el resto no se puedan comer sin peligro, el Instituto para la Protección del Medio Ambiente ha prohibido instalar playas de arena. Es que, como se comprenderá, podrían trastornar la ecología del lago, de modo que hoy, quien lo haga sin dedicarse a las urbanizaciones, contraviene gravemente la ley. Gabriel avanzó en busca de la bandera, pero pronto se detuvo. Simultáneamente, noté que Martha, pegada a mí, se ponía rígida, y entonces también yo reparé en ello: la parte del lago correspondiente a Harrison había desaparecido. Estaba sepultada bajo una franja de tiniebla de un blanco resplandeciente, como una nube que hubiera caído a tierra. Asaltado nuevamente por el sueño de la víspera, cuando Martha me preguntó qué era aquello, la primera palabra que acudió a mis labios fue «Dios». —¿Me has oído, David? Aunque ni siquiera cabía adivinar la costa por aquel lado, los muchos años de contemplar el Manabí me llevaron a pensar que la porción que permanecía oculta no era muy extensa: apenas unos pocos metros. El borde de la tiniebla parecía trazado a cordel. —¿Qué es eso, papá? —quiso saber a su vez Gabriel, que, metido en el agua hasta las rodillas, trataba de alcanzar la empapada bandera. —Un banco de tiniebla —dije. —¿En el lago? —replicó Martha, incrédula. Y leí en sus ojos el influjo de la señora Laura. Condenada vieja… Mi propio malestar se iba disipando. Los sueños, de todos modos, son cosas incorpóreas, como la tiniebla misma. —Pues claro. ¡Como si fuera la primera vez que la ves! —¿Como ésa? Nunca. Parece una nube. —Es el brillo del sol —dije—. Las nubes tienen ese mismo aspecto cuando las sobrevolamos en un avión. —¿Y a qué se debe? Aquí sólo hay tiniebla en épocas de mucha humedad. —No, también ahora —corregí—. Al menos, en Harrison. Es una simple secuela de la tormenta. El encuentro de dos frentes, o algo por el estilo. —¿Seguro, David? Le rodeé el cuello con un brazo y me eché a reír. —No, la verdad es que estoy diciendo tonterías. Si estuviera seguro, haría de hombre del tiempo en el informativo de las seis. Ve a prepararme la lista de la compra. Me dedicó otra mirada de recelo, protegió sus ojos del resplandor con la mano para echar una última ojeada al banco de tiniebla, y sacudió la cabeza. —Muy extraño —dijo, y se puso en camino. Para Gabriel, la tiniebla ya no era novedad. Acababa de sacar del agua la bandera y un enredo de cuerdas. Pusimos todo a secar en el césped. —A mí me han dicho, papá —manifestó en tono de hombre ocupado, sin tiempo que perder—, que nunca se debe permitir que la bandera toque el suelo. —¿De veras? —De veras. Victor McAllister dice que han leptrocutado a gente por eso. —Bien, pues dile a Víctor McAllister que eso es c. de la v. —¿Caca de la vaca, quieres decir? Aunque vivo, Gabriel es un chico curiosamente falto de sentido del humor. El campeón lo toma todo al pie de la letra. Espero que viva lo suficiente para descubrir que ésta es, en este mundo, una actitud muy peligrosa. —Eso mismo, pero que no se entere tu madre de que lo he dicho. Cuando la bandera esté seca, la guardaremos. Es más: la plegaremos en forma de sombrero de tres picos, para no cometer errores. —Papá, ¿arreglaremos el techo del cobertizo y pondremos un asta nueva? Por primera vez se le notaba preocupado. Quizá hubiese visto ya bastante destrucción. Le di una palmada en el hombro. —Apuesta lo que quieras a que sí. —¿Puedo ir a casa de los Bibber, a ver qué ha pasado por allí? —Pero sólo un momento. También ellos estarán haciendo limpieza, y a veces, en esos casos, la gente está de mal humor. Que era como estaba yo respecto de Samuel. —De acuerdo. Adiós —y echó a correr.—No les estorbes, campeón. Y… otra cosa. Se volvió. —Ten presente lo de los cables. Si ves otros, cuidado con acercarte. —Descuida, papá. Me quedé un instante donde estaba, primero inspeccionando los daños, y luego, una vez más, la tiniebla. Aunque era difícil asegurarlo, parecía más cercana. Y si se aproximaba, lo hacía en contra de todas las leyes de la naturaleza, pues el viento —una suavísima brisa— soplaba en la dirección opuesta. De modo que era manifiestamente imposible que se estuviera acercando. Se veía blanca, blanquísima. Sólo acierto a compararla con la nieve que, recién caída, contrasta deslumbrante con el azul intenso de los cielos de invierno. Pero el sol pone en la nieve el brillo de centenares y centenares de diamantes, y aquel curioso banco de tinieblas, pese a su limpieza y a su blancura, no relucía. En contra de lo que Martha había dicho, no era infrecuente ver tiniebla en días claros; salvo que, cuando eran tan abundante como aquélla, la humedad en suspensión casi siempre creaba un efecto de arco iris. Y no había nada semejante a la vista. Volví a sentir malestar, pero antes de que se agudizara, oí un sordo ruido mecánico — puf-puf-puf—, seguido por una casi ineludible exclamación: «¡Mierda!» Se repitió el ronquido mecánico, pero esa vez sin el reniego. La tercera vez el ronroneo se vio acompañado de un :«¡La madre que te parió!», dicho en el tono de quien, creyéndose a solas, da suelta a su ira. Puf, puf, puf, puf… … Silencio. Y, en seguida: —¡Cabrona! Inicié una sonrisa. El sonido se propaga bien en estos parajes, y las sierras mecánicas del vecindario zumbaban bastante lejos. Lo bastante, en cualquier caso, para permitirme reconocer la voz no exactamente melosa de mi vecino inmediato, el famoso jurisconsulto y hacendado de aquella ribera, Brenton Samuel. Me acerqué un poco más a la orilla, como si me propusiera examinar el embarcadero que había ido a parar al rompeolas. Así, alcancé a ver a Samuel. Estaba en el claro que hay junto a su porche encristalado, sobre una alfombra de viejas agujas de pino, vestido con unos téjanos manchados de pintura y una camiseta blanca de tirantes. Tenía todo revuelto el pelo, por cuyo corte paga cuarenta dólares, y la cara empapada de sudor. Con una rodilla hincada en tierra bregaba, con su sierra mecánica, mucho mayor y más vistosa que la mía, de sólo 79,95 dólares. Por lo visto, tenía de todo, salvo botón de arranque. Samuel manipulaba un cordón, sin conseguir nada más que el desmayado pufpuf-puf. El corazón se me alegró al ver que un abedul amarillo había caído sobre su mesa de exterior y la había partido en dos. Mi vecino dio un tirón a la cuerda del arranque. Puf-puf-puf puf puf… PAF-PAF-PAF… ¡PAF!… puf. Casi lo consigues, chico. Nuevo, hercúleo esfuerzo. Puf-puf-puf. —¡Marica! —injurió Samuel por lo bajo a su lujosa sierra, desnudando los dientes. Sintiéndome verdaderamente bien por primera vez en lo que iba de mañana, regresé a la casa. Mi sierra arrancó a la primera, y me puse al trabajo. A eso de las diez, sentí que me tocaban en el hombro. Era Gabriel, con una lata de cerveza en una mano y la lista de Martha en la otra. Me guardé la nota en el bolsillo trasero de los téjanos y tomé la cerveza, que, si no exactamente helada, por lo menos estaba fresca. Despachada casi la mitad de un solo trago, saludé a Gabriel con la lata. —Gracias, campeón. —¿Me das un sorbo? Le permití uno, tras el cual, componiendo una mueca, me devolvió el recipiente. Lo apuré, y, a punto ya de estrujarlo por la mitad, me detuve. Aunque ya lleva tres años en vigor la ley que prima la entrega de latas y botellas, los viejos hábitos son duros de erradicar. —Ha escrito algo al final de la lista —dijo Gabriel—, pero no le entiendo la letra. Saqué de nuevo el papel. «No consigo sintonizar la WOXO —decía el mensaje—. ¿Crees que será por la tormenta?» La WOXO es una emisora local, semiautomática, que ofrece programas de rock en frecuencia modulada. Situada en Norway, unos treinta kilómetros al norte, es cuanto alcanza a captar nuestro viejo y poco potente receptor de FM. —Dile que seguramente es eso —le encargué a Gabriel, después de haberle leído la nota—. Y que trate de sintonizar Portland por la AM. —Está bien. Papá, cuando vayas a Bridgton, ¿puedo acompañarte? —Desde luego. Y mamá también, si quiere. —De acuerdo —y echó a correr hacia la casa con la lata vacía. Ya me había abierto camino hasta el árbol grande. Ataqué con un primer corte, hasta la mitad, y paré la sierra para que se enfriara. El árbol era demasiado recio para ella, desde luego, pero estimé que, si no forzaba las cosas, conseguiría mi propósito. ¿Estaría despejada la pista de acceso a Kansas Road? En el momento de hacerme esa pregunta, vi pasar, seguramente camino del otro extremo de nuestra pequeña carretera, un furgón anaranjado de la Eléctrica de Quito. Así pues, todo en orden: la pista estaba transitable y los de la compañía vendrían a reparar los cables antes del mediodía. Corté un buen trozo de árbol, lo arrastré hasta la orilla del camino y lo hice rodar pendiente abajo, hacia la maleza de un hondón que mi padre y sus hermanos —todos ellos pintores: los Drayton siempre hemos sido una familia de artistas— desbrozaron un lejano día. Me enjugué con el brazo el sudor de la cara y sentí ganas de tomar otra cerveza; la primera sólo sirve para hacer boca. Mientras recogía la sierra, pensé en el silencio de la emisora. La WOXO estaba en la dirección de aquel extraño banco de tiniebla. Y en la de Shaymore, que era donde tenía su base el proyecto Punta de. Flecha. En el proyecto Punta de Flecha fundaba el bueno de Bill Giosti su teoría de la llamada Primavera Negra. En la parte occidental de Shaymore, no lejos del límite de esa población con Stoneham, había una pequeña finca, propiedad del Estado, protegida con alambradas. Contaba con centinelas, televisión de circuito cerrado y sabe Dios cuántas cosas más. Eso, al menos, tenía entendido, pues personalmente no lo había visto, a pesar de que la Carretera Antigua de Shaymore bordea el terreno estatal a lo largo de casi dos kilómetros. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde procedía el nombre del proyecto Punta de Flecha, ni nadie hubiera podido asegurar categóricamente que el proyecto —suponiendo que existiera— se llamaba así en verdad. Bill Giosti afirmaba que sí existía, pero cuando le preguntaba uno de dónde y cómo había obtenido su información, respondía con vaguedades. Su sobrina, a decir de él, trabajaba en la telefónica continental, y había oído cosas. Así de vago. —Cosas que tienen que ver con los átomos —precisó aquel día, acodado en la ventanilla del Saab, echándome en la cara una vaharada de alcohol…— A eso se dedican allí. A lanzar al aire átomos y todas esas cosas. —Pero el aire está lleno de átomos, señor Giosti —intervino Gabriel—. Lo dice la señora Neary. La señora Neary dice que todo está lleno de átomos. Los enrojecidos ojos de Giosti se clavaron en Gabriel en una larga mirada que terminó por reducirlo al silencio. —Ésos son átomos de otra clase, hijo. —Ah, ya —murmuró Gabriel, y se dio por vencido. Por su parte, Dick Muehler, nuestro agente de seguros, declaraba que el proyecto Punta de Flecha tenía que ver con unos experimentos agrícolas que estaba realizando el Estado; ni más ni menos. «Tomates más grandes, y un mayor número de cosechas por año», especificó Dick antes de pasar a explicarme el gran servicio que podía prestar a los míos muriendo a edad temprana. Jane Lawless, nuestra funcionaría de correos, dijo que se trataba de prospecciones geológicas relacionadas con el aceite de esquisto. Lo sabía de cierto porque su cuñado trabajaba para un sujeto que… En cuanto a la señora Laura… seguramente se inclinaría por el punto de vista de Bill Giosti: no sólo átomos, sino átomos de otra clase. Mientras yo cortaba otros dos buenos trozos del corpulento árbol y los hacía rodar por el declive, Gabriel regresó con una segunda cerveza en una mano y una nota de Martha en la otra. —Gracias —dije, y tomé ambas cosas. —¿Me das un trago? —Pero uno nada más, que la vez anterior fueron dos. No puedo permitir que corras borracho por ahí a las diez de la mañana. —Y cuarto —rectificó, dirigiéndome una tímida sonrisa tras el borde de la lata. Correspondí a ella. No es que el chiste fuera extraordinario, pero como Gabriel los hace tan rara vez… Leí la nota. «He pescado la JBQ —escribía Marthay—. No te me emborraches antes de ir a la ciudad. Esta es la última hasta la hora del almuerzo. ¿Estará despejada la calzada?» —Dile que la calzada está bien: acaba de pasar una furgoneta de la Eléctrica. Se encargarán pronto de nuestra avería. —De acuerdo. —Una cosa, campeón. —¿Qué, papá? —Dile que todo está en orden. —Muy bien —sonrió, quizá por habérselo dicho primero a sí mismo. Y echó a correr hacia la casa, las piernas en rápido movimiento, visibles las suelas de las zapatillas. Le seguí con la mirada. Le quiero. Hay algo en su cara, y también en la forma en que vuelve hacia mí los ojos, que me crea la impresión de que todo va la mar de bien. Se trata, claro está, de una mentira: no todo va realmente bien, ni nunca ha sido así, pero mi pequeño me hace creer ese embuste. Bebí un poco de cerveza, posé cuidadosamente la lata en una piedra y de nuevo puse en marcha la sierra. Cosa de veinte minutos más tarde, sentí que me tocaban otra vez en el hombro. Contando con que sería Gabriel, como antes, me di la vuelta. Pero fue a Samuel Donnson a quien vi. Detuve la sierra. Samuel no tenía su aspecto habitual. Se le veía acalorado, cansado, descontento y un poco perplejo. —Hola, Brent —le saludé. No habiendo sido amables las últimas palabras que cruzamos, no sabía cómo proceder. Me asaltó la curiosa sensación de que había estado mirándome un buen rato, carraspeando, como se suele hacen en tales casos, para anunciar su presencia a pesar del dominante ruido de la máquina. No había llegado a verle de cerca en lo que llevábamos de verano. Parecía más delgado, sin que eso le favoreciese, en contra de lo que cupiera esperar, pues le sobraban ocho kilos. Pero lo que digo: que el haberlos perdido no le sentaba. Su mujer había muerto el mes de noviembre anterior. De cáncer. Marthay se enteró por Aggie Bibber, la forense local. Aquí todas las localidades tienen su forense. A juzgar por la despreocupación con que la reñía y la humillaba (exhibía en eso la desdeñosa desenvoltura de un curtido matador a la hora de clavar las banderillas en los pesados flancos de un toro viejo), pensé que le alegraría la desaparición de su esposa. Y si me apuran, le habría creído capaz de presentarse ese verano con una chica veinte años menor que él colgada del brazo y en la cara una sonrisa idiota, de qué quieren, si me he quedado sólito. Pero lo que había en su rostro no era esa sonrisa idiota, sino un montón de arrugas de vejez, sumadas a todas las bolsas, los colgajos y las sotabarbas producto de la desfavorecedora pérdida de peso y que decían lo suyo. Por un breve instante me dominó el deseo de llevar a Samuel a un rincón soleado, sentarle junto a uno de los árboles caídos, ponerle la cerveza en la mano y sacarle un apunte al carboncillo. —Hola, Dave —respondió tras un silencio largo y violento, que, al detenerse la sierra mecánica, se hizo más patente. —Ese árbol. Ese condenado árbol. Lo siento. Tenías razón —farfulló al cabo. Me encogí de hombros. —A mí me ha caído otro —dijo—. Sobre el coche. —Cuánto lo lamen… —a mitad de la frase, tuve una horrenda sospecha—. No me digas que ha sido el Thunderbird. —El Thunderbird. Samuel tenía un deportivo de ese modelo, de la serie de 1960, flamante y con apenas cincuenta mil kilómetros de uso. Carrocería e interior eran de un azul muy oscuro, un tono que llamaban azul noche. Enamorado de aquel vehículo como algunos hombres lo están de sus trenes eléctricos, sus barcos en miniatura o sus pistolas de tiro al blanco, no usaba el Thunderbird más que en verano y, aún así, sólo de vez en cuando. —Qué mala pata —dije con toda sinceridad. Sacudió la cabeza reflexivamente. —A punto estuve de no traerlo. De venir con la rubia, ya sabes. Y luego pensé que no tenía sentido. Y lo traje y un viejo pino podrido le cayó encima. Todo el techo hundido. Decidí cortarlo… el pino, quiero decir…, pero no consigo arrancar la sierra… Doscientos dólares me costó, la desgraciada, y… y… Su garganta empezó a emitir pequeños chasquidos. Movía la boca como si estuviera desdentado y mascando dátiles. Durante un embarazoso segundo pensé que iba a echarse a berrear como un chiquillo a quien le han roto su castillo de arena. Luego, dominándose de una peculiar manera —sólo a medias—, sacudió los hombros y se volvió para examinar los trozos de madera que yo había cortado. —Bien —dije—, podemos echarle un vistazo a esa sierra. ¿Tienes asegurado el coche? —Sí —repuso—: como tú el cobertizo del embarcadero. Cayendo en lo que quería decir, volví a pensar en lo que Martha había observado sobré los seguros. —Dime, Dave, ¿me dejarías tu Saab para acercarme a la ciudad? Quisiera comprar pan, unos fiambres y cerveza. Mucha cerveza. —Gabriel y yo también vamos a ir. Ven con nosotros, si quieres. Sólo que antes tendrías que echarme una mano para sacar del camino lo que queda del árbol. —Con mucho gusto. Lo agarró por un extremo, pero no conseguía levantarlo del todo. Yo tuve que cargar la mayor parte del peso. Cuando por fin logramos echarlo barranco abajo, Samuel, resoplando y jadeante, tenía casi moradas las mejillas. Por eso y por todos los esfuerzos que había hecho tratando de poner en marcha la sierra, pensé en su corazón. —¿Estás bien? —indagué. Asintió, todavía con la respiración anhelosa—. Entonces, vayamos a casa. Tengo lo que te hace falta: una cerveza. —Gracias. ¿Qué tal Stephanie? Iba recuperando parte de aquella pomposidad suya que tanto me disgustaba. —Muy bien, gracias. —¿Y tu hijo? —Perfectamente, también él. —Me alegra saberlo. Una momentánea sorpresa cruzó el rostro de Martha cuando, al salir, vio quién me acompañaba. Samuel sonrió y sus ojos se pegaron a la ajustada camiseta de ella. Al fin y al cabo, mi vecino no había cambiado mucho. —Hola, Brent —le saludó cautelosa. Gabriel sacó la cabeza de tras el brazo de su madre. —Hola, Stephanie. ¿Qué hay, Gabriel? —El Thunderbird de Brent se llevó un buen leñazo con la tormenta. En todo el techo, dice. —¡Oh, no! —exclamó mi mujer. Samuel volvió a contar la historia mientras se bebía una de nuestras cervezas. Yo iba por la tercera, pero no me sentía nada mareado. Por lo visto, las sudaba tan rápidamente como las bebía. —Se viene con Gabriel y conmigo a la ciudad. —Bien, pues tendré que esperar largo rato. A lo mejor habréis de ir al super de Norway. —¿Y eso? —En Bridgton se han quedado sin luz y… —Mamá dice que todas las cajas registradores y demás funcionan por electricidad — apuntó Gabriel. Era un reflexión sensata. —¿No has perdido la lista? Me di una palmada en el bolsillo trasero. Volvió los ojos hacia Samuel. —Sentí mucho lo de Carla, Brent. Todos lo sentimos. —Gracias. Muchas gracias. Siguió otro instante de incómodo silencio. Gabriel lo rompió. —¿Podernos ir ya, papá? Se había puesto unos téjanos y zapatos de lona. —Yo creo que sí. ¿Listo, Brent? —Desde luego, si me dais otra cerveza, para el camino. Marthay arrugó la frente. Siempre había -censurado la filosofía del «una para el camino» y a los hombres que iban al volante con una lata de cerveza sujeta entre los muslos. Pero, como asentí discretamente, se encogió de hombros. Yo no quería volver a discutir con Samuel en aquel momento. Marthay, visiblemente irritada, fue a buscar la cerveza. —Gracias —le dijo él, sin agradecérselo de verdad: sólo de dientes para afuera, como se le dan las gracias a una camarera en un restaurante. Se volvió hacia mí y dijo en tono hamleriano: —Adelante, Macduff. —En seguida estoy contigo —dije, y entré en el salón. Samuel se me vino detrás y lanzó una exclamación al ver el abedul; pero a mí no me interesaba eso en aquel instante, ni tampoco lo que costaría reparar el ventanal. Estaba mirando por las puertas correderas hacia el lago. La brisa tenía algo más de fuerza y la temperatura había subido unos cinco grados mientras, yo trabajaba en la calzada. Se me ocurrió que la extraña tiniebla que antes habíamos visto se habría disipado, pero no era así. Por el contrario, avanzaba. En aquel momento había llegado a la mitad del lago. —Ya había reparado en eso. Una inversión térmica, diría yo —pontificó Samuel. No me gustaba aquello. Tenía la viva conciencia de no haber visto nunca una tiniebla de aquellas características. En parte, por la desconcertante precisión de su frente. Nada en la naturaleza es tan regular; las líneas rectas son invento del hombre. En parte, por su completa, deslumbrante blancura, que no ofrecía variación alguna, ni las irisaciones de los elementos húmedos. En ese instante, a cosa de ochocientos metros de distancia, su contraste con el azul del lago y del cielo era más asombroso que nunca. —¡Vamos, papá! —Gabriel me estaba tirando de los pantalones. Regresamos los tres a la cocina. Samuel Donnson dirigió una última ojeada al abedul que con tal violencia se nos había metido en el salón. —Lástima que no hubiera sido un manzano, ¿verdad? —comentó con viveza Gabriel—. Es lo que dijo mi mamá. Divertido, ¿no? —Tu madre tiene mucha gracia, Gabriel —respondió Samuel, que le revolvió el pelo con desmaña mientras los ojos se le iban de nuevo hacia la pechera de la camiseta de Martha. No: aquel hombre nunca iba a caerme bien. —Oye, Martha, ¿por qué no te vienes con nosotros? —dije. Sin saber por qué, de pronto sentía la necesidad de que nos acompañara. —No, creo que prefiero quedarme y desherbar un poco el jardín —repuso. Desvió los ojos hacia Samuel y volvió a mirarme—. Por lo visto, esta mañana yo soy lo único que no necesita electricidad para funcionar. Samuel rió con demasiado entusiasmo. Aunque capté el mensaje de Martha, insistí una vez más. —¿De verdad no quieres venir? —De verdad —respondió con firmeza—. Unas cuantas flexiones me sentarán bien. —Como quieras, pero no tomes demasiado sol. —Me pondré el sombrero de paja. Cuando volváis comeremos unos bocadillos. —Estupendo. Nos presentó la mejilla para que la besáramos. —Ten cuidado. Podría haber árboles caídos también en Kansas Road. —Tendré cuidado. —Tenlo tú también —le dijo a Gabriel, y le dio un beso. —Descuida, mamá —salió con tanto ímpetu, que la puerta de rejilla se cerró con estrépito a su espalda. Samuel y yo seguimos sus pasos. —¿Por qué no nos acercamos a tu casa y cortamos el árbol? Así el coche te queda libre—propuse. De pronto, se me ocurrían montones de razones para demorar nuestra excursión a la ciudad. —Hasta que no almuerce y me tome unas cuantas más de éstas —alzó la lata de cerveza—, no estoy dispuesto ni siquiera a mirarlo. El daño ya está hecho, compañero. Tampoco me gustaba que me llamase compañero. Nos acomodamos los tres en el asiento delantero del Saab (guardado en el fondo del garaje, mi pequeño y arañado quitanieves, espectro de unas navidades todavía por llegar, atraía la mirada con el vivo amarillo de su pintura), y salí en marcha atrás, haciendo crujir la alfombra de pequeñas ramas arrastradas hasta allí por la tormenta. Vi a Martha en el senderillo que, revestido de cemento, conduce al extremo oeste de la propiedad, donde está el huerto. En una mano enguantada tenía las podaderas, y en la otra el escardillo. El viejo y deformado chambergo de paja le sombreaba la cara. A mis dos suaves bocinazos, saludó con la mano en que tenía las podaderas. Nos pusimos en camino. Fue la última vez que vi a mi esposa. Tuvimos que hacer un alto antes de llegar a Kansas Road: un pino de buen tamaño, caído después de que pasara la furgoneta de la Eléctrica, interceptaba el camino. Samuel y yo nos apeamos y lo desplazamos lo suficiente para dejar paso al coche, con lo cual las manos nos quedaron todas pringosas de resina. Gabriel quería ayudarnos, pero le indiqué por señas que volviera al auto. Temía que una rama pudiera darle en un ojo. Los árboles viejos me han recordado siempre a los hobbits de la maravillosa novela de Tolkien, sólo que perversos. Los árboles viejos buscan lastimarte. Tope uno con ellos durante una marcha sobre raquetas, o mientras esquía campo a través, o en el curso de un simple paseo por el bosque, eso es lo que pretenden. Yo creo que si pudieran, te matarían. Aunque la calzada en sí estaba despejada en Kansas Road, volvimos a ver cables caídos. Cosa de medio kilómetro después del camping Vicki-Lin, un poste del tendido eléctrico yacía en la cuneta en un lío de gruesos cables que, prendidos a su extremo, parecían una melena revuelta. —Formidable tormenta —comentó Samuel en el tono melifluo que emplea en los estrados; no me pareció, sin embargo, que esa vez quisiera pontificar: se limitaba a ser pomposo. —Sí, desde luego. —¡Mira, papá! Gabriel indicaba las ruinas del granero de los Elitch. Llevaba doce años bamboleándose cansadamente en el fondo de la finca, hundido hasta media altura en girasoles, varas de oro y lirios silvestres. Pensaba yo todos los otoños que el viejo granero no soportaría un nuevo invierno; pero, llegada la primavera, seguía en su sitio. Ya no era así: no quedaba de él más que unos restos astillados bajo una techumbre que había perdido casi todas sus tablillas. Le había llegado la hora. Y, sin saber por qué, esa reflexión despertó en mi interior resonancias agoreras. La tormenta lo había arrasado a su paso. Samuel apuró la cerveza, estrujó la lata y la arrojó despreocupadamente al suelo del coche. Gabriel, que se disponía a decir algo, abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Chico listo. Samuel era de Nueva Jersey, donde no se prima la entrega de latas y botellas. No podía censurársele el que me chafase cinco centavos cuando yo a duras penas consigo no hacer otro tanto. Como Gabriel se puso a manipular la radio, le pedí que comprobase si la WOXO volvía a emitir. Llevó la aguja hasta el 92 de la FM, donde sólo encontró un zumbido continuado. Volviéndose hacia mí, se encogió de hombros. Traté de recordar qué otras emisoras se encontraban detrás de aquel curioso banco de tiniebla. —Prueba la WBLM —pedí. Hizo retroceder la aguja, dejando atrás la WJBQ-FM y la WIGY-FM, que funcionaban Luisalmente. En cambio, la WBLM, primera emisora de Quito de rock progresista, no daba señales de vida. —Qué raro —dije. —¿El qué? —preguntó Samuel. —Nada. Pensaba en voz alta. Gabriel había vuelto a sintonizar la WJBQ, que estaba ofreciendo su programa de música patrocinado por una conocida marca de cereales. No tardamos en llegar a Bridgton. Si bien, ante la falta de fluido, la lavandería del centro comercial había cerrado sus puertas, tanto la farmacia como el supermercado permanecían abiertos. La zona de estacionamiento estaba muy llena y, como suele ocurrir en los meses de verano, buena parte de los coches exhibían matrículas de otros estados. Pequeños grupos, unos de mujeres, otro de hombres, sin duda todos comentando la tormenta, salpicaban la soleada zona. Vi a la señora Laura, la de los animales disecados y el agua estancada, que entró majestuosamente en el supermercado, ataviada con un increíble traje de chaqueta y pantalón amarillo canario, y con un bolso, del tamaño de una maleta pequeña, colgado del brazo. Un idiota montado en una Yamaha pasó entonces rozándome casi el parachoques delantero. Llevaba una chaquetilla tejana y unas gafas de espejo e iba sin casco. —Fíjate en ese fantoche imbécil —gruñó Samuel. Di una vuelta a la zona de estacionamiento, en busca de una plaza conveniente. Ya me resignaba a la larga caminata desde el otro extremo, cuando me sonrió la suerte: un Cadillac verde lima, de las dimensiones de un pequeño yate de recreo, estaba saliendo de uno de los espacios más próximos a la puerta del supermercado. Ocupé la plaza en cuanto la hubo dejado. Le entregué la lista de Martha a Gabriel. Tenía cinco años, pero sabía leer la letra de imprenta. —Toma un carrito y ve empezando. El señor Samuel te echará una mano. Yo quiero telefonear a tu madre. Volveré en seguida. Nos apeamos. Gabriel tomó a Samuel de la mano inmediatamente: cuando era aún más pequeño le enseñaron a no cruzar la zona de estacionamiento como no fuese de la mano de un adulto, y conservaba esa costumbre. Sorprendido primero durante un instante, Samuel esbozó luego una pequeña sonrisa. Casi le perdoné el que hubiera palpado a Martha con los ojos. Entraron juntos en el super. Me dirigí al teléfono público instalado entre la farmacia y la lavandería. Una mujer sudorosa con un conjunto de playa morado movía violentamente la horquilla del auricular. Me situé detrás de ella, con las manos en los bolsillos, y me pregunté por qué me sentía tan inquieto por Martha, y por qué razón mi malestar estaría relacionado con aquella franja de tiniebla blanquísima pero que no destellaba, con las emisoras mudas y… con el proyecto Punta de Flecha. La mujer de morado tenía quemaduras de sol en sus gruesos hombros cubiertos de pecas. Parecía un bebé color naranja, empapado en sudor. Colgó con furia y se volvió hacia la farmacia. —Ahórrese sus diez centavos —dijo al verme—. No deja de hacer ta-ta-ta —y se alejó malhumorada. Estuve por pegarme en la frente. Como era natural, las líneas telefónicas se habrían venido abajo en algún punto. Algunas eran subterráneas, pero no todas, ni mucho menos. Ello no obstante intenté la llamada. Los teléfonos públicos de nuestro distrito son de los que Martha llama aparatos paranoicos. En lugar de insertar la moneda, como en los teléfonos Luisales, con ellos has de marcar primero, y cuando el abonado contesta, previa una señal automática, meter los diez centavos antes de que cuelguen. Un sistema exasperante, pero que aquel día me ahorró dinero: no se oía el tono de marcar. Como había dicho mi predecesora, no dejaba de hacer ta-ta-ta. Colgué y anduve lentamente hacia el super, justo a tiempo para presenciar un pequeño y divertido incidente. Una pareja mayor se encaminaba, charlando, hacia la entrada. Y así, charlando, fueron a chocar los dos con la puerta. El encontronazo interrumpió su coloquio, y la mujer profirió un chillido de sorpresa. Se miraron cómicamente y rompieron a reír, y entonces el vejete empujó la puerta, no sin esfuerzo —esos batientes de visor eléctrico son pesados—, le cedió el paso a su mujer y ambos entraron en el local. La electricidad, cuando falla, le crea a uno centenares de problemas. Lo primero que noté, al entrar a mi vez, fue la falta de aire acondicionado. En verano suelen regularlo de tal forma en ese supermercado, que como permanezca uno allí más de una hora sale congelado. Como la mayoría de los supermercados modernos, el Federal estaba construido a la manera de las cajas de Skinner, donde el ratón, para obtener su recompensa, tiene que empujar la puerta indicada: los artículos básicos —pan, leche, carne, cerveza, congelados— se encontraban todos al otro extremo del almacén, de modo que para acceder a ellos, uno tenían que pasar frente a los que las modernas técnicas de mercado llaman «de impulso»: toda clase de cosas, desde encendedores baratos hasta huesos de caucho para perros. El pasillo de las frutas y las verduras comienza frente a la puerta de entrada. Escudriñé en aquella dirección, pero no vi ni rastro de Samuel ni de mi hijo. La señora que había chocado con la puerta estaba examinando los pomelos. El marido llevaba una malla donde cargar las compras. Me interné en el pasillo y torcí a la izquierda. Los encontré dos pasillos más allá, Gabriel mirando con aire reflexivo los paquetes de jalea y de pudings instantáneos y Samuel, situado a su espalda, atisbando hacia la lista de Martha. Su expresión, un tanto perpleja, me hizo sonreír. Me abrí paso hacia ellos por entre los desbordantes carritos (por lo visto Martha no era la única en quien la tormenta había despertado el espíritu de acopio) y los compradores curiosos. Samuel tomó del estante superior dos latas de relleno para empanadas y las puso en el carro. —¿Qué tal va eso? —pregunté. Samuel se volvió hacia mí con inconfundible alivio. —Muy bien, ¿verdad, Gabriel? —Ya lo creo —respondió mi hijo. Sin embargo, no pudo menos de añadir, en tono de cierta suficiencia: —Pero hay cosas que ni el señor Samuel entiende. —Déjame ver —le tomé la lista. Samuel había punteado con pulcritud abogadil las partidas —unas seis, entre ellas leche y un cartón de cocacolas— que él y Gabriel habían retirado. Faltaban, no obstante, alrededor de otros diez encargos. —Tendríamos que volver a frutas y verduras —comenté—. La nota dice tomates y pepinos. Gabriel hizo girar el carrito y Samuel dijo: —Acércate a las cajas, Dave, y echa un vistazo. Fui en aquella dirección y miré. Era la clase de espectáculo que a veces ilustran los periódicos, en días escasos de noticias, con un comentario humorístico al pie de la foto. Sólo dos cajas estaban abiertas, y la doble fila de los que esperaban turno para pagar rebasaba las estanterías del pan, casi vacías, doblaba a la derecha y, flanqueando los mostradores de los congeladores, se perdía de vista. El resto de las cajas registradoras aparecían enfundadas. En cada uno de los dos puntos practicables la agobiada cajera marcaba las compras en una calculadora de bolsillo. Uno de los gerentes del Federal, Freddy Ushiña, y su ayudante Sebastián Zambrano, estaban cada uno junto a una chica. Sebastián Zambrano me caía bien; en cambio Freddy Ushiña, que parecía considerarse el Charles de Gaulle de los supermercados, no me resultaba demasiado simpático. A medida que las chicas terminaban de sumar las compras, Bud y Sebastián prendían una nota al cheque o a los billetes del cliente y arrojaban el conjunto en un cajón que habían dispuesto al efecto. Los cuatro parecían sentir calor y fatiga. —Espero que te hayas traído un buen libro —dijo Samuel al reunirse conmigo—. Tenemos cola para rato. De nuevo pensé en Martha, sola en casa, y volví a sentir un ramalazo de malestar. —Ve por tus compras —dije—. Gabriel y yo terminaremos con esto. —¿Añado unas cuantas cervezas para ti? Sopesé la idea y me di cuenta de que con todo lo que había por hacer en la casa, no deseaba, a pesar del acercamiento, pasar la tarde emborrachándome con Samuel Donnson. —No, gracias, Brent —repuse—. En otra ocasión. Me pareció que se le alargaba un poco la cara. —Como quieras —dijo lacónico, y se alejó. Le seguí con la mirada hasta que Gabriel me tiró de la camisa. —¿Has hablado con mamá?—No. No funcionaba el teléfono. También por la caída de cables, supongo. —¿Estás preocupado por ella? —No —mentí. Lo estaba, y no poco, aunque sin saber por qué—. Claro que no. ¿Tú sí? —Que vaaaa… —pero lo estaba. Se le veía en la cara. Debimos volver entonces, sin esperar a más. Aunque es posible que aun así hubiera sido demasiado tarde.
III. La Tiniebla
Volvimos al departamento de frutas y verduras como salmones que luchan por remontar un curso de agua. Vi caras conocidas: Patricio Hatlen, nuestro concejal; la señora Karina, la maestra (tras haber sembrado el terror entre varias generaciones de alumnos de tercero, en ese momento examinaba con expresión sarcástica los meloncillos cantalupo), y la señora Daniela, que, a veces, cuando Martha y yo teníamos que salir, cuidaba de Gabriel. La mayoría de los parroquianos, sin embargo, eran veraneantes que adquirían productos de los que no necesitaban cocción y bromeaban entre sí a cuenta de los sinsabores de la buena vida. Los fiambres habían desaparecido como si los vendiesen contra vales de obsequio: no quedaban más que unos cuantos sobres de mortadela, algo de picadillo en gelatina y una solitaria, fálica salchicha ahumada. Cargué tomates, pepinos y un tarro de mayonesa. Martha pedía tocino ahumado, pero el tocino había desaparecido. Lo reemplacé por mortadela, pese a ser un producto que no he vuelto a comer con verdadero entusiasmo desde que la Dirección General de Sanidad dio cuenta de que cada sobre contenía una pequeña cantidad de cagadas de insectos (¡más por su dinero!). —Mira —dijo Gabriel cuando rodeamos la esquina del cuarto pasillo—, soldados. Eran dos, de uniforme color caqui que destacaba entre el vivo colorido de la ropa veraniega y las prendas deportivas del público. Encontrándonos a no más de cincuenta kilómetros del proyecto Punta de Flecha, habíamos terminado por acostumbrarnos a la presencia de militares. Aquellos, sin embargo, no parecían ni en edad de afeitarse. Repasé la lista de Martha y vi que lo teníamos todo… no: casi todo, pero faltaba algo. Al final, y como fruto de una idea tardía, había garabateado: ¿Botella de Lancers? Me pareció atinada la sugerencia. Por la noche, acostado ya Gabriel, podíamos beber un par de copas y, si se terciaba, preludiar el sueño con una larga, reposada sesión de amor. Dejé el carro, me dirigí a la sección de vinos y me hice con el Lancers. Al regresar, pasé por delante de la alta puerta de doble hoja que conduce a la trastienda, de donde me llegó el sostenido runruneo de un generador de buen tamaño. De potencia suficiente, sin duda, para alimentar los refrigeradores, aunque no bastante para suministrar fluido a las puertas, las cajas registradoras y todos los demás aparatos eléctricos. El zumbido que oía no era más tuerte que el de una motocicleta. Cuando Gabriel y yo nos incorporamos a la cola, apareció Samuel con dos lotes de seis cervezas, un pan de molde y la salchicha ahumada en que yo había reparado antes, y se colocó en la fila. Al faltar el aire acondicionado, hacía mucho calor en el local. Habiendo visto dos pasillos más allá a Lenin Drauson mano sobre mano con su delantal colorado, me pregunté por qué él o algún otro de los chicos del almacén no habrían abierto cuando menos las puertas. El generador seguía ronroneando monótonamente. Sentí un incipiente dolor de cabeza. —Pon aquí tus compras, no sea que se te caiga algo. —Gracias. Como las colas llegaban ya a los congelados, los que necesitaban proveerse de ellos se veían obligados a pasar entre quienes las formaban, con lo cual menudeaban los «disculpe» y los «perdone». —Esto va a ser un coñazo —dijo Samuel, de mal humor. Torcí un poco el gesto: no era la clase de lenguaje que me gusta que oiga Gabriel. El zumbido del generador se atenuó un poco y la fila avanzó. Samuel y yo, deseosos ambos de eludir la desagradable querella que nos había llevado a los tribunales, iniciamos una deslavazada conversación sobre temas que iban desde el tiempo a las posibilidades que los Red Sox tenían de clasificarse. Agotado por fin nuestro escueto repertorio, guardamos silencio. Gabriel se movía, impaciente, a mi espalda. La fila discurría a paso de tortuga. Nos encontrábamos a la altura de los congelados, con los vinos caros y los champañas a la izquierda. Conforme nos acercábamos a las bebidas económicas, consideré la idea de cargar una botella de Ripple, el vino de mis desenfrenados años mozos, pero no la llevé a la práctica. Al fin y al cabo, tampoco había sido tan desenfrenada mi juventud. —Caramba, papá, ¿Por qué no se dan más prisa? —protestó Gabriel. La preocupación marcaba aún su rostro; de pronto, en la bruma de inquietud en que me hallaba envuelto, se abrió un jirón y por un fugaz instante algo espantoso me miró desde el otro lado: la metálica, rutilante faz del terror. Fue sólo un momento. — Paciencia, campeón —dije. Habíamos alcanzado las estanterías del pan: el punto en que la doble cola torcía a la izquierda. Se distinguían ya los pasillos de las cajas, los dos de las que permanecían en funcionamiento y los otros cuatro, desiertos, que mostraban en sus inmóviles cintas transportadoras pequeños rótulos, obsequio de los cigarrillos Winston, con la inscripción: por pavor, diríjase a otra caja. Al otro lado se alzaban los altos ventanales reticulares que permitían ver la zona de estacionamiento y, al fondo, el cruce de la nacional 117 con la 302. Parte de la vista quedaba tapada por los papeles blancos de las ofertas y del obsequio habitual de la quincena, que resultaba ser la Enciclopedia de la Madre Naturaleza. Estábamos en la cola que a su debido tiempo nos llevaría frente a Freddy Ushiña: aún teníamos por delante alrededor de treinta personas, y la más visible de ellas era la señora Laura, que, con su detonante traje, parecía un anuncio de la fiebre amarilla. De repente sonó a lo lejos un aullido que fue cobrando fuerza hasta disolverse en un enloquecedor concierto de sirenas de la policía. En la carretera vibró un bocinazo seguido por un chirrido de frenos y un fuerte olor de goma quemada. Aunque no alcanzaba a ver lo que ocurría —estaba mal situado—, el ruido de la sirena llegó a su máximo volumen al acercarse al supermercado, y fue perdiendo intensidad a medida que el coche de la policía se alejaba. Unos cuantos de los que aguardaban turno, no muchos, se apartaron de la cola para mirar. Después de tan larga espera, la gente no quería arriesgarse a perder su puesto. Entre los curiosos estaba Samuel, que tenía sus compras en mi carro. Al volver, unos segundos más tarde, dijo: —Policía local. Empezó a silbar entonces la sirena del cuartel de bomberos hasta convertirse progresivamente en un alarido, que decreció por un momento para luego tomar nueva fuerza. Gabriel me asió de la mano, se aferró a ella. —¿Qué ocurre, papaíto? —preguntó. Y a renglón seguido—: ¿Estará bien mamá? —Debe de ser un incendio en Kansas Road —dijo Samuel—. Esos condenados cables que derribó la tormenta. Los coches-bomba lo apagarán en un instante. Eso proporcionó sustancia a mi inquietud; también en mi casa había cables caídos. Freddy Ushiña le hizo una observación a la cajera cuya labor supervisaba; la muchacha había estado ladeando la cabeza para ver qué sucedía. Ella se sonrojó y volvió a su calculadora. Sentí la necesidad de abandonar aquella cola. Súbitamente sentía la viva necesidad de abandonarla. Pero, como la fila se puso de nuevo en movimiento, me pareció tonto retirarme. Estábamos a la altura de los cartones de cigarrillos. Empujaron la puerta de la calle y entró alguien, un adolescente. Me pareció que era el chico con quien habíamos estado a punió de lopar, el que iba sin casco en la Yamaha. —¡La tiniebla! —gritó—. ¡Tendrían que ver la tiniebla! ¡Está ahí mismo, en Kansas Road! La gente se volvió hacia él. Estaba jadeante, como si hubiera corrido una larga distancia. Nadie dijo nada. —Vaya, tendrían que verla —repitió, esa vez como a la defensiva. El público le miraba. Algunos mudaron de postura, pero nadie quería perder su turno. Los pocos clientes que aún no se habían sumado a las colas dejaron sus carritos y, cruzando los pasos de las cajas vacías, trataron de ver lo que el chico indicaba. Un tipo corpulento, tocado con un sombrero veraniego de ancha banda de cachemir (la clase de sombrero que apenas se ve, como no sea en los anuncios de cerveza ambientados en comidas al aire libre), tiró de la puerta de salida y un pequeño grupo, de quizá diez o doce personas, salió con él. El chico se les unió. —Cierren esa puerta, ¡que se va a escapar toda la refrigeración! —bromeó uno de los jovencísimos militares, y se oyeron unas cuantas risas. Yo no reí. Yo había visto la tiniebla en su avance por el lago. —¿Por qué no vas a echar una ojeada, Gabriel —dijo Samuel. —No —repliqué yo al instante, por ninguna razón concreta. La fila volvió a avanzar. La gente estiraba el cuello, tratando de ver la tiniebla de que había hablado el muchacho, pero nada se ofrecía a la vista, salvo el intenso azul del cielo. Oí comentar que el chico debía tener ganas de broma. Alguien respondió que había visto en el lago, aún no hacía una hora, una extraña franja de tiniebla. Volvió a sonar la sirena de antes. No me gustó el chillido. Tenía algo de trompeta del Juicio Final. Nuevos parroquianos salieron a la calle. Algunos dejaron incluso las colas, con lo cual se aceleró un poco la marcha. En aquel momento entró en el local el canoso y ya viejo Emilio Mure, que trabaja de mecánico en la estación de servicio de la Texaco. —Escuchen —gritó—, ¿lleva alguien una cámara? —y, habiendo recorrido a la concurrencia con la mirada, desapareció por donde había llegado. Eso produjo cierto revuelo. Si la cosa era digna de fotografiarse, valía la pena echar un vistazo. Inesperadamente se oyó la voz de la señora Laura, ronca pero fuerte todavía: —¡No salgan! El público se volvió hacia ella. Las filas, antes ordenadas, se iban deshilachando conforme la gente las dejaba para ir a ver la tiniebla, o para agruparse, o para localizar a los amigos, o para alejarse de la señora Laura. Una guapa joven que vestía una camiseta color arándano y pantalones verde oscuro observaba a la anticuaría con expresión a un tiempo calculadora y reflexiva. Unos cuantos oportunistas aprovecharon para progresar un poco en la cola. La cajera que estaba con Freddy Ushiña volvió de nuevo la cabeza, y él le golpeó el hombro con un largo índice. —Esté atenta a lo que hace, Sally. —¡No salgan a la calle! —clamó la señora Laura—. ¡Es la muerte! ¡Siento que ahí fuera está la muerte! Freddy Ushiña y Sebastián Zambrano, que la conocían, se limitaron a expresar irritación e impaciencia, pero los veraneantes que se encontraban cerca de la anticuaría se apresuraron a alejarse de ella, sin que les importara perder el puesto en la cola, en una reacción parecida a la que suelen provocar en los habitantes de las grandes ciudades las pordioseras que recogen desperdicios, como si fueran portadoras de alguna enfermedad contagiosa. Quién sabe; quizá lo sean. A partir de ese instante los acontecimientos se sucedieron a un ritmo extraordinariamente rápido, desconcertante. Abierta de un empellón la puerta de entrada, llegó tambaleándose un hombre que sangraba por la nariz. —¡Hay algo en la tiniebla! —gritaba, y Gabriel se me pegó al cuerpo—. ¡Hay algo en la tiniebla! ¡En la tiniebla hay algo que se ha llevado a Emilio Mure! Algo… —retrocedió dando tumbos y fue a sentarse en un montón de sacos de abono para césped apilados junto al ventanal—. ¡Algo que hay en la tiniebla se ha llevado a Emilio Mure y le he oído gritar! La situación se modifico. Tensos los nervios a causa de la pasada tormenta, de la sirena de los bomberos, de la sutil alteración que cualquier fallo del fluido eléctrico produce en la psique norteamericana, y debido al clima de creciente malestar que se iba creando a medida que las cosas cambiaban… (no encuentro mejor definición que ésa: cambiaban), la gente empezó a moverse en bloque. No fue una estampida. Si dijese eso, crearía una impresión totalmente errónea. No fue exactamente un movimiento de pánico. Nadie corrió; al menos, no la mayoría. Pero se movieron. Algunos, tan sólo hasta el ventanal situado al otro lado de las cajas, deseosos de mirar hacia afuera. Otros cruzaron rápidamente la puerta de entrada, algunos cargando las compras todavía por pagar. —¡Eh, oigan! ¡Que eso no ha pasado por caja! —intervino acalorado Freddy Ushiña—. ¡Oiga! ¡Usted! ¡Traiga aquí esos panecillos rellenos! Alguien se rió de él con una risa gutural, abandonada, que hizo sonreír a otros. Pero, aún sonrientes, se les veía confusos, desorientados, nerviosos. Entonces, como se oyera otra risa, Donnson se sonrojó. Le arrebató una lata de setas a una señora que pasaba junto a él para sumarse a los que miraban por el ventanal reticulado —los curiosos se alineaban allí con ánimo de atisbar por los resquicios como mirones aplicados a la valla de un solar en construcción. —¡Devuélvame mis setitas! —chilló la mujer, y ese estrambótico diminutivo provocó locas risas en dos hombres que se encontraban cerca de allí, con lo cual todo adquirió de pronto las características de la tradicional casa de orates. La señora Laura volvió a gritar que no saliéramos. La sirena de los bomberos se desgañitaba como una vieja que hubiera descubierto a un merodeador en la casa. Gabriel se echó a llorar. —¿Por qué sangra ese hombre, papá? ¿Por qué sangra? —No le pasa nada, Gran Bill. No tiene importancia: es la nariz. —¿Qué quiere decir eso de «que hay algo en la tiniebla»? —preguntó Samuel. Fruncía solemnemente el ceño; probablemente fuese su forma de expresar desconcierto. —Papá, tengo miedo —dijo Gabriel entre sus lágrimas—. ¿No podemos volver a casa, por favor? Alguien, al pasar, me empujó con brusquedad y me hizo perder el equilibrio. Tomé a Gabriel en brazos. Yo también me estaba asustando. La confusión iba en aumento. Sally, la cajera, hizo ademán de abandonar su puesto, y Freddy Ushiña le agarró por el cuello de la roja bata, que se descosió. La chica, deformado el rostro por una mueca, le arañó. —¡Quíteme de encima esas manos de mierda! —chilló. —Calla, zorra —replicó Donnson, pero su tono era de completo pasmo. Y se disponía a sujetarla de nuevo cuando Sebastián Zambrano intervino. —¡Tranquilo, Bud! —ordenó con aspereza. Sonó otro grito agudo. Si antes no podía hablarse de pánico —de verdadero pánico— ahora la situación iba degenerando hacia él. La gente salía en oleadas por ambas puertas. Se oyó ruido de vidrios rotos, y por el suelo se extendió un espumeante charco de coca-cola. —Cristo, ¿qué pasa aquí? —exclamó Samuel. Eso fue cuando empezó a oscurecer… pero no: no lo digo bien. Lo que pensé en aquel momento no fue que estuviera oscureciendo, sino que se habían apagado las luces del super. Un rápido reflejo me hizo elevar la vista hacia los fluorescentes, y no fui el único en eso. Y al principio, hasta que recordé el corte de fluido, tuve la impresión de que a eso se debía el cambio de luz. Pero entonces caí en la cuenta de que los tubos habían estado apagados todo el tiempo, sin que por eso notásemos oscuridad en el local. Y luego lo comprendí, aun antes de que empezaran a gritar y a señalar los que se hallaban junto al ventanal. Llegaba la tiniebla. Llegó por Kansas Ruad, del lado del estacionamiento, y ni siquiera a esa corta distancia difería para nada de cuando la vi por vez primera al otro extremo del lago: era blanca y clara, pero no resplandecía. Avanzaba de prisa, y había tapado ya casi por completo el sol, en cuyo lugar se veía una moneda de plata, como una luna llena de invierno que luciese tras un fino velo de nubes. Llegó con perezosa rapidez. Observándola, recordé el aguacero de la víspera. Hay grandes fuerzas en la naturaleza —terremotos, huracanes, tornados— que rara vez vemos en acción. Yo no las he visto todas, pero lo que he visto de ellas me lleva a pensar que tienen una cosa en común, y es esa desmayada, hipnótica rapidez de su avance. Su contemplación subyuga, como les había ocurrido a Gabriel y a Marthay frente al ventanal panorámico la noche anterior. Ascendió equitativa por el negro asfalto de la calzada de dos carriles y la burro de la vista. La hermosa casa restaurada de los McKcon, de estilo colonial holandés, fue engullida íntegramente. El primer piso del destartalado edificio de apartamentos lindante con ella sobresalió durante un instante de la blancura, y luego se desvaneció también. Las señales de CONSERVE SU DERECHA, instaladas en el acceso y en las salidas de la zona de estacionamiento del Federal desaparecieron en un limbo en que sus negras letras quedaron flotando hasta un segundo después de que el blanco sucio de las placas se esfumara. A continuación se fueron evaporando los coches del estacionamiento. —Cristo, ¿qué pasa aquí? —repitió Samuel, ya con la voz entrecortada. Llegó hasta nosotros devorando con igual desembarazo el negro del alquitrán y el azul del cielo. Aun a seis metros de distancia la línea divisoria era perfectamente neta. Me invadió la disparatada sensación de estar asistiendo a un efecto visual de extraordinaria maestría, un producto de la consumada técnica de Hollywood. ¡Ocurrió tan rápido! El cielo azul se redujo a un ancho mantón, luego a una franja, más tarde a un trazo de lápiz, y finalmente se esfumó. Una anodina masa blanca se apretujaba contra la luna del amplio escaparate. Yo alcanzaba a ver hasta el barril que, destinado a desperdicios, se encontraba a quizá metro y medio de distancia, y, vagamente, hasta el parachoques delantero de mi automóvil, pero no más allá. Una mujer soltó un chillido muy fuerte y prolongado. Gabriel se apretó más contra mí. Su cuerpo temblaba como un hatillo de cables de alta tensión. Lanzando a su vez un fuerte grito, un hombre echó a correr hacia la salida por uno de los desiertos pasos de las cajas. Creo que fue eso lo que finalmente inició la desbandada. La gente salió en tropel hacia la tiniebla. —¡Eh! —rugió Donnson. No sé si estaba furioso, asustado o ambas cosas. Tenía la cara casi morada, y las venas del cuello, hinchadas, resaltaban gruesas como cables de batería—. ¡Eh, ustedes, no pueden ¡llevarse esas cosas! ¡Vuelvan aquí con esas cosas! ¡Déjenlas! ¡No se las lleven! ¡Eso es robar! Sin dejar de correr, algunos arrojaron a un lado sus compras. Unos pocos reían, excitados, pero ésos eran los menos. Salieron en torrente hacia la tiniebla, y ninguno de los que allí nos quedamos volvimos a verlos nunca más. Un olor ligeramente acre penetraba por la puerta abierta. Nuevos parroquianos comenzaron a agolparse allí. Hubo codazos, empujones. La espalda empezaba a dolerme de cargar a Gabriel, que era bastante grande. Martha le llamaba a veces su novillo. Samuel se puso a caminar de un lado para otro con expresión preocupada y algo abstraída. Le vi encaminarse a la puerta. Cargué a Gabriel en el otro brazo y detuve a Samuel antes de que se alejara. —No, hombre, no hagas eso —dije. Se volvió. —¿Cómo? —Que esperemos a ver. —¿A ver qué? —No sé —repuse. —¿Te parece que…? —inició una pregunta, cuando surgió un grito de la tiniebla. Samuel calló. El prieto grupo de los que se apiñaban junto a la salida se hizo menos compacto y retrocedió. El parloteo, las voces, las exclamaciones fueron remitiendo. Las caras palidecieron súbitamente, se achataron, se tornaron bidimensionales. El grito se prolongaba incesante, en competencia con la alarma de incendios. Parecía imposible que unos pulmones humanos alojaran aire suficiente para sustentar semejante alarido. —Oh, Dios mío —balbució Samuel, y se peinó el pelo con los dedos. El grito cesó bruscamente. No fue perdiendo volumen: se cortó en seco. Otro individuo, un tipo corpulento que vestía los pantalones de trabajo color caqui, se lanzó a la calle, yo creo que con ánimo de rescatar al que gritaba. Por un instante fue visible su contorno al otro lado del cristal, entre la tiniebla, como una silueta percibida tras el velo de grasa de un vaso de leche. Luego (y que yo sepa fui el único en ver eso), algo, una sombra gris en mitad de toda aquella blancura, se movió a su espalda. Y me dio la impresión de que en lugar de internarse en la tiniebla, el hombre de los pantalones caqui fue propulsado hacia ella, las manos en alto, como por sorpresa. Durante un segundo el silencio fue total en el super. Una constelación de lunas cobró inesperada vida en el exterior. Las luces de sodio del estacionamiento, sin duda alimentadas por cables subterráneos, acababan de encenderse. —No salgan a la calle —dijo la señora Laura en su mejor tono agorero—. Salir es la muerte. De pronto, nadie más se mostró dispuesto a reír o a protestar. Afuera sonó un nuevo grito, éste ahogado y un tanto lejano. Gabriel volvió a estrecharse contra mí. —¿Qué ocurre, David? —me preguntó Sebastián Zambrano, que había abandonado su puesto. Gruesas gotas de sudor le perlaban la cara, suave y redonda—. ¿Que es esto? —Que me aspen si lo sé —repuse. Parecía muy asustado. Sebastián, que era soltero y vivía en una graciosa casita del lago Highland, solía frecuentar el bar de Pleasant Mountain. En el regordete meñique izquierdo lucía un anillo con un zafiro en forma de estrella. El año anterior había ganado en la lotería estatal un premio que invirtió en la sortija. Yo siempre había tenido la impresión de que a Sebastián le amedrentaban un poco las mujeres. —Esto no me gusta —dijo. —A mí tampoco. Gabriel, voy a tener que bajarte: me estás rompiendo los brazos. Te tendré de la mano, ¿de acuerdo? —Mami—susurró. —No le pasa nada —respondí. Algo había que decir. Pasó junto a nosotros, enfundado en el viejo suéter universitario que lleva todo el año, el excéntrico propietario de la tienda de lance situada junto al restaurante Jon. —Es una de esas nubes de contaminación —expresó en voz alta—. De las fábricas de Rumlord y South Paris. Productos químicos —y con eso enfiló el pasillo número 4, por el lado de los medicamentos y del papel higiénico. —Salgamos de aquí, Frank—dijo Samuel sin la menor convicción—. ¿Que decías que…? Se produjo una sacudida, acompañada de un ruido seco. Una curiosa, vibrante sacudida que sentí sobre todo bajo los pies, como si el edificio entero se hubiese hundido un metro súbitamente. Varios parroquianos emitieron exclamaciones de temor y sorpresa. Se oyó un tintineo musical, de botellas que entrechocaban en las estanterías y, ladeándose, caían y se destrozaban en el embaldosado. Del ancho escaparate reticulado saltó una cuña de vidrio y vi que el armazón de madera que enmarcaba los rectángulos de grueso cristal se había torcido y agrietado en algunos puntos. La sirena de los bomberos enmudeció repentinamente. El silencio que siguió a eso era el que se observa en espera de que ocurra alguna otra cosa, algo más. Aturdido y conmocionado, en un curioso proceso mental relacioné aquello con un momento pretérito. En los lejanos días en que Bridgton era poco más que un cruce de carreteras, mi padre solía llevarme con él al almacén general, donde él se quedaba hablando junto al mostrador mientras yo miraba por el cristal los caramelos de a un centavo y los chicles de a dos. En el momento evocado estábamos en enero, al principio del deshielo, y el único ruido audible era el goteo de los canalones de palastro en los dos toneles que recogían, a ambos lados del local, el agua de lluvia. Yo, contemplando los caramelos de goma, los botones y las ruedas de fuegos artificiales, y, en lo alto, los globos de mística luz amarilla que proyectaban el monstruoso contorno de los batallones de moscas muertas del verano anterior. Un chiquillo llamado Frank Rueda, con su padre, el famoso pintor Andrew Drayton, cuyo lienzo Christine sola, de pie colgaba en la Casa Blanca. Un chiquillo llamado Frank Rueda mirando los caramelos y los chicles con cromos de Davy Crockett y con ciertas ganas de hacer pipí. Y afuera, las expansivas volutas de la tiniebla amarilla de los deshielos de enero. El recuerdo se desvaneció, pero muy lentamente. —¡Escuchen! —bramó Samuel, dirigiéndose al público—. ¡Escúchenme todos! Se volvieron hacia él. Samuel mantenía en alto ambas manos, los dedos desplegados, como un candidato a un puesto político que apaciguara a sus seguidores. —¡Salir puede ser peligroso! —gritó. —¿Por qué? —replicó una mujer, gritando a su vez—. He dejado a mis hijos en casa. Tengo que volver con ellos. —¡Salir es la muerte! —repitió inesperadamente la señora Laura. Estaba junto a los sacos de diez kilos de fertilizantes apilados al pie del escaparate. Su cara parecía un poco abultada, como si se le estuviera hinchando. Un adolescente le propinó un empellón que la hizo caer sentada, con un rezongo de sorpresa, sobre los sacos. – —¡Calle, vieja pelleja! ¡Termine con esos disparates de mierda! —¡Por favor! —continuó Samuel—. ¿Por qué no esperamos un poco, hasta que pase la tiniebla y podamos ver…? Le interrumpió una algarabía de voces contradictorias. —Tiene razón —le secundé, alzando el tono para hacerme oír—. Tratemos de mantener la calma. —Creo que ha sido un temblor de tierra —dijo un hombre con gafas. En una mano llevaba una bolsa de hamburguesas y un paquete de bollos, y con la otra estrechaba la de una niñita de tal vez un año menos que Gabriel—. Creo de veras que ha sido un temblor de tierra. —En Naples tuvieron uno hace cuatro años —dijo un grueso vecino de Bridgton. —Eso fue en Casco —le corrigió inmediatamente su mujer en el tono inconfundible de la polemista inveterada. —En Naples —repitió el hombre, pero ya con menos seguridad. —En Casco —remachó la esposa, y el hombre desistió. Un bote que la sacudida, temblor de tierra o lo que fuese había empujado hasta el mismo borde de la estantería, cayó al suelo con un golpe seco. Gabriel se echó a llorar. —¡Quiero irme a casa! ¡Quiero irme con mi MADRE! —¿No puede hacer callar a ese niño? —me espetó Freddy Ushiña, cuyos ojos danzaban de un lado a otro, con viveza pero sin propósito. —¿Quiere que le estampe un puñetazo en los dientes, bocazas? —le contesté. —Vamos, Dave —intervino Samuel, aturdido—, eso no nos conduce a nada. —Lo siento —dijo la mujer que había hablado en primer término—, lo siento pero no puedo quedarme. Tengo que ir a casa, a ocuparme de mis hijos. Se volvió para mirarnos. Una mujer rubia, bonita, de rostro cansado. —He dejado a la niña a cargo del pequeño, ¿se dan cuenta? —prosiguió—. La niña sólo tiene ocho años, y a veces olvida… olvida que debe… en fin, que ha de cuidar del pequeño, ¿se dan cuenta? Y al pequeño le gusta… le gusta poner en marcha los quemadores de la cocina, por ver encenderse la lucecita roja… y a veces se lía con los enchufes… cosas de chiquillos… Y como al rato la niña se cansa de vigilarle… tiene ocho años nada más… —dejó de hablar y se limitó a observarnos. Supongo que en ese instante debíamos de parecerle tan sólo una hilera de ojos despiadados: no ya seres humanos, sino ojos nada más—. ¿Es que nadie va a ayudarme? —gritó, trémulos los labios—. ¿No hay… no hay nadie aquí dispuesto a acompañar a una señora a su casa? Nadie contestó. Los presentes rebullían incómodos. Lívida, la mujer fue recorriendo las caras con la mirada. El hombre gordo de Bridgton, aunque poco resuelto, hizo ademán de adelantarse, pero la esposa lo frenó con un rápido tirón de la mano, cerrada en torno a su muñeca como un hierro. —¿Usted? —le preguntó la mujer rubia a Sebastián—. Éste sacudió la cabeza—. ¿Usted? — le dijo a Bud. El gerente dejó en el mostrador la calculadora de bolsillo, sin contestar—. ¿Usted? —se dirigió a Samuel, que empezó a decir no sé qué en su inflado tono de picapleitos, algo referente a la conveniencia de que nadie actuase con precipitación, y… y la mujer hizo caso omiso de él, con lo cual Samuel dejó su frase en suspenso. —¿Usted? —se volvió hacia mí; yo, tomando nuevamente en brazos a Gabriel, le abracé como un escudo con que protegerme de aquel terrible semblante demudado. —Espero que todos ustedes se consuman en el infierno —dijo ella sin alzar la voz, en un tono de infinito cansancio. Y dirigiéndose hacia la puerta de salida, la abrió de un tirón con ambas manos. Quise decirle algo, pedirle que volviera, pero tenía demasiado seca la boca. —Señora… escuche, señora… —empezó a decir, alzando un brazo, el chico que había abucheado a la Laura. La mujer miró la mano que le tendía y el muchacho la dejó marchar, rojo de vergüenza. Se internó en la tiniebla. La seguimos con la mirada, sin decir palabra. Vimos cómo la tiniebla la envolvía, la hacía insustancial, la convertía, privándola de corporeidad, en simple silueta de un ser humano ejecutada a lápiz-tinta en un papel de una blancura que no se da en el mundo, y nadie dijo nada. Por un breve instante ocurrió como con las letras de la placa de conserve su derecha, que parecían flotar en la nada: piernas, brazos, pálido cabello rubio desaparecieron; sólo el brumoso espectro de su rojo vestido de verano permaneció, como danzando en un limbo blanco. Y entonces se desvaneció también el vestido, y nadie dijo nada.
IV. El generador
Víctima de una especie de rabieta, y como regresando de pronto a sus dos años de edad, ronca la voz entre las lágrimas, intemperante, llamaba a gritos a su madre, el labio superior cubierto de mocos. Le rodeé los hombros con el brazo y, tratando de calmarle, me alejé con él por uno de los pasillos centrales. Pasamos el blanco mostrador de las carnes, que se extiende, al fondo, a todo lo ancho del local. El señor Hosson, el carnicero, continuaba en su puesto. Nos saludamos con sendas inclinaciones de cabeza, tan correctos como lo permitían las circunstancias. Me senté en el suelo, acomodé a Gabriel sobre mis rodillas, hice que me apoyara la cara en el pecho, me puse a mecerle y le hable. Le dije todas las mentiras que los padres guardamos en reserva para los momentos difíciles, la clase de mentiras que, de puro verosímiles, un niño no puede sino aceptar, y se las dije en tono de total convicción. —Esa tiniebla no es Luisal —repuso el niño, elevando hacia mí el rostro, ojeroso y manchado de lágrimas—. ¿Verdad que no, papá? —No, creo que no —en eso no quería mentirle. A diferencia de los adultos, los niños no combaten la conmoción. Quizá porque hasta iniciarse la adolescencia viven en un estado de conmoción casi permanente, ceden a ella. Gabriel empezó a dormitar. Temeroso de que pudiera despertar bruscamente, seguí abrazándole. Pero el adormecimiento acabó por convertirse en auténtico sueño, tal vez porque no había descansado lo necesario la noche anterior, la primera, desde que Gabriel era un niño de pecho, en que los tres compartíamos una cama. Aunque quizá se debiese —y con esa idea sentí un escalofrío— a que intuía la llegada de algo malo. Cuando tuve la seguridad de que estaba profundamente dormido, le tendí en el suelo y salí en busca de algo con que taparle. La mayor parte del público continuaba en la parte delantera del local, observando la compacta masa de tiniebla. Samuel, que se había hecho con un pequeño auditorio, se afanaba en cautivarlo por la palabra. Freddy Ushiña seguía en su puesto, inconmovible. Sebastián Zambrano, en cambio, había abandonado el suyo. Unas pocas personas vagaban por los pasillos, conmocionado el semblante. Cruzando la puerta de doble hoja situada entre el mostrador de las carnes y el de la cerveza, entré en la zona de almacenamiento. Aunque seguía zumbando con firmeza detrás de su mampara de contrachapado, algo le ocurría al generador: percibí olor de gasoil, un olor mucho más intenso de lo Luisal. Me encaminé hacia la mampara, tratando, primero, de no respirar demasiado hondo, y, por fin, desabrochada la camisa, cubriéndome con su tela nariz y boca. El almacén, largo y estrecho, estaba iluminado mortecinamente por dos hileras de luces de emergencia. Había cajas por todas partes: a un lado, de lejía; detrás de la mampara, al fondo, de refrescos, y en otros puntos, amontonadas, de salsa de tomate y de raviolis. Una de aquéllas había caído al suelo y la caja de cartón parecía sangrar. Una aldabilla cerraba la puerta del compartimiento del generador. La descorrí y entré. Del aparato se elevaban, ocultándolo, nubes de humo graso, azulado. Algo debía de ocluir el tubo de salida, que pasaba al exterior por un agujero practicado en la pared. La máquina tenía un simple interruptor de dos posiciones. Apagué. El generador retembló y, primero con un eructo y luego con un carraspeo, se detuvo. A eso siguió una serie de agónicos chasquidos que me recordaron la rebelde sierra de Samuel. Las luces de emergencia se apagaron y me quedé a oscuras. Desorientado, no tardé en asustarme. Mi respiración tenía el sonido del viento entre la paja. Al salir me golpeé la nariz con la endeble puerta de contrachapado, y el corazón me dio un vuelco. La puerta de doble hoja tenía cristales, pero por la razón que fuera, los habían pintado de negro, de modo que la oscuridad era casi total. Perdido el rumbo, topé con un rimero de cajas de lejía, que cayeron. Como una se me viniera encima, retrocedí un paso, por lo cual tropecé con otra, que había aterrizado detrás de mí, y caí. El golpe que me llevé en la cabeza me hizo ver las estrellas en la oscuridad. Fantástico espectáculo. Tendido en el suelo, maldiciéndome al tiempo que me frotaba la cabeza, me recomendé conservar la calma. Debía salir de allí y volver con Gabriel, pensé. ¿Qué temía? ¿Que algo blando y viscoso me agarrase el tobillo o la mano con que tanteaba en la oscuridad? No había nada de eso, y, si cedía al pánico, acabaría corriendo a ciegas por el almacén, derribando cosas y convirtiendo aquello en una loca carrera de obstáculos. Me puse en pie con cuidado, atento a la rendija de luz que sin duda debía filtrarse entre las hojas de la puerta. Y allí estaba, en efecto: un débil pero inconfundible resquicio en las titinieblas. Avancé en aquella dirección, pero me detuve. Oí un ruido. Un ruido tenue, susurrante. Cesó, pero de nuevo se hizo audible con un pequeño, furtivo topetazo. Alterado todo mi interior, volví como por arte de magia a mis cuatro años de edad. Aquel ruido no procedía del supermercado, sino de detrás de mí, de la calle. Venia de la tiniebla, donde algo se deslizaba por la fachada, la palpaba, la arañaba, buscando, quizá, la manera de entrar. O a lo mejor ya había entrado, y me buscaba a mí. Y dentro de un instante sentiría en el zapato lo que hacía aquel ruido. En el zapato o en el cuello. De nuevo oí el ruido. Me convencí de que venía de fuera. Pero eso no mejoraba las cosas. Di a mis piernas la orden de moverse, y no me obedecieron. Entonces cambió la naturaleza del ruido. Algo rechinó en la oscuridad. El corazón me dio un salto en el pecho y me precipité hacia la fina línea vertical de luz. Golpeé las puertas con los brazos tendidos e irrumpí en el super. Justo detrás de la doble hoja había tres o cuatro personas —entre ellas Sebastián Zambrano—, que, con la sorpresa, retrocedieron en un brinco colectivo. Sebastián se llevó una mano al pecho. —¡David! —exclamó con voz ahogada—. Por amor de Dios, ¿es que pretendes quitarme diez años de…? —me vio la cara—. ¿Qué te pasa? —¿No lo habéis oído? —alta y chillona, ni yo mismo reconocía mi voz—. ¿Nadie lo ha oído? No habían oído nada, claro está. Se habían acercado para ver a qué se debía el paro del generador. Mientras Sebastián me lo explicaba, llegó uno de los mozos con los brazos cargados de linternas. Nos miró alternativamente a Sebastián y a mí con expresión curiosa. —El generador lo paré yo —dije, y expliqué el motivo. —¿Qué ha oído? —quiso saber uno de los otros, un tal Johnny no sé cuanto que trabajaba en el departamento local de carreteras. —No lo sé. Como un rechinar. Un ruido deslizante. No quiero volver a oírlo. —Nervios —dijo el otro tipo que estaba con Sebastián. —No. No fueron nervios. —¿Lo oyó antes de que se apagaran las luces? —No: fue después. Sólo que… Sólo que nada. Me di cuenta de cómo me miraban. No querían saber más ni de malas noticias ni de cosas inquietantes o desequilibradas. El cupo estaba ya completo. Sebastián era el único que daba la impresión de creerme. —Entremos y pongamos otra vez en marcha el motor —dijo el mozo, y comenzó a repartir linternas entre todos nosotros. Sebastián tomó la suya con expresión dubitativa. El chico me tendió otra a mí. Había un punto de desdén en su mirada. Tenía quizá dieciocho años. Tras una breve reflexión, tomé la linterna. De todas formas, necesitaba algo con que tapar a Gabriel. Sebastián abrió las puertas y las inmovilizó con unas cuñas, de modo que entrase un poco de luz. El suelo aparecía sembrado de cajas de lejía junto a la puerta de contrachapado entornada. El tal Johnny olisqueó el aire. —Desde luego, huele mal —confirmó—. Creo que hizo bien en apagar el motor. Los haces de las linternas danzaban sobre las cajas de conservas, papel higiénico y comida para perros. Jirones de humo flotaban en su luz, procedentes del obturado tubo de salida. El mozo recorrió con su luz la ancha puerta de carga, situada al extremo del almacén, a la derecha. Sebastián y los otros dos hombres entraron en el compartimiento del generador. Los haces de sus linternas, que oscilaban inquietos por aquel espacio, me recordaban las historias de aventuras que había ilustrado cuando estaba en la universidad: piratas en el acto de enterrar su oro ensangrentado, o acaso el médico loco y su ayudante robando un cadáver. Retorcidas sombras monstruosas, producto del entrecruzamiento de las luces, saltaban por las paredes. El generador crujía irregularmente a medida que se enfriaba. El mozo se dirigió hacia la puerta de carga alumbrándose con la linterna. —Yo no me acercaría ahí —dije. —Sí, ya sé que usted no se acercaría. —Prueba ahora, Sebastián —pidió uno de los hombres. El generador resolló y en seguida se puso a rugir. —¡Jesús! ¡Apaga! ¡Mi madre, la peste que suelta eso! El motor volvió a pararse. El mozo regresaba de la puerta de carga en el momento en que los otros salieron del cuartito. —No hay duda: la salida de humo está tapada —dictaminó uno de los hombres. —Os diré lo que vamos a hacer —intervino el mozo. Los ojos le brillaban a la luz de las linternas, y en su cara, en nada distinta de las muchas que había yo diseñado en mis portadas para historias de aventuras, se leía una expresión de completo desenfado—. Si lo ponéis en marcha un momento, yo subiré la puerta de carga, daré la vuelta y desbrozaré la salida de humos. —No me parece buena idea, Luis —repuso Sebastián, indeciso. —¿La puerta es eléctrica? —preguntó el que se llamaba Johnny. —Claro —dijo Sebastián—. Pero no me parece sensato que… —No se habla más —le interrumpió el otro—. Iré yo —añadió, echando hacia atrás la gorra de béisbol con que se cubría. —No, no lo entendéis —quiso explicarse Sebastián nuevamente—. Es que de veras no creo que ninguno… —No te preocupes —le contestó el otro en tono indulgente, desentendiéndose de él. Luis, el mozo, estaba indignado. —Mirad, la idea fue mía —dijo. De pronto, como por ensalmo, se habían puesto a discutir, no si debía hacerse aquello, sino quién debía hacerlo. Claro está que ninguno había oído aquel espantoso ruido deslizante. —¡Déjenlo de una vez! —dije en voz muy alta. Se volvieron hacia mí. —Parecen no darse cuenta —continué—. O empeñarse en no comprender. Esta tiniebla no es Luisal. Nadie ha puesto los pies en el supermercado desde que empezó. Como abran esa puerta de carga y entre algo… —¿Algo de qué estilo? —dijo Luis, con el espléndido desdén de un macho de dieciocho años. —Del de lo que hizo el ruido que yo oí. —Perdóneme, señor Drayton —terció Johnny—, pero a mí no me consta que usted oyera nada. Sé que es usted un pintor de altos vuelos, con relaciones en Nueva York, en Hollywood y en todas partes, pero a mi entender, eso no le hace a usted distinto de los demás. Lo que pasó, supongo, es que entró aquí a oscuras y, a lo mejor, se… aturulló un poco. —Quizá —repuse—. Y quizá, si tanto interés tiene en salir a trastear ahí detrás, lo primero que tendría que haber hecho era asegurarse de que aquella señora llegaba con bien junto a sus hijos. Su actitud, como la de su amiguete y la de Luis, el mozo, me estaba sacando de mis casillas y, al mismo tiempo, hacía que mi temor fuera en aumento. Sus ojos tenían el brillo que adquieren los de algunos hombres cuando, armados con carabinas, organizan una cacería de ratas en el vertedero municipal. —Oiga —intervino el compadre de Johnny—, cuando necesitemos sus consejos se los pediremos. Sebastián dijo vacilante: —La verdad es que lo del generador no tiene tanta importancia. Lo que está en los frigoríficos puede aguantar doce horas sin ninguna clase de… —Andando, chico, a ello —exclamó Johnny bruscamente—. Yo le doy al motor y tú levantas la puerta, para que esto no huela demasiado mal. Yo y Pedro nos quedaremos junto a la salida de humos. Cuando la hayas destapado, nos das una voz. —Descuida —respondió Luis antes de alejarse, muy animado. —Esto es una locura —dije—. Permitieron que aquella mujer se marchara sola… —No me pareció ver que usted se partiera el alma por acompañarla —observó Pedro, el colega de Johnny, el cuello invadido por un rubor mate. —…¿y van a dejar que ese muchacho arriesgue su vida por un generador que ni siquiera importa? —¡Por qué no se calla de una jodida vez! —estalló Luis. —Una cosa, señor Drayton —intervino Johnny, que me dirigió una fría sonrisa—. Si piensa añadir algo más, hará bien en contarse las muelas, porque ya me está hartando con sus idioteces. Sebastián me miró, visiblemente asustado. Me encogí de hombros. Estaban locos: no había que darle más vueltas. Habían perdido temporalmente el sentido de las proporciones. Afuera se habían mostrado aturdidos y asustados. En la trastienda encontraban una sencilla avería mecánica: un generador recalcitrante. Era posible solventar aquel problema, y solventarlo podría ayudarles a sentirse menos confusos y desamparados. Así, pues, habían decidido actuar. Convencidos de que yo era un tipo que sabe cuándo le conviene callar, Johnny y su amigo Pedro volvieron al cuartito del generador. —¿Listo, Luis? —gritó Johnny. El chico afirmó con la cabeza, y, en seguida, dándose cuenta de que no podían oír esa señal de asentimiento, respondió: —Listo. —Luis —le dije—, no seas loco. —Es un error —añadió Sebastián. Nos miró a ambos. De pronto, su cara había dejado de ser la de un muchacho de dieciocho años, y parecía la de alguien mucho más joven. Era la cara de un chiquillo. La nuez le bailaba en el cuello, y me di cuenta de que estaba lívido de miedo. Abrió la boca con ánimo de decir algo —yo creo que de echarse atrás—, y en ese momento el generador se puso de nuevo en marcha con un rugido. En cuanto el motor empezó a girar, Luis golpeó el pulsador situado a la derecha de la puerta y ésta empezó a elevarse, retumbando sobre su doble guía. Las luces de emergencia, que se habían encendido al entrar en funcionamiento el generador, se debilitaron con la succión de energía del motor que alzaba la puerta. Las sombras, retrocediendo con rapidez, se fundieron. Una macilenta luz blanca, de día invernal nublado, fue invadiendo la zona de almacenamiento. Percibí, una vez más, aquel extraño olor acre. La puerta de carga ascendió lentamente, medio metro, uno. Al otro lado distinguí un andén cuadrado, de hormigón, cuyos bordes limitaba una franja amarilla. A tan sólo un metro más allá, la franja se diluía hasta desvanecerse. La tiniebla era increíblemente espesa. —¡Andaaa-a! —gritó Luis. Zarcillos de bruma, finos y blancos como encaje flotante, se deslizaron hacia el interior. La atmósfera era fría. Toda la mañana había sido considerablemente fresca, sobre todo después del pegajoso calor de las tres semanas últimas, pero se trataba de una frescura veraniega. En cambio, ahora hacía frío. Un frío de marzo. Me estremecí. Y pensé en Martha. El generador se apagó. Johnny salió del cuarto en el mismo momento en que Luis se colaba bajo la puerta. Y lo vio. Como lo vi yo. Como lo vio Sebastián. Un tentáculo surgió de la tiniebla por el lado más alejado de la plataforma de carga y agarró al muchacho por la pantorrilla. Me quedé boquiabierto. Sebastián emitió un corto, gutural sonido de sorpresa, un ¡uj! El tentáculo, cuyo grosor sería de algo más de un palmo en el extremo prendido a la pierna de Luis —el tamaño de una serpiente de hierba—, se ensanchaba hasta tener tal vez un metro y medio donde desaparecía en la bruma. De un gris pizarra en su parte superior, iba matizándose hasta adquirir, debajo, un rosado de carne. Y por esa cara tenía hileras de ventosas. Ventosas que se agitaban y contraían como centenares de bocas enojadas. El muchacho bajó la vista y, viendo lo que le atrapaba, se le desorbitaron los ojos. —¡Quitadme esto! ¡Quitádmelo de encima! ¡Cristo, Jesús, quitadme de encima esta cosa del demonio! —Oh, Dios mío —lloriqueó Johnny. Luis se asió al borde inferior de la puerta y se impulsó, con un tirón, al interior. El tentáculo dio la impresión de abultarse, como lo hace un brazo cuando lo flexionamos, y el chico salió despedido contra la plancha ondulada de la puerta, que golpeó sonoramente con la cabeza. El tentáculo se hinchó más aún, y las piernas y el torso de Luis comenzaron a deslizarse hacia afuera. El borde de la puerta le sacó de los pantalones el faldón de la camisa. Con un desesperado esfuerzo, como un levantador de pesas empeñado en llevar la suya hasta el nivel de la barbilla, el chico tiró de sí mismo hasta meterse de nuevo en el almacén. —Ayudadme —sollozaba—. Por favor, chicos, ayudadme. —Jesús, María y José —exclamó Pedro, que había salido del cuarto del generador para ver qué estaba pasando. Siendo el que más cerca se encontraba de él, agarré al muchacho por la cintura y, basculando sobre los talones, tiré con toda mi alma. Avanzamos, pero sólo durante un instante. Era como tirar de una goma, o de un trozo de melcocha. El tentáculo cedió, pero sin soltar a su presa. Otros tres salieron entonces de la tiniebla y flotaron hacia nosotros. Uno se prendió al rojo delantal de Luis y se lo arrancó. Al verlo desaparecer con su captura en la bruma, me vino a la memoria lo que solía decir mi madre cuando mi hermano o yo la asediábamos con una petición —caramelos, una revista infantil, un juguete— que ella no quería concedernos: «Lo necesitáis tanto —solía decir— como una gallina una bandera.» Recordando eso, y a la vista del rojo delantal que hacía ondear el tentáculo, me eché a reír. Eso hice, con la particularidad de que mi risa y los aullidos de Luis resultaban sonidos casi idénticos. Es posible que nadie, excepto yo, llegara a darse cuenta de que estaba riendo. Por un rato los otros dos tentáculos danzaron sin propósito por el andén de carga, repitiendo aquella especie de suaves rechinos que antes habían llamado mi atención. Y luego uno golpeó la cadera izquierda de Luis y le ciñó la cintura. Sentí su contacto en el brazo: era tibio, suave, vibrante. Pienso ahora que si me hubiera captado con aquellas ventosas, también yo habría ido a parar a la tiniebla. Pero no lo hizo. Fue a Luis a quien asió. Y el tercer tentáculo fue a enroscársele en el tobillo libre. Se me empezó a escapar. —¡Ayudadme! —grité—. ¡Sebastián! ¡Vosotros! ¡Echadme una mano! Pero no acudieron. No sé qué estarían haciendo, pero no acudieron. Desvié los ojos hacia el talle del chico y vi que el tentáculo estaba activo allí. Las ventosas le hurgaban en la carne donde el faldón de la camisa se le había salido de los pantalones. Empezó a brotar la sangre, roja como el desaparecido delantal. Topé de cabeza contra el borde de la puerta parcialmente levantada. Las piernas de Luis volvían a estar del otro lado. Se le había caído uno de los mocasines. Un nuevo tentáculo emergió de la bruma. Su extremo agarró con firmeza el zapato y partió con él. Los dedos del muchacho se aferraban al canto inferior de la puerta. Lo hacían con el desespero de la muerte, lívidos. Ya no gritaba, no estaba ya para eso: sacudía violentamente la cabeza, en indeterminable negación, la negra cabellera agitada con frenesí. Miré por encima de su hombro y vi que llegaban nuevos tentáculos: docenas, legiones de ellos. Aunque en su mayor parte eran pequeños, los había gigantescos, recios como el viejo árbol que aquella mañana cortaba el paso en nuestro camino. Ésos tenían ventosas color de caramelo y del tamaño de tapas de alcantarilla. Uno de ellos golpeó la plataforma de carga con un estridente ¡rrrrras! y reptó torpemente hacia nosotros, como una ciega lombriz descomunal. A un fuerte jalón mío, el tentáculo que sujetaba la pantorrilla derecha de Luis resbaló un poco. Nada más que eso. Y, antes de que pudiera afianzarse de nuevo, vi que aquello se lo estaba comiendo a pedazos. Uno de los tentáculos, tras haber pasado rozándome delicadamente la mejilla, osciló en alto, como deliberando. En ese momento pensé en Gabriel, que dormía, tendido en el suelo del super, junto al mostrador de la carnicería del señor Hosson. Mi excursión al almacén tenía por objeto encontrar algo con que taparle. Si alguna de aquellas cosas prensiles me atrapaba, no habría quien cuidase de él, como no fuera, quizá, Samuel. De modo que solté a Luis, con lo que fui a parar de manos y rodillas al suelo. Me encontraba justo debajo de la puerta, con una mitad del cuerpo a cada lado. Un tentáculo pasó a mi izquierda, caminando, se hubiera dicho, sobre las ventosas. Atrapó uno de los abultados antebrazos de Luis y, tras una pausa, se enroscó en él. De pronto el chico parecía una estampa soñada por un vesánico encantador de serpientes: tenía por todo el cuerpo tentáculos que se retorcían inquietos… y también los había a mi alrededor, por todas partes. Retrocedí al interior con un brinco ridículo, di en tierra con el hombro y volteé. Johnny, Sebastián y Pedro seguían allí. Descoloridos los rostros, los ojos demasiado brillantes, parecían personajes de un grupo del museo de cera de Madame Tussaud. Johnny y Pedro se encontraban en extremos opuestos de la puerta de acceso al cuarto del generador. —¡Poned en marcha el motor! —les grité. Fijas las miradas en el muelle de carga con expresión de drogada tanatofilia, permanecieron inmóviles. Palpé el suelo, me hice con lo primero que encontré a mano —una caja de lejía— y se la arrojé a Johnny. Le acerté en el abdomen, justo por encima del cinturón. Soltando un gruñido, se hincó las manos en aquella parte. Con eso reapareció en sus ojos lo que parecía el resplandor de la lucidez. —¡Al maldito generador! —grité tan fuerte que me lastimé la garganta. En lugar de moverse, y creyendo, por lo visto, que, devorado Luis en vida por aquel espanto surgido de la tiniebla, era hora de disculparse, se dedicó a hacerlo. —Lo siento —gimió—. ¿Cómo demonios podía yo imaginar…? Creí que se trataba …qué sé yo, de un pájaro o de algo así. Debió decírmelo usted. Le oí decir algo, pero debió explicarse mejor… Fue Sebastián quien entonces se puso en marcha. Apartando al otro con un voluminoso hombro, se internó en el cuartito. Johnny tropezó, como antes hiciera yo, con una caja de lejía y se fue al suelo. —Lo siento —repitió, el rojo pelo caído sobre la frente. Tenía la cara como la tiza, y sus ojos eran los de un chiquillo aterrado. Segundos más tarde el generador entraba en funcionamiento con un ronquido. Me volví hacia la puerta de carga. Aunque ya casi no se le veía, Luis continuaba tenazmente aferrado a ella con una mano. Todo su cuerpo era un bullir de tentáculos, y de él caían al suelo pausadamente goterones de sangre como monedas medianas. Sacudía con ímpetu la cabeza, y los ojos, vueltos con horror hacia la bruma, se le salían de las cuencas. Renovados tentáculos se introdujeron reptando en el almacén. Eran tantos los que ondeaban junto al pulsador del cierre, que ni siquiera cabía pensar en acercarse a él. Uno de los últimos se cerró en torno a una botella de medio litro de pepsi-cola y partió con ella. Otro fue a enlazar una caja de cartón y apretó. Una porción de rollos de papel higiénico, empaquetados por pares en celofán, saltaron en un geiser y, cayendo, rodaron por todas partes. Diferentes tentáculos los atraparon con avidez. Uno de los más grandes se coló en el local. Su punta se levantó del suelo y pareció olisquear el aire. Avanzó entonces hacia Pedro, y éste se apartó remilgadamente, los ojos danzándole alocados en las órbitas. Se le aflojaron los labios y de ellos brotó un gemidito atiplado. Miré a mi alrededor en busca de algo, cualquier cosa, de un largo suficiente para alcanzar el botón de cierre por sobre los tentáculos exploradores. Junto a un rimero de cajas de cerveza descubrí una escoba de las que los porteros utilizan para limpiar techos. Me hice con ella. Luis, desasido ya de la puerta, tanteaba frenético el suelo con la mano libre, en busca de un asidero. Su mirada topó un instante con la mía mientras continuaba su desesperada búsqueda. La conciencia había puesto en sus ojos un brillo demoníaco: sabía lo que le estaba ocurriendo. Y entonces fue atraído, golpeando el pavimento y girando, hacia la tiniebla. Con un ahogado grito final desapareció en ella. Alcancé el botón de cierre con el mango de la escoba, y el motor se puso en marcha con un ronroneo. La puerta empezó a bajar. El primero en recibir su peso fue el tentáculo mayor, el que había estado investigando en dirección a Pedro, y su piel —o pellejo, o lo que fuera— resultó arañada y más tarde hendida. Una sustancia oscura, bituminosa, brotó a borbotones del corte. La extremidad se retorció con furia, barrió el pavimento como una obscena verga de toro y luego dio la impresión de aplanarse. Un instante más tarde, desaparecía. Entonces empezaron a retirarse los otros tentáculos. Uno de ellos, que había hecho presa de una bolsa de dos kilos de comida para perros, se negaba a soltarla. La puerta en descenso lo seccionó antes de ajustarse a la ranura del cierre. Al contraerse, convulso, el trozo de tentáculo amputado estrujó la bolsa y de ella partieron en todas direcciones pardos granos de alimento canino. Entonces cayó al suelo, donde empezó a retorcerse como un pez fuera del agua, con impulso cada vez menor, hasta quedar inmóvil. Hurgué en su masa con el mango de la escoba. La porción de tentáculo, de acaso un metro de largo, la estrechó ferozmente por un segundo, volvió a aflojarse y se desplegó fláccida sobre los revueltos restos de papel higiénico, comida para perros y cajas de lejía. Los únicos ruidos audibles eran el runrún del generador y el llanto de Sebastián, procedente también del cuartito. Le vi sentado allí en un taburete, con las manos clavadas en la cara. Entonces reparé en otro sonido. El mismo ruido suave, táctil que antes había percibido en la oscuridad. Con la diferencia de que se había multiplicado por diez. Lo creaban los tentáculos que, palpando la fachada, buscaban un punto practicable. Pedro se adelantó hacia mí un par de pasos. —Mire, es preciso que comprenda… —comenzó. Le descargué un puñetazo en la cara. Fue tanta su sorpresa, que ni siquiera intentó esquivarlo. El golpe le alcanzó bajo la nariz. El labio se le aplastó sóbrelos dientes y le brotó sangre de la boca. —¡Usted le ha matado! —grité—. ¿Se fijó bien? ¿Se ha dado buena cuenta de lo que ha hecho? Me puse a aporrearle a ciegas, con la derecha, con la zurda, no como me habían enseñado en las clases de boxeo de la universidad, sino lanzando golpes al tuntún. Retrocediendo, obvió algunos y encajó otros con una especie de insensibilidad que se hubiera dicho resignación o penitencia. Eso acrecentó mi furor. Le hice sangrar la nariz y le propiné en un ojo un directo que se lo pondría maravillosamente negro. Le volví a pegar otra vez en el mentón. Después de eso, la mirada se le nubló. «Escuche —repetía—, escuche, escuche», hasta que a un golpe mío en la boca del estómago, se quedó sin aire y dejó de decir: «Escuche, escuche.» No sé hasta dónde me habría ensañado con él si alguien no me hubiera inmovilizado los brazos. Me liberé con una sacudida y me di la vuelta, deseoso de encontrarme con Johnny, a quien también quería vapulear. Pero no era Johnny, sino Sebastián. cuyo rostro se había quedado sin más color que el negro que le cercaba los ojos, todavía húmedos de llanto. —Para, Frank—dijo—. No le pegues más. Eso no resuelve nada. Johnny estaba de pie a un lado, el rostro completamente inexpresivo de puro aturdido. Le lancé con el pie una caja o no sé qué cosa. El objeto le dio en una bota y saltó. —Tú y tu compadre sois un par de cretinos —dije. —Ea, David, déjalo ya —pidió Sebastián, entristecido. —Dos cretinos; y habéis matado a ese chico. Johnny clavó los ojos en sus botas. Pedro se sentó en el suelo y se llevó las manos a su abdomen de bebedor de cerveza. Yo respiraba afanosamente. Tembloroso todo el cuerpo, la sangre me rugía en los oídos. Me dejé caer sobre un par de cajas, hundí la cabeza entre las rodillas y me aferré los tobillos con las manos. Asi permanecí durante un rato, el pelo caído sobre la cara, esperando a ver si me desmayaba, me ponía a vomitar o qué. Al poco rato empezó a desvanecerse la sensación que me embargaba y levanté la vista hacia Sebastián. La rosada piedra de su sortija relumbraba tenuemente a la luz de las bombillas de emergencia. —Está bien —dije con voz átona—. Ya se me ha pasado. —Me alegro —respondió Sebastián—. Hemos de pensar qué se hace ahora. El almacén volvía a oler a humo. —Lo primero, parar el generador —dije. —Sí, salgamos de aquí —terció Pedro. Sus ojos me miraron implorantes—. Siento lo del muchacho. Pero es preciso que comprenda… —Yo no tengo que comprender nada. Váyase usted y su colega al supermercado, pero no se muevan de junto al mostrador de las cervezas. Y cuidado con decir una palabra a nadie. No es el momento. Obedeciendo de muy buena gana, cruzaron juntos las puertas de vaivén. Sebastián paró el generador, y en el mismo momento en que las luces empezaban a apagarse, vi una manta acolchada, de las que se usan en las mudanzas como protección de objetos frágiles, abandonaba sobre un rimero de vacíos botellines de agua de seltz. La tomé para Gabriel. Se hizo audible el rumor de los pasos de Sebastián, que salía a tientas del cuarto del generador y que, como una gran mayoría de los hombres con exceso de peso, tenía una respiración algo afanosa y sonora. —¿Sigues ahí, David? —dijo con voz un poco trémula. —Aquí sigo, Sebastián. Cuidado con esas cajas de lejía. —Lo tendré. Guiándose por mi voz, al cabo de quizá medio minuto salió de la oscuridad. Me apretó el hombro con la mano y exhaló un largo suspiro entrecortado. —Salgamos de aquí, por Dios —discerní en su aliento el olor de las pastillas aromáticas que mascaba de continuo—. Esta oscuridad es… es mala. —Sí que lo es —repuse—. Pero aguarda un instante, Sebastián. Necesito hablar contigo y no querría que nos oyesen aquellos dos animales. —Dave… ellos no obligaron a Luis. Conviene que tengas eso presente. —Luis era un chiquillo, y ellos no lo son. Pero ya no importa, olvidemos eso. Hay que advertir a la gente, Sebastián. A los del supermercado. —Si cunde el pánico… —respondió indeciso. —Puede que eso ocurra, y puede que no. En todo caso, les ayudará a pensarlo bien antes de abandonar el local. Es lo que se proponen la mayoría, y es lógico; tendrán gente esperándoles en casa. Como me ocurre a mí. Hay que hacerles comprender el peligro que corren ahí afuera. La mano de Sebastián me atenazaba el brazo. —Está bien —dijo—. Sólo que me pregunto una y otra vez… Todos esos tentáculos… que parecen de un pulpo o de algo así…, ¿de dónde partirían? ¿De dónde partirían aquellos tentáculos, David? —No lo sé. Pero no quiero que aquel par informe a la gente por su cuenta. Eso sí desencadenaría el pánico. Vamos. Me orienté en la oscuridad y, al cabo de un par de segundos, distinguí la fina rendija de luz que se filtraba por entre las puertas de vaivén. Hacia allí avanzamos con paso cauteloso, atentos a las cajas diseminadas, Sebastián aterrándome el antebrazo con su mano regordeta. Di en pensar que todos habíamos olvidado las linternas. En el momento en que alcanzamos la puerta, Sebastián habló con voz monocorde. —Frank—dijo—, lo que hemos visto es… imposible. Te das cuenta, ¿no? Aunque lo hubiesen traído del acuario de Boston en un camión y lo hubieran descargado ahí fuera, un pulpo gigante como ése, un pulpo como el que salía en Veinte mil leguas de viaje submarino, moriría fuera del agua. Moriría sin remedio. —Sí, así es. —Entonces ¿qué ha ocurrido, eh? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hay en esa condenada tiniebla? —No lo sé, Sebastián. Salimos.
V. La discusión
El debate junto al mostrador de las cervezas. Comprobaciones Johnny y su buen amigo Pedro se encontraban al otro lado de las puertas, empuñando sendas cervezas. Me acerqué a Gabriel, vi que seguía durmiendo y le tapé con la presunta manta de mudanzas. Se movió un poco, murmuró algo y volvió a serenarse. Consulté mi reloj. Eran las doce y cuarto. Me pareció enteramente imposible: tenía la impresión de que habían pasado por lo menos cinco horas desde mi entrada en el almacén en busca del cobertor. Y sin embargo eran sólo treinta y cinco minutos los transcurridos en todo aquello. Volví junto a Sebastián, que estaba con Johnny y Pedro. Había ido a buscar cerveza y me ofreció una. Acepté la lata y me bebí la mitad de un trago, como había hecho aquella misma mañana mientras cortaba leña. Me animó un poco. Johnny se llamaba Grondin. Y el apellido de Pedro era LaFleur… la cosa, reconozcámoslo, tenía su gracia. Pedro La Flor tenía sangre seca en los labios, en el mentón y en una mejilla. El ojo que había recibido el golpe se le estaba hinchando. La chica de la camiseta color arándano, que cruzaba por allí sin propósito aparente, le dirigió a Pedro una mirada de recelo. Pude haberle dicho que Pedro sólo era peligroso para los adolescentes empeñados en demostrar su hombría, pero me ahorré la molestia. Bien mirado, Sebastián estaba en lo cierto: aunque de una forma ciega, lamentable, y pensando muy poco en el interés común, no habían hecho sino lo que creían mejor. Y en ese momento los necesitaba para hacer lo que yo creía mejor. Por ese lado no esperaba contrariedades: los dos habían quedado fuera de combate, y ninguno de ellos —La Flor en particular— valdría para nada durante algún tiempo. Había desaparecido de sus miradas lo que brillaba en ellas cuando organizaban la salida de Luis a fin de que el muchacho desatascase el respiradero. Los gallitos habían escondido los espolones. —Habrá que decir algo a esa gente —expresé. Johnny abrió la boca para protestar. —Ni Sebastián ni yo mencionaremos vuestra intervención en la salida del muchacho si apoyáis lo que vamos a decir sobre… en fin, sobre lo que se llevó a Luis. —Claro, claro está —repuso Johnny con un lamentable deseo de complacer—. Si no les advertimos, la gente podría salir… como hizo aquella mujer… la mujer que… —se secó la boca con la mano y tomó rápidamente otro sorbo de cerveza—. Santo Dios, qué desastre. Frank—dijo Sebastián—. ¿Y si…? —dejó la pregunta en suspenso, y luego se forzó a continuar—. ¿Y si entran? ¿Y si entran los tentáculos? —¿Por dónde, si cerrasteis la puerta? —interpuso Johnny. —Sí, claro —respondió Sebastián—. Pero es que toda la parte delantera del local es de cristal metalizado… El estómago se me subió a la garganta, como en un ascensor que se hubiera desprendido desde una altura de veinte pisos. Volví los ojos hacia el lugar donde dormía Gabriel. Pensé en los tentáculos que se agitaban sobre el cuerpo de Luis. Imaginé a mi hijo víctima de ellos. —Cristal metalizado —susurró Pedro LaFleur—. Cristo en bicicleta… Los dejé junto al mostrador, ocupados en procurarse una segunda cerveza, y fui en busca de Samuel Donnson. Le encontré frente a la caja número dos, en sobria conversación con Freddy Ushiña. Ambos —Samuel con su cuidado pelo entrecano y su apostura de galán maduro, y Donnson con su austera fisonomía al estilo Ecuador— parecían extraídos de una caricatura del Perú. No menos de veinte parroquianos deambulaban inquietos por el espacio comprendido entre las cajas y el amplio escaparate. Muchos se alineaban junto a éste, atentos a la tiniebla. Volví a pensar en los curiosos que atisban en los solares en construcción. La señora Laura, sentada en la inmóvil cinta transportadora de una de las cajas, fumaba un Parliament en una de esas boquillas ideadas para el progresivo abandono del tabaco. Me midió con la mirada y, encontrándome insuficiente, la desvió. Daba la impresión de soñar despierta. —Brent… —dije. — ¡David! ¿Dónde te habías metido? —De eso quiero hablarte. —Hay gente bebiendo en el mostrador de las cervezas —observó Donnson severamente, en el tono de quien anuncia que en la fiesta parroquial se han proyectado películas pornográficas—. Los veo por el espejo de seguridad. Esto tiene que terminar. —Brent… —¿Me disculpa un momento, míster Donnson? —Por supuesto —el gerente se cruzó de brazos y clavó los ojos, con la misma expresión de condena, en el espejo convexo—. Y va a terminar, eso se lo prometo. Samuel y yo nos encaminamos al mostrador de las cervezas, al otro extremo del local, pasando frente a la sección de utensilios domésticos y la de mercería. Ladeando la cabeza, advertí con malestar que los marcos de madera que sujetaban las altas lunas verticales estaban alabeados, torcidos y con grietas. Y una de las porciones de cristal, me recordé, ni siquiera estaba entera: una cuña había caído de su esquina superior al producirse aquel extraño temblor. Cabía la posibilidad de tapar el boquete de alguna forma… quizá rellenándolo con blusas de oferta de las que había visto junto a la sección de vinos… Interrumpidas bruscamente mis reflexiones, tuve que taparme la boca con la mano, como para reprimir un eructo. Lo que reprimía en realidad era el acceso de horrorizada risa que me producía la idea de cerrar el paso con un lío de blusas a los tentáculos que se habían llevado a Luis. Recordé que con sólo cerrarse en torno a una bolsa de alimento canino, uno de ellos —uno de los más pequeños— la había destrozado. —David, ¿te encuentras bien?
— ¿Cómo? —Es por la cara que pones… como si se te hubiera ocurrido una buena idea, o todo lo contrario: algo espantoso. Otro recuerdo me asaltó entonces. —Brent, ¿qué ha sido del hombre que entró gritando que había algo en la tiniebla, algo que se había llevado a Emilio Mure? —¿El que sangraba por la nariz? —Sí, ése. —Se desmayó y míster Donnson le hizo volver en sí con unas sales que tiene en el botiquín. ¿Por qué? —¿Dijo algo más al despertar? —Siguió con lo de esa alucinación. Míster Donnson se lo llevó arriba, a la oficina. Estaba asustando a algunas mujeres. Me pareció que se marchaba muy gustoso. Por algo relacionado con los cristales. Cuando míster Donnson le dijo que el despacho de gerencia no tenía más que una ventana pequeña, y que estaba reforzada con tela metálica, subió sin dudarlo. Supongo que debe seguir allí. —Lo que contó no es ninguna alucinación. —No, claro que no. —¿Lo fue la sacudida que sentimos? —No, pero mira, David… Está asustado, me repetía una y otra vez a mí mismo. No cargues contra él. Esta mañana lo has hecho ya una vez, y con eso basta. No cargues contra él por ser como es, como dio prueba de ser durante aquel estúpido pleito de los lindes: primero paternalista, luego sarcástico, y por último, cuando resultó claro que iba a perder, amenazador. No cargues contra él, porque vas a necesitarle. No será capaz de poner en marcha una sierra mecánica, pero, en cambio, responde a la estampa de la persona digna de crédito. Si pide a la gente que no pierda la calma, la gente no la perderá. Así, pues, no cargues contra él. —¿Ves esa puerta de doble hoja, la del fondo, detrás del mostrador de las cervezas? Frunció el ceño. —¿No es Weeks, el auxiliar del gerente, el que está bebiendo con esos dos? — observó—. Como lo vea Donnson, te aseguro que ese tipo se verá de patitas en la calle. —Brent, ¿quieres hacer el favor de escucharme? Se volvió hacia mí distraídamente. —Perdona, Da ve. ¿Qué me decías? —Que si ves aquella puerta del fondo. —Ah, sí, lo siento. Pensé: es ahora cuando lo vas a sentir. —Sí, naturalmente —agregó—, veo la puerta. ¿Qué pasa con ella? —Comunica con el almacén, que se extiende a todo lo largo de la fachada oeste del edificio. Gabriel se había quedado dormido y entré allí en busca de algo con que taparle… Se lo conté todo, excluyendo únicamente la discusión sobre el mozo y su salida del edificio. Le hablé de lo que había entrado, y por último, gritando ya, porque Samuel se negaba no ya a creerme, sino a considerar tan sólo la idea, le hablé de lo que había ocurrido. En vista de su actitud, lo llevé junto a Sebastián, Johnny y Pedro. Los tres corroboraron mis palabras, por mucho que tanto Johnny como la Flor estaban ya con unos tragos de más. Aun así, Samuel persistió en su tenaz y completa incredulidad. Se limitaba a no admitir los hechos. —No, no, no —dijo—. Perdónenme, señores, pero eso es totalmente ridículo. O bien me están gastando una broma —nos regaló una sonrisa de condescendencia, indicación de que sabía encajar las bromas como el primero—, o bien son ustedes víctima de una especie de hipnosis colectiva. Una vez más se me avivó el genio, pero, aunque no sin dificultad, me dominé. Luisalmente no soy hombre que pierda los estribos por cualquier cosa; ahora bien, aquéllas no eran circunstancias Luisales: tenía que pensar en Gabriel, y en lo que podía ocurrirle —o le había ocurrido ya— a Stephanie. Ambas cosas, vivas de continuo en mi subconsciente, me tenían desasosegado. —Muy bien —dije—. Entonces, vayamos allí. En el suelo del almacén ha quedado un trozo de tentáculo. La puerta lo cortó al bajar. Y podrás oír los otros, que se deslizan por todo el exterior. Parece el soplo del viento en la hiedra. —No —dijo tranquilamente. Me pareció que no le había entendido. —¿Cómo? ¿Qué has dicho? —He dicho que no. Que no voy a entrar ahí. La broma ha ido ya demasiado lejos. —Brent, te juro que no se trata de ninguna broma. —Pues claro que sí —retrucó. La mirada se le fue hacia Johnny y Pedro y se detuvo un instante en Sebastián Zambrano, que se la sostuvo impasible, antes de encontrar de nuevo la mía—. Debe ser lo que llamáis por aquí «un chiste de los de mearse». ¿No, David? —Escucha, Brent… —¡No, escúchame tú! —estaba subiendo el tono como debía de hacerlo en los estrados, para impresionar. Y su voz resultaba muy, pero que muy audible: varios de los que erraban por el local nerviosos y sin rumbo, se volvieron para atender a lo que ocurría. Samuel prosiguió, blandiendo el índice ante mí—: Claro que es un chiste. La piel de plátano que se arroja para que un memo resbale en ella, y el memo, por lo visto, soy yo. No tengo demasiadas simpatías por estos pagos, ¿verdad? Los de aquí cerráis filas frente a los forasteros. Como ocurrió cuando te llevé a los tribunales en defensa de mis legítimos derechos. ¿Que ganaste aquello? Es natural: tu padre era el famoso pintor, y tú eres de esta ciudad. ¡En cambio, lo único que yo hago aquí es pagar mis impuestos y gastar mi dinero! Lo que hacía no era ya actuar, tratar de intimidarnos con sus entonaciones ensayadas para el foro público: estaba gritando, a punto de perder por completo el dominio de si. Sebastián Zambrano se dio la vuelta y se alejó con su lata de cerveza en la mano. Pedro y su amigo Johnny miraban a Samuel con sincero asombro. —¿Qué pretendes? ¿Que entre allí para examinar la última novedad de los artículos de broma, mientras estos dos catetos se desternillan de risa a mis expensas? —Eh, oiga —protestó Pedro—, mire bien a quién llama cateto. —Me alegro de que te cayera aquel árbol en el cobertizo; si quieres saber la verdad, ¡me alegro! —añadió Samuel, dirigiéndome una sonrisa feroz—. Te lo dejó bien hundido, ¿verdad? Estupendo. Y ahora, quítate de mi camino. Quiso apartarme. Le así por el brazo y le arrojé contra el mostrador. Una mujer soltó un ronco grito de sorpresa. Dos lotes de seis latas de cerveza se fueron al suelo. —Destápate los oídos y escucha, Brent. Hay aquí vidas en juego. Para empezar, la de mi hijo. Así es que escúchame, o te garantizo que te doblaré a palos. —Adelante —replicó Samuel, todavía sonriendo en una especie de paralizada bravata, los ojos inyectados en sangre y fuera de sus cuencas—. Demuestra a todos lo grande y fuerte que eres pegando a un hombre que podría ser tu padre y que está mal del corazón. —¡Lárgale un directo! —exclamó Johnny—. Si está mal del corazón, al carajo. Ni siquiera estoy seguro de que ese picapleitos de Nueva York tenga corazón. —Usted no se meta —le dije a Johnny, antes de acorralar a Samuel, mi cara pegada a la suya, lo bastante cerca para besarle si en eso hubiera estado pensando, y percibiendo el frío del mostrador, que aún lo generaba pese a la falta de electricidad—. Deja de esconderte como el avestruz. Sabes perfectamente bien que estoy diciendo la verdad. —No… yo… qué voy a saber… —jadeó. —Si el lugar y el momento fueran otros, te dejaría continuar con tu juego. No sé hasta qué punto estás asustado, no llevo la cuenta. Yo también estoy asustado. ¡Pero te necesito, maldita sea! ¿Te enteras de eso? ¡Te necesito! —¡Suéltame! Le agarré por la camisa y le sacudí. —¿Es que no te das cuenta de nada? La gente va a empezar a salir ¡y quedarán a merced de lo que está ahí fuera! Por amor de Dios, ¿es que no lo comprendes? —¡Suéltame! —Primero tendrás que entrar ahí conmigo y verlo con tus propios ojos. —¡Te he dicho que no! Es un truco, una broma. No soy tan estúpido como tú crees… —Entonces te llevaré yo a rastras. Le agarré por el hombro y por la nuca. La manga de la playera se le descosió por la sisa con un largo crujido. Tiré así de él hasta la puerta de doble hoja, donde lanzó un chillido lastimoso. Se había congregado un grupo de unas quince o dieciocho personas que, sin embargo, se mantenían al margen. Nadie daba muestras de querer inmiscuirse. —¡Ayúdenme! —gritó Samuel. Los ojos se le saltaban detrás de las gafas. El pelo se le había revuelto otra vez y se le levantaba en tufos detrás de. las orejas. La gente rebulló en un ambiente expectante. —¿Por qué gritas? —le susurré—. ¿No dices que es una broma? Por eso te traje a la ciudad cuando me pediste venir, y por eso te confié a Gabriel en el cruce del estacionamiento: porque tenía preparada de antemano esta tiniebla tan oportuna; había alquilado a Hollywood una máquina para producir tiniebla que me cuesta quince mil dólares por día, más otros ocho mil por el transporte; todo para poder gastarte una broma. ¡Deja de contarte idioteces a ti mismo y abre los ojos! —¡Suél… ta… me! —berreó. Estábamos por alcanzar las puertas. —A ver, a ver, ¿qué pasa aquí? ¿Qué está usted haciendo? Era Donnson, que se abría paso a codazos entre los curiosos. —Haga que me suelte —pidió Samuel con voz ronca—. Está loco. —No, no está loco. Ojalá lo estuviera, pero no lo está. Ese había sido Sebastián, y yo hubiera sido capaz de besarle. Rodeando el pasillo a nuestra espalda, se había plantado delante de Donnson. Los ojos de éste se fueron a la cerveza que Sebastián tenía en la mano. —¡Está bebiendo! —exclamó, en tono sorprendido pero no enteramente falto de satisfacción. —Vamos, Bud — le dije, al tiempo que soltaba a Samuel—. Ésta es una situación excepcional.—Las Luisas no cambian —replicó con suficiencia—. Yo me encargo de que la dirección se entere de esto. Es mi deber. Samuel, que entretanto se había escabullido y permanecía a cierta distancia, trataba de enderezarse la camisa y alisarse el pelo. Su mirada saltaba nerviosa entre Donnson y yo. —¡Oigan! —gritó inesperadamente Sebastián, sacando del pecho un vozarrón que nunca le hubiera imaginado a aquel hombre, grande pero suave y modesto—. ¡Oigan todos los que están en el supermercado! ¡Acérquense y escuchen! ¡Esto les concierne, sin excepción! —desentendiéndose por completo de Donnson, me miró de lleno a los ojos—. ¿Lo hago bien? —Estupendo. La gente empezó a congregarse. Doblándose primero, el grupo de los que habían asistido a mi discusión con Samuel terminó por triplicarse. —Ocurre algo que todos deben saber… —empezó Sebastián. —Deje inmediatamente esa cerveza —dijo Donnson. —Calle inmediatamente esa boca —dije yo, avanzando un paso hacia él. Donnson retrocedió otro en compensación. —No sé en qué están pensando algunos de ustedes —repuso—.pero les aseguro que esto llegará a conocimiento de la empresa. ¡Sin faltar detalle! Y quiero que comprendan una cosa… ¡podría haber responsabilidades! En su nerviosismo había desnudado los dientes, amarillentos, y sentí pena de él. No hacía sino enfrentarse a la situación a su manera, como Samuel al imponerse a sí mismo el espejismo de la broma, o Pedro y Johnny al convertir todo el asunto en un silogismo de bravucones: si conseguían reparar el generador, la tiniebla se disolvería. Donnson había encontrado su propia fórmula de evasión: proteger el supermercado. —Pues nada, adelante: vaya anotando nombres —dije—. Pero por favor, no hable. —Muchos voy a anotar —replicó—. Y encabezando la lista estará el suyo… ¡bohemio! —El señor Frank Rueda tiene algo que decirles —continuó Sebastián—, y creo que, si tenían previsto marchar a casa, les conviene escucharle. Les conté, pues, lo sucedido, poco más o menos en los términos en que se lo había contado a Samuel. Al principio hubo algunas risas, y luego, al concluir mi alocución, se notó un creciente malestar. —Es mentira, ¿saben? —intervino Samuel con voz que, tratando de ser imperiosa, sólo resultaba estridente. Y aquél era el hombre a quien me había confiado, contando con recurrir a su prestigio. ¡Qué lamentable cosa! —Pues claro que es mentira —convino Hrown—. Es un delirio. Según usted, ¿de dónde salieron esos tentáculos, señor Drayton? —Ni lo sé ni, según están las cosas, tiene eso mucha importancia. Pero están ahí. Hay un… —Me parece a mí que algunos de ellos han salido de esas latas de cerveza. Eso es lo que me parece. Ese comentario fue saludado por algunas risas. Las interrumpió la fuerte, chirriante voz de la señora Laura. —¡Es la muerte! —graznó, y los que reían se reportaron al momento. Avanzó con paso imperioso hacia el centro del corrillo que se había formado, los pantalones amarillo canario brillando como con luz propia, el eLuise bolso balanceándose junto al paquidérmico muslo. Paseó a su alrededor con arrogancia la mirada de sus ojos negros, penetrantes y agoreros como los de una urraca. Dos guapas chicas de quizá dieciséis años, que lucían blancas blusas de rayón adornadas en la espalda con el nombre de un campamento de excursionistas, se apartaron de ella, aprensivas. —¡Oís pero no escucháis! ¡Escucháis pero no creéis! ¿Quién de vosotros quiere salir y comprobarlo por sí mismo? —los barrió con la mirada y centró en mí sus ojos—. ¿Y qué se propone usted hacer al respecto, señor Frank Rueda? ¿Es que se puede hacer algo? ¿Qué cree que puede hacer? Su sonrisa, sobre el traje color canario, era la de una calavera. —Es el fin, os digo. El final de todo. La hora postrera. El dedo que se mueve lo ha escrito, no en el fuego, sino en renglones de tiniebla. La tierra se ha abierto y vomitado sus horrores… —¿Por qué no la hacen callar? —estalló una de las adolescentes. Se encontraba al borde del llanto—. ¡Me está asustando! —¿Tienes miedo, corazón? —indagó la señora Laura, vuelta hacia ella—. Ahora, no. Lo tendrás cuando vengan por ti los engendros que el Maligno ha soltado sobre la faz de la tierra… —Ya basta, señora Laura —dijo Sebastián, que la asió del brazo—. Basta y sobra. —¡Suélteme! ¡Os digo que es el fin! ¡Es la muerte! ¡La muerte! —Qué montón de majaderías —exclamó asqueado un hombre que usaba gafas y se cubría con un sombrero de pescador. —No, señor —intervino Pedro—. Ya sé que parecen cosas del sueño de un drogado, pero es la pura verdad. Lo vi con mis propios ojos. —Yo también —dijo Johnny. —Y yo —terció Sebastián. Había conseguido callar, siquiera momentáneamente, a la señora Laura, que, sin embargo, se mantenía a corta distancia, aferrada a su bolso y todavía con aquella sonrisa vesánica que le desnudaba los dientes. Nadie quería su proximidad. De los presentes, unos conversaban por lo bajo, contrariados por la corroboración, y otros miraban inquietos, ponderativamente las lunas del escaparate. Me complació sin duda advertir eso. —Mentiras —farfulló Samuel—. Se enredan ustedes unos a otros con mentiras. Nada más. —Lo que usted cuenta —me dijo Donnson— es totalmente increíble. —No hace falta que nos quedemos aquí, rumiándolo —le contesté—. Acompáñeme al almacén y eche un vistazo. Y escuche. —No se permite a los clientes entrar en… —Bud —le interrumpió Sebastián—, acompáñele. Y terminemos con esto. —Muy bien, míster Drayton —se decidió Donnson—. Terminemos con esta bobada. Empujamos las puertas y nos internamos en la oscuridad. Lo que se oía era desagradable o, quizá, más exactamente, amenazador. También Donnson debió de percatarse de ello, pues, pese a lodo su talante de yanqui templado, me agarró el brazo inmediatamente. Por de pronto, se le cortó el aliento; cuando lo recobró, jadeaba. Era una especie de susurro procedente de la puerta de carga, un murmullo casi acariciante. Moví lentamente un pie, deslizándolo hasta encontrar por fin una de las linternas. Me agaché, me hice con ella y la encendí. Donnson —que ni siquiera había visto los tentáculos, sólo oía su labor— tenía tensos los músculos de la cara. Pero yo, que sí los había visto, los imaginaba sobre el palastro de la puerta, trepando y retorciéndose como enredaderas vivas. —¿Qué me dice ahora? ¿Totalmente increíble? Se humedeció los labios y contempló el caos de cajas y bolsas regadas por el suelo. —¿Esto lo hicieron ellos? —En parte. Casi todo. Venga por aquí. Me siguió… a regañadientes. Enfoqué con la linterna el pedazo de tentáculo que, contraído, enroscado, continuaba donde antes: junto a la escoba de largo mango. Donnson se inclinó sobre él. —Cuidado con tocarlo —dije—. Puede estar vivo todavía. Se incorporó al instante. Asiendo la escoba por el lado de barrer, hinqué el otro extremo en el tentáculo. Al tercer o cuarto pinchazo se desplegó lentamente y dejó a la vista dos ventosas completas y el desgarrado segmento de una tercera. Luego, a un reflejo muscular, se contrajo de nuevo y quedó inmóvil. Donnson emitió un sonido gutural, de repugnancia. —¿Ya tiene bastante? —Sí —dijo—. Salgamos de aquí. Avanzamos hasta la puerta tras la luz danzante de la linterna y salimos. Todas las caras se volvieron hacia nosotros y cesó el murmullo de las conversaciones. Samuel tenía el color de la cera. Los negros ojos de la señora Laura relumbraban. Sebastián estaba bebiendo otra cerveza, la cara bañada en sudor pese a que había refrescado bastante en el local. Las chicas de las blusas de rayón se acurrucaban una contra otra como potrancas que presienten una tronada. Ojos. Cuántos. Podría pintarlos, pensé estremecido; una composición pictórica sin rostros: sólo con ojos destellando en la penumbra. Podría pintarlos, pero nadie los creería reales. Freddy Ushiña enlazó remilgadamente las manos, de largos dedos, antes de hablar. —Señores —dijo—, parece que nos encontramos ante un problema de cierta consideración.
VI. Las nuevas deliberaciones
La señora Laura. Nos fortificamos. Lo que fue de los Racionalistas Las cuatro horas siguientes transcurrieron en una especie de sueño. Tras el testimonio de Donnson, hubo una larga deliberación, rayana en la histeria; aunque quizá no haya sido tan larga en realidad, y que la impresión se haya debido a la premiosa necesidad que todos sentían de rumiar una y otra vez la misma información, de considerarla desde todos los puntos de vista posibles, de darles vueltas y más vueltas, como hace un perro con un hueso, hasta llegar a su médula. Fue un lento proceso que llevó al convencimiento. ¿Quién no ha visto algo similar en cualquier junta de vecinos de las que se celebran en marzo en las poblaciones de Ecuador? Surgió el grupo de los Racionalistas, de los que no creían nada de todo aquello, minoría que, encabezada por Samuel, constaba de unas diez personas. Samuel no se cansaba de señalar que éramos solo cuatro los que atestiguábamos la desaparición del mozo capturado por lo que él llamaba los Tentáculos del Planeta X (humorada que le conquistó algunas risas la primera vez, pero que pronto perdió su gracia, por más que él, en su creciente agitación, no se percatara de ello). Añadió que, personalmente, ninguno de aquellos cuatro testigos le merecía crédito, encontrándose la mitad de ellos en estado de completa embriaguez. Esto último era indiscutible: con todo el mostrador de las cervezas y toda la estantería de los vinos a su disposición, Johnny y Pedro LaFleur habían pescado una borrachera fenomenal. Yo, a la luz de lo ocurrido con Luis y de la parte que habían tenido en ello, no se lo reprochaba. La borrachera, por lo demás, les duraría muy poco. Sebastián, indiferente a las protestas de Donnson, no dejaba de beber con ahínco. Desistiendo al cabo de un rato, el otro se contentó con lanzarle esporádicas amenazas de llevar la cosa a conocimiento de la Empresa. Ni siquiera se daba cuenta de que la Federal Foods Inc., con establecimientos en Bridgton, North Windham y Portland, podía haber dejado de existir entretanto. Toda la costa oriental de los Estados Unidos podía haber corrido, a juzgar por lo que sabíamos, la misma suerte. Sebastián, pese a beber sin parar, no se emborrachaba. Lo sudaba todo con la misma rapidez que lo ingería. —¿Se empeña usted en no creerlo, señor Samuel? —dijo, cuando la discusión con los Racionalistas se hizo decididamente agria—. Muy bien. Le diré lo que vamos a hacer. En la parte trasera hay un montón de envases vacíos, de cerveza y de agua de seltz, que Luis, Buddy y yo dejamos allí esta mañana, para devolverlos. Salga usted por la puerta principal, rodee el edificio y tráiganos un par de esos botellines, en prueba de que ha llegado hasta allí. Si hace eso, le juro que me quito la camisa y me la como. Como Samuel volviera a lo suyo, Sebastián le atajó en el tono de antes, suave y mesurado: —Le diré que hablando así a la gente, no hace sino daño. Hay muchos aquí que querrían marcharse a casa, para comprobar que nada malo les ocurre a los suyos. Yo tengo en Naples a mi hermana y a su hijita de un año, y me gustaría asegurarme de que están bien, ¿qué duda cabe? Pero si estas personas acaban por creerle y tratan de salir, les ocurrirá a ellas lo mismo que le ocurrió a Luis. No convenció a Samuel, pero sí a algunos de los indecisos. Lo hizo no tanto con sus palabras como con sus ojos, llenos de desasosiego. Creo que la cordura de Samuel dependía del no dejarse convencer, o que así lo estimaba él. En cualquier caso, no aceptó la propuesta de Sebastián de dirigirse a la trasera del edificio y regresar con unos envases que demostraran el buen éxito de su excursión. No la aceptó nadie. No estaban dispuestos a salir; por lo menos, no de momento. Él y su grupito de Racionalistas (reducido por una o dos deserciones), apartándose todo lo posible de los demás, fueron a situarse junto al frigorífico de las carnes preparadas. Uno de ellos, al pasar, tropezó con mi hijo, que se despertó. Gabriel, cuando me acerqué a él, se me colgó del cuello. Quise tenderle de nuevo, pero se aferró con aún más fuerza. —No, papá —suplicó—. Por favor, no. Me procuré un carrito y le acomodé en el asiento destinado a los niños. Situado allí, se le veía muy crecido. De no ser por su palidez, por el pelo, que, cubriéndole la frente, le caía oscuro hasta las cejas, y por el pesar que inundaba sus ojos, el efecto hubiera resultado cómico. Debía de hacer más de dos años que no subía a uno de aquellos carritos. Esas cosas suelen pasar inadvertidas; cuando reparamos en ellas, la sorpresa que nos producen es siempre desagradable. Entretanto, y con la retirada de los Racionalistas, la discusión había hallado un nuevo polo magnético, esa vez en la persona de la señora Laura, quien, por razones harto comprensibles, no encontraba apoyo. A la menguante, mortecina luz, el amarillo chillón del traje, la blusa de brillante rayón y los montones de bisutería barata y resonante —cobre, concha, mica— que llevaba encima le daban, junto con el eLuise bolso, un aspecto de bruja. Hondas arrugas verticales surcaban su rostro apergaminado. El pelo, crespo y gris, estirado por medio de tres peinetas de asta, estaba trenzado en la nuca. La boca era una línea de estriada cuerda. —No hay defensa contra la voluntad de Dios. Esto se avecinaba. Yo vi los signos, y los he anunciado aquí. Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver. —Bien, ¿y qué propone usted? —la interpeló, impaciente, Patricio Hatlen. Era concejal del municipio, pero en aquel momento, con su gorra de balandrista y sus bermudas de abolsados fondillos, no era ésa la imagen que daba. Al igual que muchos otros de los hombres presentes, estaba bebiendo cerveza. Freddy Ushiña, que ya había desistido de sus protestas, no dejaba, sin embargo, de anotar nombres, en un intento de llevar las cuentas en la medida de lo posible. —¿Que qué propongo? —repitió la Laura girándose hacia él—. ¡Menuda cosa! Lo que propongo, Michael Hatlen, es que se prepare usted para encontrarse con su Dios —y nos abarcó a todos con la mirada—. ¡Preparaos para encontraros con vuestro Dios! —Para un cuerno nos tenemos que preparar —le espetó Pedro LaFleur en un ebrio gruñido desde el mostrador de las cervezas. A ti debieron de colocarte la lengua de través, vieja, para tenerla tan suelta. Murmullos de aprobación saludaron ese comentario. Gabriel miró nervioso a su alrededor. Le rodeé los hombros con el brazo. —¡No me impediréis hablar! —exclamó la otra, contraído el labio superior, con lo cual quedaron a la vista los dientes, descarnados y amarillos de nicotina. Me vinieron a la memoria los animales disecados que tenía en la tienda, bebiendo eternamente en el polvoriento espejo que les hacía de arroyo—. ¡Los incrédulos lo serán hasta el fin! ¡Y, sin embargo, un ser monstruoso se llevó a aquel pobre muchacho! ¡Hay cosas en la tiniebla! ¡Todos los horrores de una pesadilla! ¡Engendros sin ojos! ¡Criaturas espectrales! ¿Dudáis? ¡Pues salid! ¡Salid y decidles: «Hola, ¿qué tal?»! —Señora Laura, va a tener que callarse —dije—. Está asustando a mi hijo. El hombre que iba con la niñita se hizo eco de mi protesta. La pequeña, de rechonchos muslos y arañadas rodillas, había pegado la cara al vientre de su padre y se tapaba los oídos con las manos. El Gran Bill, aunque no lloraba, no estaba lejos de hacerlo. —Sólo existe una posibilidad —dijo la exaltada señora Laura. —¿Qué posibilidad es ésa, señora? —preguntó, cortés, Patricio Hatlen. —Ofrecer un sacrificio —respondió ella con lo que me pareció, en la oscuridad, una ancha sonrisa—. Un sacrificio de sangre. Un sacrificio de sangre. Las palabras se quedaron suspendidas en el aire, dando vueltas lentamente. Aún ahora, pese a saber que no era así, pienso que en aquel momento se refería a algún animal: por el local correteaban, no obstante la prohibición de entrar con ellos, los perros de un par de clientes. Sí: eso es lo que me digo aún ahora. Envuelta en las sombras, la anticuaría parecía una última, enajenada representante del puritanismo que antaño sembrara el terror en Ecuador… pero sospecho que era 46 algo más profundo y siniestro que el simple puritanismo lo que la movía. El puritanismo tenía un padre: el hombre primitivo, con sus manos manchadas de sangre. La Laura abría ya la boca para añadir algo, cuando un hombre de corta estatura y pulido aspecto, que vestía unos pantalones rojos y una elegante chaqueta deportiva, le dio un bofetón en plena cara. Usaba gafas y el pelo echado hacia la izquierda con una raya trazada con tiralíneas. Tenía, además, el inconfundible aspecto del veraneante. —Sujete esa mala lengua —le dijo con voz contenida, átona. La Laura se llevó la mano a la boca y a continuación nos la mostró en ademán de muda acusación: tenía sangre en los dedos. Los negros ojos, en cambio, parecían bailar, locos de júbilo. —¡Se lo ha buscado! —exclamó una mujer—. ¡Si no se la hubiese dado él, lo hubiera hecho yo! —Los de afuera os llevarán a vosotros —dijo la anticuaría, mostrándonos la palma. El hilillo de sangre que brotaba de sus labios le corría en aquel momento por una comisura de la boca como una gota de lluvia por un canalón—. No ahora, tal vez, pero sí cuando oscurezca. Llegarán con la noche y se llevarán a otro. Con la oscuridad, llegarán. Los oiréis acercarse, arrastrándose, reptando. Y, cuando lleguen, le suplicaréis a la Madre Laura que os diga cómo proceder. El hombre de los pantalones rojos levantó despacio la mano. —Venga, pégueme —prosiguió ella, y le obsequió su ensangrentada sonrisa—. Pégueme si se atreve. El otro dejó caer la mano y la Laura se alejó sola. Y entonces sí, Gabriel se echó a llorar, apoyando la cara en mis piernas como antes hiciera la chiquilla con su padre. —Quiero irme a casa —dijo—. Quiero ver a mi mamá. Le consolé lo mejor que pude. Que seguramente no fue muy bien. La conversación tomó por fin rumbos menos destructivos y apabullantes. Salieron a relucir las lunas del escaparate, a todas luces el punto débil del supermercado. Patricio Hatlen preguntó cuántas entradas más había; Sebastián y Donnson las enumeraron rápidamente: dos puertas de carga, amén de la que Luis había abierto, las puertas de entrada y de salida de la fachada principal, y la ventana de la gerencia (de grueso cristal reforzado y con sólidos cierres). Aquellas deliberaciones surtieron un. paradójico efecto: al tiempo que nos hacían más conscientes del peligro, conseguía que nos sintiéramos mejor. Le ocurrió incluso a Gabriel, que me preguntó si podía ir a buscar un caramelo. Le dije que no había inconveniente, siempre y cuando no se acercase a los ventanales. Cuando el niño se hubo alejado lo suficiente, un hombre que se encontraba junto a Patricio Ganchala, dijo: —Bien, ¿y qué vamos a hacer con las lunas? La vieja aquella estará como una cabra, pero podría acertar en lo del ataque nocturno. —Puede que para entonces se haya disipado la tiniebla —apuntó una mujer. —Puede —respondió el otro—. Y puede que no. —¿Se les ocurre algo? —pregunté a Bud y a Sebastián. —Un momento —dijo el hombre de antes—. Me llamo Dan Miller y soy de Lynn, Massachussetts. Ustedes no me conocen ni hay motivo para ello, pero se da el caso de que tengo una propiedad en el lago Highland. La compré este mismo año, con la ayuda de Dios, por cierto, pero el hecho es que la tengo —se oyeron unas cuantas risitas—. Pero a lo que iba: que he visto allí, al fondo, un montón de bolsas de fertilizantes y de abono para el césped, en su mayoría de diez kilos. ¿No podríamos apilarlas a modo de sacos terreros, dejando aspilleras para observar? Se hacía mayor el número de los que asentían y hablaban animadamente. A punto de intervenir, me contuve. Miller tenía razón: formar un parapeto con las bolsas en nada iba a perjudicarnos y, en cambio, sí podía resultar útil. Volvió a mi memoria, sin embargo, aquel tentáculo y su forma de destrozar la bolsa de alimento canino, y pensé que uno de los más gruesos podría hacer lo mismo con aquellos sacos de diez kilos de fertilizante. Pero un discurso sobre el particular no arreglaría nuestros problemas ni elevaría la moral de nadie. Como la gente empezaba a romper filas, hablando de poner manos a la obra, Miller gritó: —¡Un momento! ¡Un momento! Aprovechemos la reunión para estudiar esto a fondo. Volvieron sobre sus pasos y se congregaron, en deshilachada asamblea de cincuenta o sesenta personas, en el rincón que formaban el mostrador de las cervezas, la puerta del almacén y el extremo del mostrador de las carnes, donde el señor Hosson siempre parece poner los artículos que nadie quiere, como las mollejas, las criadillas, los sesos de cordero y la cabeza de jabalí. Gabriel se abrió paso por entre el público, con la inconsciente agilidad que le da a un niño de cinco años el vivir en un mundo de gigantes, y me tendió una especia de chocolatina. —¿Quieres, papá? —Sí, gracias. La probé, y estaba muy rica. —A lo mejor les parece una pregunta estúpida —prosiguió Miller—, pero no hay que dejar cabos sueltos. ¿Lleva alguien algún arma de fuego? Hubo un silencio. Los presentes se miraban entre sí y se encogían de hombros. Un hombre mayor, de pelo entrecano, que dijo llamarse Bolivar Padilla, declaró que tenía una carabina en el portamaletas del coche. —Si quieren, puedo tratar de hacerme con ella. —La verdad, señor Cornell —interpuso Sebastián—, no creo que sea el momento. —La verdad, hijo —rezongó Cornell—, tampoco lo creo yo. Pero pensé que debía ofrecerme. —En fin —volvió Dan Miller a lo suyo—, aunque ya me imaginaba que no las tendrían… —Un momento —le interrumpió una voz femenina. Era la joven de la camiseta color arándano y los pantalones verde oscuro. Tenía el pelo de un rubio suave y poseía muy buena figura. Era una mujer guapa. Abrió el bolso y de él extrajo una pistola mediana. Los reunidos reaccionaron con un ohhhhh colectivo, como si un mago les hubiera sorprendido con un truco de excepcional calidad. La mujer, que ya se había sonrojado, se ruborizó mucho más. Hurgando de nuevo en el monedero, sacó una caja de balas Smith & Wesson. —Me llamo Jeniffer Hocley —se presentó a Miller—. La pistola… es idea de mi marido. Pensó que necesitaba protección. La llevo hace dos años, siempre descargada. —¿Se encuentra aquí su esposo, señora? —No, en Nueva York. Negocios. Viaja muy a menudo por negocios. Por eso insistió en que llevase la pistola. —Bien —respondió Miller—, si sabe servirse de ella, conviene que la tenga usted. ¿Qué es, una treinta y ocho? —Sí. Y no he disparado en mi vida más que una vez, en una sala de tiro. Miller tomó el arma, trasteó con ella unos segundos y por fin abrió el tambor. Comprobó que no estuviera cargado. —Muy bien —dijo—, disponemos de una pistola. ¿Hay aquí algún buen tirador? Yo no lo soy, desde luego. La gente volvió a mirarse. Al principio nadie se pronunciaba, hasta que al fin Sebastián dijo remiso: —Yo hago mucho tiro al blanco. Tengo un Colt 45 y una Llama 25. —¿Usted? —se extrañó Donnson—. Hmm. De aquí a la noche estará demasiado bebido para ver. Con voz muy clara, Sebastián replicó: —¿Por qué no cierra el pico y se limita a llevar su lista? Donnson le lanzó una mirada furibunda, abrió la boca y luego decidió, creo que con muy buen tino, volver a cerrarla. —Suya es —dijo Miller, un poco perplejo por la escena, tendiéndole el arma a Sebastián, que volvió a verificarla, él de forma más profesional, antes de guardársela en el bolsillo derecho del pantalón y deslizar la munición en el de la camisa, donde abultaba como un paquete de cigarrillos. Reclinándose entonces en el mostrador de las cervezas, cubierta todavía de sudor la redonda cara, abrió con un chasquido una nueva lata. Persistía en mí la sensación de estar descubriendo a un Sebastián Zambrano por entero insospechado. —Gracias, señora Dumfries —dijo Miller. —No hay de qué. Se me ocurrió que, de ser yo su marido, el propietario de aquellos ojos verdes y de aquel cuerpo generoso, quizá no viajara tanto. Lo de proporcionarle una pistola a la esposa era, según se mirase, un acto ridículamente simbólico. —De nuevo a riesgo de pasar por tonto —continuó Miller, y se volvió hacia Donnson y Sebastián, el uno con el anotador en la mano y el otro empuñando la cerveza—, ¿no habrá por aquí, verdad, nada parecido a un lanzallamas? —Ohhh, ¡qué desastre! —exclamó Lenin Drauson, el mozo de almacén, y en seguida se puso tan colorado como antesJeniffer Dumfries. —¿Qué pasa? —indagó Patricio Ganchala. —Pues que… hasta hace una semana tuvimos toda una caja de esos pequeños sopletes domésticos que se utilizan para soldar cañerías, o reparar el tubo de escape, o cosas así. ¿Los recuerda, señor Donnson? Donnson asintió con expresión poco afable. —¿Los vendieron todos? —preguntó Miller. —No señor: sólo tres o cuatro; como no tenían salida, devolvimos el resto. Qué estupidez…, qué pena —rojo ya como la grana, Lenin Drauson volvió a las filas de atrás. Disponíamos de cerillas, desde luego, y de sal (alguien había apuntado que, para ventosas y cosas análogas, nada como la sal), además de toda clase de palos de fregar y escobas de mango largo. La mayor parte de los congregados seguía dando muestras de buen ánimo, y Johnny y Pedro estaban demasiado bebidos para dar la nota discordante; pero al encontrar la mirada de Sebastián vi en ella una expresión de serena desesperanza que era peor que el miedo. Como yo, había visto los tentáculos: la idea de combatirlos con sal y con palos de fregar era puro humor negro. —Patricio —le dijo Miller a Hatlen—, ¿por qué no se pone al frente de estas pequeñas maniobras? Yo quisiera hablar un momento de todo este asunto con Sebastián y con Dave. —Con mucho gusto —repuso Hatlen, y le dio una palmada en el hombro—. Alguien tenía que tomar el mando de esto, y lo ha hecho usted muy bien. Bienvenido a la comunidad. —¿Significa eso que el municipio me reducirá los impuestos? —quiso saber Miller. De pequeño tamaño, pelirrojo, afectado por una calvicie incipiente, era la clase de tipo que le cae bien a uno a primera vista y, tal vez, la clase de tipo que sigue cayéndonos bien, a nuestro pesar, después de una temporada. A nuestro pesar, por ser la clase de sujeto que sabe hacerlo todo mejor que uno. —Eso, ni hablar —respondió el concejal, echándose a reír. Al alejarse Hatlen, Miller desvió los ojos hacia mi hijo. —No se preocupe por Gabriel —le tranquilicé. —Amigo, en mi vida había estado tan preocupado. —Ni yo —terció Sebastián, antes de dejar caer la lata vacía en el mostrador de las cervezas, tomar otra y abrirla: el gas produjo un leve siseo. —He reparado en la mirada que intercambiaban ustedes dos —dijo Miller. Terminada mi chocolatina, me agencié una cerveza para ayudarme a digerirla. —He pensado —prosiguió Miller— que tendríamos que encargar a media docena de voluntarios que forrasen con tela unos cuantos palos de escoba y la asegurasen con un cordel. Si abriésemos unas latas de ese líquido inflamable que se utiliza para fogatas de campaña, pronto dispondríamos de una serie de antorchas. Asentí. No era mala idea. No me parecía el procedimiento perfecto —después de haber asistido a la desaparición de Luis, no podía parecérmelo—, pero era mejor que la sal. —Al menos mantendrá ocupada a la gente —comentó Sebastián. Miller comprimió los labios. —¿Así de mal están las cosas? —dijo. —Así de mal —repuso Sebastián, y atacó su cerveza. A las cuatro y media, sacos de fertilizante y de abono para césped tapaban por completo los ventanales, exceptuados unos pocos huecos a modo de aspilleras. Un hombre montaba guardia frente a cada una de éstas, y junto a cada hombre había una lata de líquido inflamable y cierto número de improvisadas antorchas. Las aspilleras eran cinco, y Dan Miller había montado un servicio de relevos que las atendiesen. Al toque de las cuatro treinta yo me encontraba sentado en una pila de sacos, de guardia, con Gabriel a mi lado, los dos escudriñando la tiniebla. Enfrente mismo del escaparate había un banco rojo que solían utilizar, con sus compras al alcance de la mano, los que esperaban transporte. Detrás de ese banco comenzaba el estacionamiento. La tiniebla giraba lentamente, pesada y espesa. En contra de mi impresión primera, había en ella humedad en suspensión; pero qué opaca, qué tenebrosa se veía. El solo hecho de mirarla me apabullaba y hacía que me sintiese perdido. —Papá, ¿qué está ocurriendo? —me preguntó Gabriel—. ¿Lo sabes? —No, cariño. Guardó un breve silencio, la mirada fija en las manos, flojamente enlazadas sobre la horcajada de los vaqueros. —¿Por qué no viene alguien a rescatarnos? —preguntó por fin—. ¿La Policía Estatal, el FBI, o alguien? —No lo sé. —¿Crees que estará bien mamá? —Gabriel —le rodeé los hombros con el brazo—, ¿Cómo quieres que lo sepa? —Es que la necesito muchísimo —dijo, reprimiendo las lágrimas—. Siento haberme portado mal con ella a veces. —Gabriel… —comencé, y tuve que dejarlo: notaba en la garganta un regusto salado y se me quebraba la voz. —¿Pasará esto? —insistió el niño—. Di, papá: ¿pasará? —No lo sé —repetí, con lo cual reclinó la cabeza en el hueco de mi hombro y, al acariciársela percibí, bajo la espesura del pelo, la delicada curva del cráneo. Sin darme cuenta, me puse a pensar en mi noche de bodas. Martha se había quitado el sencillo traje castaño con que sustituyera el de la ceremonia, y le vi en la cadera el largo cardenal que se había hecho la víspera al chocar con el canto de una puerta. Recuerdo que mirándolo pensé: «Cuando se hizo eso, era todavía Stephanie Stepanek», y esa reflexión me produjo una especie de asombro. Después hicimos el amor. Era un día de diciembre, de cielo plomizo, y afuera nevaba con ímpetu. Gabriel se había echado a llorar. —Vamos, vamos, Gabriel —susurré, estrechándole la cabeza contra el pecho. Pero continuó llorando. Era la clase de llanto que sólo las madres saben remediar. Una noche prematura invadió el supermercado. Miller, Hatlen y Freddy Ushiña distribuyeron todas las linternas disponibles, que eran unas veinte. Samuel, que las reclamó a voz en cuello para su grupo, recibió un par de ellas. Los haces luminosos danzaban por los pasillos como espectros inquietos. Abrazando a Gabriel, atisbé por la aspillera. La luz del exterior, lechosa, traslúcida, no había cambiado apreciablemente: era el parapeto de sacos lo que oscurecía tanto el local. En varias ocasiones creí distinguir algo, pero era efecto de los nervios. Uno de los otros centinelas dio, indeciso, una falsa alarma. Gabriel volvió a ver a la señora Daniela y, aunque ésta no le había hecho de niñera en todo el verano, se dirigió ansiosamente hacia ella. La mujer, que estaba en posesión de una de las linternas, tuvo la amabilidad de dejársela. Poco más tarde, el niño jugaba a escribir su nombre con la luz en los laterales de vidrio del arcón de los congelados. Al parecer, ella se sentía tan dichosa como Gabriel con el encuentro. Al poco se me acercaron los dos. Hattie Daniela era una mujer alta y delgada, de precioso cabello rojo que empezaba a entreverarse de gris. Llevaba un par de gafas colgando, a la altura del pecho, de una de esas ornamentadas cadenillas que en mi opinión nadie, salvo una mujer de cierta edad, puede lucir impunemente. —¿Está Stephanie aquí, David? —me preguntó.—No. Se quedó en casa. Asintió con la cabeza. —También Alan. ¿Hasta cuándo tienes guardia? —Hasta las seis. —¿Has visto algo? —No. Tiniebla, nada más. —Si quieres, puedo quedarme con Gabriel hasta tu relevo. —¿Qué dices a eso, Gabriel? —Que me gustaría —respondió, atento al juego de luces que creaba en el techo con la linterna. —Dios protegerá a Marthay y también a Alan —dijo Hattie Daniela antes de alejarse con Gabriel de la mano. Hablaba con serena confianza, pero en sus ojos no se leía convicción alguna. A eso de las cinco y media sonaron al fondo del local voces en acalorada discusión. Alguien se burlaba de algo que otro había dicho. —¡Tiene que estar loco para querer salir! —exclamó un tercero. Me pareció Lenin Drauson. Los haces de varias linternas confluyeron en el foco de la controversia, y de ahí se desplazaron a la parte delantera del local. Una burlona, estridente risa de la señora Laura había hendido el aire, desagradable como un chirriar de uñas en un encerado. Se alzó por encima de la algarabía, resonante como en los estrados, la voz de Samuel. —¡Abran paso, por favor! ¡Abran paso! —chillaba. El hombre que guardaba la aspillera vecina abandonó su puesto, para averiguar las causas del griterío. Yo decidí quedarme donde estaba: fuera cual fuese su origen, el conflicto se desplazaba hacia aquel lado. —Por favor —dijo Patricio Ganchala—, discutamos esto con calma. —No hay nada que discutir —proclamó Samuel, cuyo rostro había emergido por fin de las sombras, obstinado, ojeroso y por completo afligido. Portador de una de las dos linternas asignadas al grupo de los Racionalistas, con el pelo todavía levantado detrás de las orejas en aquellos tufos que le daban aire de cornudo, encabezaba una brevísima procesión, reducida a cinco de los nueve o diez seguidores primitivos. —Vamos a salir —anunció. —No se obstinen en esta locura —intervino Miller—. Patricio tiene razón: podemos discutirlo con calma, ¿no? El señor Hosson va a preparar unos pollos en el asador de gas. Sentémonos, comamos y… Como se cruzara en el camino de Samuel, éste le apartó de un empujón. Aquello no le sentó bien a Miller: primero acalorado, su rostro adquirió en seguida una expresión dura. —Haga lo que quiera, pues —dijo—. Pero es como si asesinara a estas otras personas. Con toda la firmeza que caracteriza las grandes resoluciones y las inquebrantables muestras de testarudez, Samuel repuso: —Les enviaremos ayuda. Uno de sus acompañantes farfulló unas palabras de asentimiento, pero otro se escabulló en silencio. Tras eso, no le quedaban a Samuel más que cuatro seguidores. Según se mirase, no estaba mal del todo: el propio Cristo sólo consiguió doce. —Escuche, míster Samuel… Brent… —insistió Patricio Hatlen—, quédese siquiera para la cena. Ponga en el estómago algo caliente… —¿Y darles ocasión de seguir hablando? He pisado demasiadas salas de tribunal para caer en eso. Han desorientado ya a media docena de los míos. —¿De los suyos? —repitió Hatlen, gimiendo casi—. ¿De los suyos, dice? Por amor de Dios, ¿qué forma de hablar es ésa? Se trata de personas, y nada más. Esto no es un juego, y mucho menos una sala de tribunal. A falta de mejor palabra, hay cosas ahí fuera. ¿Qué sentido tiene hacerse matar? —¿Cosas, dice? —replicó Samuel, aparentando buen humor—. ¿Dónde? Su gente lleva ahí dos horas al acecho. ¿Quién las ha visto? —Bien, allí atrás, en el… —No, no, no —le atajó Samuel, sacudiendo la cabeza—. Eso lo hemos discutido ya hasta la saciedad. Vamos a salir… —No —musitó alguien, y el susurro se reprodujo: «No, no, no», como un rumor de hojas muertas que el viento arrastrara en un anochecer de octubre. —¿Acaso piensan retenernos? —indagó una voz chillona. Su dueña era una señora de edad avanzada, perteneciente a los «de» Samuel (por decirlo a su modo), que llevaba lentes bifocales—. ¿Piensan acaso retenernos? El murmullo de negaciones se fue apagando. —No —dijo Patricio—. No creo que nadie quiera retenerles. Le hablé a Gabriel al oído. El niño me miró entre sorprendido e inquisitivo. —Ve ya —le pedí—. Rápido. Se alejó. Samuel se peinó el pelo con los dedos, en un ademán tan calculado como los de cualquier autor de Broadway. Me caía más simpático cuando tiraba infructuosamente del cordón de la sierra y renegaba creyéndose a solas. No hubiera sabido decir entonces, ni lo sé ahora con mayor seguridad, si lo hacía con convicción o no. En el fondo de mi ser, pienso que sabía lo que estaba por ocurrir. Pienso que la lógica de la que toda su vida se había dicho esclavo se revolvió contra él al final, como un tigre que, rebelándose, atacara a su domador. Miró a su alrededor con desasosiego, como quien siente que no hay más que decir, y, a la cabeza de su grupo, cruzó uno de los pasillos de las cajas. Además de la mujer mayor, iban con él un muchacho regordete, de unos veinte años de edad, una chica igualmente joven y un hombre que vestía téjanos y llevaba ladeada en la cabeza una gorra de golf. Los ojos de Samuel encontraron los míos, se ensancharon un poco y quisieron apartarse. —Un momento, Brent —le dije. —No quiero hablar más de este asunto. Y contigo, menos todavía. —Ya lo sé. Sólo quería pedirte un favor —volví la cabeza y observé que Gabriel llegaba ya a la carrera. —¿Qué es eso? —preguntó Samuel receloso, al ver el paquete envuelto en celofán que me entregaba el niño. —Cuerda de tender —repuse, en cierto modo consciente de que todo el público del supermercado, reunido sin demasiado orden al otro lado de las cajas, nos estaba observando—. Es el paquete grande. De cien metros. —¿Y bien? —Quería pedirte que antes de salir te ataras a la cintura un extremo de la cuerda. Yo la iré soltando. Cuando notes que se atirante, la atas a algo, cualquier cosa. A un coche, por ejemplo; al cierre de una portezuela. —Y eso ¿para qué demonios? —Me indicará que has avanzado por lo menos cien metros —contesté. Algo relumbró en sus ojos… pero sólo un instante. —No —dijo. Me encogí de hombros. —Está bien. Buena suerte, de todas formas. —Lo haré yo, señor —dijo inesperadamente el hombre de la gorra de golf—. No veo motivo para negarse. Samuel giró vivamente hacia él, como con ánimo de decirle algo incisivo. El hombre de la gorra de golf le observó sereno. En los ojos de él nada relumbraba: había tomado una resolución y no albergaba ninguna clase de duda. También Samuel reparó en ello, y guardó silencio. —Gracias —dije. Abrí el envoltorio con mi navaja y la cuerda de tender se desplegó en rígidos bucles. Localizado uno de sus extremos, lo amarré en una floja lazada a la cintura de Gorra de Golf. Éste la deshizo al momento y se la ciñó con un rápido y prieto nudo de gaza. En el supermercado se hubiera oído el vuelo de una mosca. Inquieto, Samuel mudaba de uno a otro pie el peso del cuerpo. —¿Quiere llevarse la navaja? —le ofrecí al hombre de la gorra de golf.—Tengo —me dijo. Y, con el mismo sereno desdén de antes, añadió—: Usted cuídese de ir soltando bien la cuerda. Como se enrede, la corto. —¿Listo todo el mundo? —preguntó Samuel en voz demasiado alta, con lo cual el muchacho regordete brincó como si le hubieran pinchado en el trasero. Al no recibir respuesta, Samuel se volvió para emprender la marcha. —Brent —le dije, tendiéndole la mano—. Buena suerte, hombre. La estudió como si se tratase de un objeto extraño, poco digno de confianza. —Os enviaremos ayuda —dijo por fin. Y, seguido por el resto del grupo, empujó la puerta de salida y la traspuso. De nuevo se hizo perceptible aquel olor, ligeramente acre. Patricio Hatlen vino a situarse junto a mí. Los cinco componentes del grupo de Samuel se habían detenido en mitad de la bruma que, lechosa, giraba lentamente. Samuel dijo algo que yo debiera haber oído, pero la tiniebla parecía surtir un curioso efecto de impregnación. No capté otra cosa que el sonido de su voz y dos o tres sílabas aisladas, como una emisión de radio que sonase muy a lo lejos. Se pusieron en marcha. Hatlen mantenía entreabierta la puerta. Yo fui soltando cuerda, atento a mantenerla floja:, no había olvidado la promesa del otro, de cortarla si le frenaba. Seguía sin percibirse sonido alguno. Gabriel permanecía a mi lado, inmóvil pero vibrando por obra de su propia corriente interior. Tuve nuevamente la extraña impresión de que los cuerpos, más que desaparecer en la tiniebla, se hacían invisibles. Durante un instante las ropas flotaban como vacías en el aire, y luego los cinco desaparecieron. No sé percataba uno verdaderamente de la aLuisal densidad de la tiniebla hasta comprobar cómo ésta engullía a la gente en cuestión de segundos. Seguí soltando cuerda, primero en un cuarto, luego en una mitad de su largo. Y entonces dejó de correr por un momento. La cosa viva que se movía en mis manos, se convirtió en otra, muerta. Contuve el aliento. En ese punto se restableció el movimiento. Tendido el cordel entre los dedos, iba largándolo, y entonces, repentinamente, recordé el día en que mi padre me llevó a ver Mobby Dick en la versión cinematográfica de Gregory Peck. Creo que sonreí un poco. Tres cuartas partes de la cuerda habían desaparecido entre tanto: su extremo estaba ya entre los pies de Gabriel. Luego, una vez más, dejó de discurrir entre mis dedos. Después de permanecer inmóvil por espacio de quizá cinco segundos, sentí un tirón y perdí de vista otro metro y medio. Y entonces, de súbito, dio un violento latigazo hacia la izquierda y se fijó, cimbreante, en el filo de la puerta. Inesperadamente, seis metros de cordel partieron de golpe, dejándome en la palma de la mano izquierda una ligera rozadura. Y de la tiniebla llegó un chillido agudo, trémulo. Era imposible determinar si era una mujer o un hombre quien lo emitía. La cuerda me saltó de entre las manos con un nuevo latigazo. A ése siguió otro. Dando bandazos a izquierda y derecha entre la abertura de la puerta, corrió acaso otro metro, y entonces se hizo audible, procedente del exterior, un trepidante alarido que halló respuesta en un gemido de mi hijo. Hatlen, con los ojos eLuisemente abiertos y la boca trémula y caída en una comisura, era la viva imagen del espanto. El alarido se interrumpió bruscamente. Durante lo que pareció una eternidad, no se oyó cosa alguna. Luego, la mujer de edad avanzada que iba en la expedición de Samuel —esa vez no había duda respecto de quién gritaba— aulló: «¡Quitadme esto de encima! ¡Ay, Dios mío, Dios mío, quitad…» Y también su voz se cortó. Casi todo el largo de la cuerda pasó por mi puño mal cerrado, causándome esa vez una rozadura más dolorosa. A continuación, quedó completamente fláccida, y de la tiniebla surgió un sonido —un recio, pastoso rezongo— que hizo que la boca se me quedara completamente seca, sin saliva. Aunque jamás había oído nada igual, era algo que podía situarse en una escena cinematográfica ambientada en el veld africano o en un pantano de Sudamérica. Era la voz de un animal de gran tamaño. Se oyó de nuevo, contenida, feroz, sobrecogedora. Tras sonar una vez más, se redujo a una serie de roncos refunfuños. Y finalmente se apagó por completo. —Cierre esa puerta —dijoJeniffer Dumfries con voz entrecortada—. Por favor. —En seguida —repuse, y empecé a recuperar la cuerda. Conforme llegaba de la tiniebla, se iba amontonando a mis pies en desordenados lazos y nudos. A cosa de un metro de su cabo, la flamante fibra blanca adquiría un color entre bermellón y carmesí. —¡Es la muerte! —chilló la señora Laura—. ¡Salir de aquí es la muerte! ¿Os convencéis ahora? El extremo de la cuerda de tender era un mordido enredijo de fibra y pequeñas mechas de algodón. Estas últimas aparecían salpicadas de minúsculas gotas de sangre. Nadie alzó la voz contra la señora Laura. Patricio Ganchala dejó que la puerta se cerrase impulsada por su muelle
VII. La noche en el almacén
El señor Hosson había sido carnicero en Bridgton desde que era yo un muchacho de doce o trece años, y no tenía ni la menor idea de cuál era su nombre de pila ni de cuál podía ser su edad. Montó un asador de gas bajo uno de los pequeños extractores del local —que, si bien habían dejado de funcionar, seguramente procuraban aún alguna ventilación—, y a eso de las seis y medio el aroma del pollo a la parrilla llenaba el supermercado. Freddy Ushiña no puso reparos. Sería por la conmoción, o más probablemente por comprender que ni las carnes frescas ni la volatería de sus almacenes ganaba nada con el paso de las horas. Aunque el pollo olía bien, no eran muchos los que mostraban apetito. Con todo, el señor Hosson, pequeño, delgado, pulcro, cocinó los muslos y las pechugas y los dispuso en bandejas de papel, al estilo de los restaurantes de autoservicio, sobre el mostrador de la carnicería. La señora Daniela nos trajo a Gabriel y a mí sendas bandejas aderezadas con ensaladilla de patatas. Yo me esforcé en comer, pero Gabriel ni siquiera quiso probar su ración. —Tienes que comer, grandullón. —No tengo hambre. —Si no comes, no podrás crecer ni… La señora Daniela, que había tomado asiento detrás de Gabriel, me indicó, sacudiendo la cabeza, que no insistiera. —Está bien —concluí—. Entonces ve a buscar un melocotón y come eso siquiera. Te gusta y es nutritivo. ¿De acuerdo? —¿Y si el señor Donnson me dice algo? —Si lo hace, vuelves aquí y me lo dices. —Está bien, papá. Se alejó caminando despacio. Daba, no sé por qué, la impresión de haber perdido tamaño. Verle caminar de aquella forma me desgarró el corazón. Por lo visto indiferente al hecho de que sólo unos pocos lo consumieran, el señor Hosson continuaba asando pollo. Como creo haber dicho ya, situaciones como aquélla provocaban las conductas más diversas. Las reacciones del cerebro humano son imprevisibles. La señora Daniela y yo nos sentamos en medio del pasillo de los medicamentos. Por todo el local se veían pequeños grupos de gente. Nadie, a excepción de la señora Laura, se encontraba solo. Incluso Pedro y su compadre Johnny —a esas alturas, los dos durmiendo la borrachera— habían formado pareja junto al mostrador de cervezas. Seis voluntarios habían sustituido a los que guardaban las aspilleras. Entre los del relevo se encontraba Sebastián, que mordisqueaba un muslo de pollo y bebía una cerveza. En cada puesto de guardia había hachones de los improvisados con palos de escoba, y junto a éstos se veían latas de líquido inflamable; sólo que… dudo que nadie confiara ya como antes en aquellas defensas. Habiendo oído aquellos rezongos, ahogados y terriblemente vitales, habiendo visto la cuerda de tender, mordida y empapada en sangre, ¿quién iba a confiar? Si al ser o a los seres que andaban sueltos por allí afuera se les ocurría hacerse con nosotros, no habría remisión. —¿Qué nos esperará esta noche? —me preguntó la señora Daniela en un tono severo que sus ojos, asustados y llenos de malestar, desmentían. —Hattie, no tengo ni la menor idea. —Déjeme a Gabriel todo el rato que pueda. Estoy… Davey, creo que estoy aterrada —lo dijo soltando una risa gutural—. Sí, me parece que la palabra no es otra. Pero si tengo a Gabriel, aguantaré. Por él. Tenía húmedos los ojos. Me incliné hacia ella y le di unas palmaditas en el hombro. —Estoy tan preocupada por Alan —añadió—. Estoy segura de que ha muerto. Me lo dice el corazón.—No, Hattie. No puede estar segura de eso. —Pero es lo que intuyo. ¿No le ocurre a usted lo mismo con Stephanie? ¿No tiene ese… presentimiento? —No —mentí con descaro. Como le brotara de la garganta un sonido estrangulado, se apresuró a taparse la boca con la mano. Los lentes le relumbraron a la mortecina luz del local. —Ahí llega Gabriel —le advertí por lo bajo. Venía comiendo un melocotón. Hattie Daniela, dando unas palmadas en el suelo, le indicó que tomara asiento a su lado y le dijo que, cuando hubiera terminado con la fruta, le enseñaría a hacer un hombrecillo con el hueso y un poco de hilo. Gabriel le dirigió una apagada sonrisa, y ella se la devolvió. A las ocho, cuando relevaron a los que guardaban las troneras, Sebastián vino a sentarse junto a mí. —¿Dónde está Gabriel? —Ahí detrás, con la señora Daniela, haciendo manualidades —respondí—. Como ya han agotado los hombrecillos de hueso de melocotón, las caretas de bolsas de papel y las muñecas de manzana, el señor Hosson le está enseñando a hacer limpiapipas. Sebastián, suspirando, tomó un trago de cerveza y dijo: —Ahí fuera hay cosas en movimiento. Le dirigí una viva mirada. Él me la sostuvo. —No estoy borracho —dijo—. Bien que lo he intentado, pero no lo consigo. Ojalá pudiera emborracharme, Davey. —¿Qué significa eso, de que hay cosas en movimiento ahí fuera? —No sabría explicarlo. Lo comenté con Walter, y me dijo que él había tenido la misma impresión: como si a ratos la tiniebla se oscureciese en ciertos puntos; a veces es sólo un borrón, y a veces una mancha grande, como un morado. Luego toma el color de antes, el gris. Pero no dejan de danzar. El mismo Arnie Simms, que no ve más que un topo, dijo que era como si hubiese sombras. —¿Y los otros? —No conozco a ninguno, todos son forasteros —repuso Sebastián—. No les pregunté. —¿Estás seguro de que no serán figuraciones tuyas? —Lo estoy —dijo. Indicó con la cabeza a la Laura, que, sentada a solas al extremo del pasillo, y por lo visto no afectada en su apetito por nada de lo ocurrido, tenía en su bandeja un cementerio de huesos de pollo y estaba bebiendo o bien sangre o bien mosto tinto—. Creo que ésa acertaba en una cosa —concluyó Sebastián—. La verdad la descubriremos cuando anochezca. Pero no tuvimos que esperar a tanto. Como la señora Daniela le retenía a su lado, al fondo, Gabriel asistió a muy poco de lo que había de suceder. Sebastián continuaba sentado junto a mí cuando uno de los que se encontraban en la parte delantera del local dio una voz, se echó hacia atrás y, los brazos agitados en alto, abandonó su puesto. Eran cerca de las ocho y media y el blanco nacarado de la tiniebla había adquirido el gris opaco de un atardecer de noviembre. Algo se había fijado en la cara externa del cristal, a la altura de una de las aspilleras. —¡Ay, Jesús de mi vida! —gritó el hombre que montaba guardia allí—. ¡Líbrame, líbrame de esto! Y se puso a girar sobre sí mismo atropelladamente, los ojos saliéndosele de las cuencas y con un hilo de brillante saliva resbalándole por una esquina de la boca. Hasta que por fin, enfilando el pasillo del extremo, se alejó hacia el fondo, dejando atrás los mostradores de los platos congelados. Sonaron otros gritos. Algunas personas corrieron hacia los escaparates, para enterarse de lo ocurrido. Pero muchos otros, sin interés ni deseos de saber qué era lo que se había pegado a las lunas, se retiraron al fondo del local. Yo me encaminé a la tronera que había estado guardando. Sebastián me siguió, con la mano en el bolsillo en que llevaba la pistola de la señora Dumfries. De pronto, uno de los vigías soltó una exclamación, no tanto de miedo como de asco. Sebastián y yo nos deslizamos por uno de los pasos entre las cajas. Vi entonces lo que había sobresaltado al que abandonó su puesto. No hubiera sabido decir qué era, pero lo vi. Parecía uno de esos pequeños seres que se aprecian en los cuadros del Bosco, en sus lienzos más demoníacos. Y al mismo tiempo tenía algo de espantosamente cómico, porque también recordaba uno de esos bichejos de plástico, esos artículos baratos que compra uno para gastarles bromas a los amigos…, a decir verdad, la clase de engañifa que Samuel me había acusado de colocar en la zona de almacenamiento. Tendría tal vez tres palmos de largo, y el cuerpo, segmentado, era de ese color rosáceo que presentan las quemaduras en vías de sanar. Sus ojos, bulbosos, observaban en direcciones opuestas el extremo de dos cortos peciolos delgados y flexibles. Gruesos pies acabados en ventosa le mantenían adherido al vidrio. Por su otra punta sobresalía algo: un órgano sexual o un aguijón. Y del lomo le brotaban dos alas membranosas descomunales, parecidas, en cuanto a forma, a las de la mosca doméstica. Cuando Sebastián y yo nos acercamos al cristal, las agitaba muy despacio. Tres de aquellos engendros se arrastraban por la luna ante la tronera de nuestra izquierda, la vigilada por el hombre que había gritado alterado por la repugnancia. En su torpe paseo dejaban tras de sí un rastro viscoso, como de baba de caracol. Los ojos —si ojos eran— se balanceaban al extremo de sus pedúnculos, del grosor de un dedo. El mayor de aquellos bichos tendría acaso un metro de largo. Unos, a ratos, pasaban por encima de los otros. —¿Habéis visto esas alimañas del demonio? —dijo, angustiado, Tom Smalley, que se encontraba ante la aspillera de nuestra derecha. No respondí. En ese momento había bichos de aquellos en todas las troneras, lo cual quería decir seguramente que el edificio entero estaba cubierto de ellos, como gusanos congregados sobre un pedazo de carne descompuesta… La imagen no era agradable, y noté que el pollo se me revolvía en el estómago. Alguien se había puesto a sollozar. La Laura hablaba a gritos de abominaciones surgidas de las entrañas de la tierra. Una tercera persona le dijo, en tono áspero, que más le valía callar. Toda la vieja monserga de antes. Sebastián se sacó del bolsillo la pistola de la señora Dumfries, y yo le agarré del brazo. —No seas loco. Se liberó, de un tirón, y dijo: —Sé lo que hago —a lo cual se puso a golpear el cristal con el cañón del arma. El aleteo de los bichos se aceleró de tal forma que, de no haber sabido uno lo contrario, no habría pensado que tuvieran alas Y por fin levantaron el vuelo, sin más. Viendo lo que había hecho Sebastián, y comprendido el propósito de su acción, algunos de los que montaban guardia comenzaron a golpear las lunas con el mango de los palos de escoba. Los bichos echaron a volar, pero para volver en seguida. Estaba claro que, también en cuanto a inteligencia, no diferían mucho de la mosca común. De la situación anterior, rayana en el pánico, se pasó a otra, de bulliciosa conversación. Oí que alguien le preguntaba a su vecino qué podía pasarle a uno, en su opinión, si uno de aquellos bichos se le echaba encima. No era una pregunta cuya respuesta me interesase presenciar. El golpear en los cristales empezó a disminuir. Sebastián se había vuelto hacia mí, con ánimo de decir algo, pero, antes de que llegase a abrir la boca, algo, surgido de la tiniebla, cayó sobre uno de los seres que se arrastraban por las lunas y se lo llevó. Aunque no estoy seguro de ello, creo que grité. Se trataba de un animal volador. Es lo único que sé a ciencia cierta. La tiniebla pareció oscurecerse, exactamente como había explicado Sebastián, con la única diferencia de que en lugar de desaparecer, el borrón se materializó en un cuerpo con alas coriáceas, batientes, tan falto de color como el pelo de un albino, y dotado de ojos rojizos. Cayó sobre el cristal con fuerza suficiente para hacerlo trepidar. Abrió el pico, se apoderó con él del bicho rosáceo y se esfumó. Todo ocurrió en no más de cinco segundos. La última, vaga impresión que me quedó, fue el haber visto a la presa retorciéndose y aleteando antes de ser engullida, a la manera de un pez pequeño que colea y se revuelve en el pico de una gaviota. De pronto sonó un nuevo choque, y luego otro. La gente rompió a gritar otra vez, y se produjo una estampida hacia el fondo del local. Entre el vocerío se oyó un grito desgarrado, de dolor. —Ay, Dios mío, aquella señora —exclamó Sebastián— se ha caído y la gente la ha arrollado. Cruzó a la carrera el paso de la caja, y yo me volvía ya, para seguirle, cuando vi algo que me dejó paralizado donde estaba. En lo alto, a mi derecha, uno de los sacos de abono para césped resbalaba lentamente hacia atrás. Debajo, en la misma vertical del saco, Tom Smalley escudriñaba la tiniebla por su tronera. Otro de los bicharracos rosados fue a adherirse al grueso cristal, frente al punto de observación que Sebastián y yo habíamos estado ocupando. Y uno de los animales alados bajó en picado y cayó sobre él. La anciana que habían pisoteado seguía gritando con voz aguda, cascada. El saco. El saco estaba por caer. —¡Cuidado, Smalley! —voceé—. ¡Ahí arriba! Con la algarabía no llegó a oírme. La bolsa acabó de ladearse y cayó verticalmente. Le alcanzó de lleno en la cabeza. Smalley se vino abajo y golpeó con la mandíbula la repisa que bordeaba el escaparate. Uno de los voladores albinos trataba de abrirse paso por el mellado boquete del cristal. Según se iba acallando el griterío en el local, alcancé a oír el suave murmullo, como de raspado, que producía la bestia en su pugna. Los ojos destellaban rojos en la cabeza, triangular y un poco ladeada. El pico, recio, en forma de garfio, boqueaba voraz. Su aspecto era, en cierto modo, el de esos pterodáctilos que habréis visto en las planchas de los libros de zoología prehistórica, pero correspondía más bien a una visión de las pesadillas de un demente. Agarré uno de los hachones y, como lo hundiese con demasiada viveza en la lata de líquido inflamable, ésta se ladeó y parte de su contenido fue a parar al suelo, donde formó un charco. La bestia voladora se detuvo en lo alto de los sacos de abono y, mudando el peso del cuerpo de una a otra garra, miró alrededor con lenta, malévola intensidad. Era un animal estúpido, de eso estoy completamente seguro. Por dos veces trató de desplegar las alas, pero, como toparan con el techo, las retrajo en seguida sobre la jibosa espalda, a la manera de un grifo. En el tercer intento perdió el equilibrio y, cayendo torpemente de su percha, todavía empeñado en aletear, fue a aterrizar sobre la espalda de Tom Smalley. A una contracción de sus garras, la camisa de Tom se desgarró de lado a lado. Vi fluir sangre. Yo me encontraba a menos de un metro de allí, con la antorcha goteando líquido inflamable y emocionalmente resuelto a acabar con aquel ser a poco que pudiera, cuando me di cuenta de que no tenía cerillas con que prenderle fuego. La última la había gastado, hacía una hora, en darle al señor Hosson lumbre para su cigarro. Para entonces, el supermercado se había convertido en un pandemónium, al reparar la gente en el engendro posado en la espalda de Smalley: un ser como nadie había visto otro en el mundo. Y que, avanzando la cabeza con aire inquisitivo, le arrancó a Smalley, de un picotazo, un pedazo de cuello. Ya me disponía a utilizar la antorcha a modo de maza, cuando su extremo envuelto en hilas se inflamó inesperadamente. Vi a mi lado a Dan Miller, que tenía en la mano un encendedor con un emblema de la Marina. El horror y la rabia le petrificaban el semblante. —Mátalo —dijo con voz ronca—. Mátalo si puedes. Junto a Dan se encontraba Sebastián, empuñando el revólver deJeniffer Dumfries; pero el tiro no era seguro. La bestia desplegó las alas y las batió una vez —visiblemente, no para echarse a volar sino para agarrar mejor a su presa—, y a continuación aquellos élitros membranosos, de un blanco acharolado, envolvieron todo el torso del pobre Smalley. Y a eso siguió una serie de sonidos, mortales, de desgarramiento, que no tengo coraje para describir en detalle. Ocurrió todo eso en cuestión de unos pocos segundos. Y entonces arrojé el hachón contra el monstruo. La sensación fue la de haber golpeado algo no más sólido que una cometa de papel. Y un instante después toda la masa de aquel ser ardía como una tea. Soltó un rechino y tendió las alas; la cabeza respingó y los ojos oscilaron en lo que sinceramente espero fuese un reflejo de terrible dolor. Se alzó en el aire con un gualdrapeo que se hubiera dicho de sábanas tendidas al azote de un ventarrón primaveral. Volvió a emitir su ronco chillido. Los presente giraron la cabeza para seguir su llameante vuelo agónico. Creo que ningún aspecto de todo lo ocurrido subsiste en mi memoria con tanta fuerza como el vuelo en zigzag de aquel pajarraco en llamas sobre los pasillos del supermercado, dejando caer aquí y allá, en sus evoluciones, pedazos de su cuerpo, humeantes y achicharrados. Por fin fue a estrellarse contra la estantería de las salsas —de tomate, para espaguetis, para ragú—, con lo cual todo el contorno resultó salpicado como de gotas de sangre. Del animal en sí no quedó sino unos huesos y un poco de ceniza. Pero el tufo de la combustión era intenso, nauseabundo. Y, por debajo de él, como una especie de contrapunto olfativo, se percibía el olor fino y acre de la tiniebla, que se filtraba al interior por la rotura del cristal. Reinó durante un instante un gran silencio. Nos sentíamos unidos por la tenebrosa maravilla de aquel fulgurante vuelo de muerte. Luego alguien lanzó un aullido. Otros gritaron. Y a mí, desde un lugar impreciso del fondo, me llegó el llanto de mi hijo. Sentí la presión de una mano. Era Freddy Ushiña. Los ojos se le salían de las órbitas. Con un gruñido, en una mueca que dejaba a la vista su dentadura postiza, indicó el parapeto de sacos. —Uno de esos bichos —dijo. Uno de los descomunales insectos de cuerpo rosáceo se había colado por el boquete de la luna y, posado en una bolsa de abono, batía sus alas de mosca casera en un audible zumbido que recordaba el de un ventilador barato. Protuberantes los ojos al extremo de sus pedúnculos, el cuerpo de una carnosidad nociva, aleteaba rápidamente. Me adelanté hacia él. Mi hachón, aunque empezaba a consumirse, no estaba apagado todavía. Pero la señora Karina, la maestra del tercer grado, se me adelantó. De acaso cincuenta y cinco o sesenta años de edad, y con menos carne que un cuchillo, su cuerpo tenía un aspecto de dureza y sequedad que siempre me había recordado la cecina. A la manera de un pistolero chiflado de alguna comedia existencialista, llevaba un bote de insecticida en cada mano. Y, lanzando un bufido de ira que en nada hubiera desdicho de un troglodita en el acto de partir el cráneo de su enemigo, presionó, tendidos los brazos en todo su largo, los pulsadores de ambos botes. Una espesa capa de insecticida cayó sobre el bicho, que, asaltado por las angustias de la muerte, comenzó a retorcerse y a girar locamente sobre sí mismo, cayó del rimero de sacos, fue a rebotar en el cuerpo de Tom Smalley —muerto ya, sin duda de ningún género— y terminó en el suelo. Batía desesperadamente las alas, pero sin resultado alguno: estaban demasiado impregnadas de sustancia letal. Al cabo de unos instantes, el aleteo perdió fuerza y, por último, se interrumpió. Había muerto. Se oyó llorar a la gente. Y gemir. Gemía la anciana que había sido pisoteada. Y también sonaron risas. Las risas de los condenados. La señora Karina, plantada junto a su pieza, respiraba con un afán que le estremecía el flaco pecho. Hatlen y Miller, que habían encontrado una de esas carretillas que utilizaban los mozos de almacén para trajinar cargas, la auparon sobre el parapeto de sacos y cerraron así el paso que permitía la cuña de cristal fallante. Como medida provisional, era aceptable.Jeniffer Dumfries se acercó con paso de sonámbula. En una mano traía un cubo de plástico y en la otra, una escoba ordinaria, envuelta aún de material transparente. Inclinándose, los ojos todavía muy abiertos y vacíos de toda expresión, metió el bicho rosado —insecto, babosa o lo que fuera— en el cubo. Oímos el crujir de la envoltura de la escoba al rozar el suelo. A continuación la mujer se encaminó a la puerta de salida. No había allí ningún bicho a la vista. Entreabriéndola, lanzó al exterior el cubo, que cayó de lado y se quedó basculando en arcos cada vez más cortos. Uno de los bichos rosados surgió zumbando de la oscuridad, aterrizó en el cubo y se cebó en él.Jeniffer rompió a llorar. Me acerqué a ella y le rodeé los hombros con el brazo. A la una y media de esa madrugada dormitaba yo, sentado en el suelo, la espalda contra el blanco lateral esmaltado del mostrador de las carnes. Gabriel, la cabeza reclinada en mi regazo, dormía profundamente. No lejos de nosotros,Jeniffer Dumfries le imitaba, ella con la chaqueta de alguien por almohada. Poco después de que el animal volador cayese consumido por las llamas, Sebastián y yo habíamos vuelto al almacén y recogido allí media docena de mantas del mismo estilo de la que antes había utilizado yo para tapar a Gabriel. Varias personas las utilizaban ahora como colchoneta. También retiramos una serie de pesadas cajas de naranjas y peras; trabajando en equipo de cuatro, conseguimos situarlas encima de los sacos de abono, frente al cristal roto. A los animales alados no les resultaría fácil desplazar aquellos obstáculos, todos de no menos de cuarenta kilos de peso. Pero los pájaros y los bichos rosados qué los pájaros se comían no eran las únicas formas de vida que pululaban afuera. Estaba el monstruo tentacular que se había llevado a Luis. Había que pensar en la desgarrada cuerda de tender. Y en el ser invisible que había emitido aquel rezongo profundo y gutural. Posteriormente habíamos oído otros gruñidos semejantes, a veces muy lejanos…, pero ¿qué significaba «lejanos», dado el efecto impregnador de la tiniebla? Otras veces, en cambio, habían sonado muy próximos, lo bastante para hacer que el edificio retumbara y que se tuviese la sensación de que los ventrículos del corazón se habían llenado súbitamente de agua helada. Gabriel se agitó en mis rodillas y lanzó un gemido. Cuando le acaricié el pelo, gimió más fuerte. Y luego volvió a su sueño, como si en éste encontrara aguas más quietas. Interrumpido mi dormitar, me desvelé, los ojos abiertos como platos. En toda la noche no había conseguido dormir más de una hora y media, y había sido un sueño sembrado de pesadillas. Una de éstas me había devuelto a la noche anterior. Gabriel y Marthay estaban frente a la ventana panorámica, contemplando las tenebrosas aguas del lago y el avance de la tromba que anunciaba la inminente tempestad. Sabiendo que el viento podía alcanzar fuerza suficiente para destrozar la ventana y lanzar una lluvia de mortales dardos de cristal que atravesara el salón, trataba de correr hacia ellos. Pero por más empeño que pusiera, no parecía avanzar lo más mínimo. Y entonces surgía de la tromba un pájaro, un gigantesco oiseau de mort escarlata, cuyos miocénicos vuelos oscurecían todo el ancho del lago. Abría sus fauces y dejaba a la vista un buche de las dimensiones de un túnel ferroviario. Y conforme la bestia se abatía sobre mi mujer y mi hijo, para engullirlos, una voz apagada y siniestra rompía a susurrar una y otra vez: «El Proyecto Punta de Flecha…, el Proyecto Punta de Flecha…, el Proyecto Punta de Flecha…» Tampoco puede decirse que Gabriel y yo fuéramos los únicos que descansábamos mal. Otros gritaban en sueños, y algunos seguían haciéndolo después de haber despertado. Las cervezas iban desapareciendo del refrigerador a ritmo acelerado. Lenin Drauson lo había vuelto a llenar, con existencia del almacén, sin decir palabra. Patricio Hatlen me comunicó que los somníferos se habían agotado. No de forma paulatina, sino de golpe. Según él alguien se había llevado hasta seis u ocho frascos. —Sólo quedan unos cuantos de pastillas —concluyó—. ¿Quieres uno, David? Negué con la cabeza, pero le di las gracias. Y al otro extremo del pasillo, junto a la Caja número 5, teníamos a los borrachines, unos siete y todos ellos forasteros, a excepción de Lou Tattinger, el del taller de lavado de coches. Tattinger no era, según rumores, de los que necesitan razones especiales para descorchar una botella. El pelotón de los beodos estaba cabalmente anestesiado. Ah, sí: también estaban las seis o siete personas que se habían trastocado. Aunque lo de trastocado puede no ser la palabra apropiada, no se me ocurre otra. Se trataba de gente que, sin necesidad de cerveza, vino ni pastillas, había quedado totalmente embrutecida y te miraba con ojos vacuos, vidriosos, saltones. El sólido pavimento de la realidad se había abierto por obra de algún seísmo difícil de imaginar, y aquellos pobres diablos habían caído en una sima. Los demás conservábamos la razón a fuerza de concesiones, en algunos casos, imagino, bastante peculiares. La señora Karina, por ejemplo, aseguraba que todo aquello era un sueño… y lo decía con no poca convicción. Desvié la mirada haciaJeniffer. Me iban embargando, relacionados con ella, unos sentimientos de una intensidad turbadora… turbadora pero no precisamente desagradable. Sus ojos eran de un verde tan increíblemente vivo que la había estado observando durante un rato, en la creencia de que acabaría por quitarse las lentillas que le daban aquel color. Pero estaba visto que éste era natural. Deseaba hacerle el amor. Mi mujer estaba en casa, quizá con vida, aunque más probablemente muerta, y en cualquier caso, sola, y la amaba; volver junto a ella con Gabriel era lo que más deseaba en este mundo, y sin embargo, también quería acostarme con aquella talJeniffer Dumfries. Traté de convencerme de que ese impulso obedecía a la situación en que nos encontrábamos, lo que posiblemente fuera cierto, pero sin modificar mi anhelo. Seguí dando cabezadas hasta eso de las tres, cuando por fin me desvelé del todo.Jeniffer había adoptado una especie de postura fetal —las rodillas dobladas a la altura del pecho, las manos apresadas entre los muslos— y parecía dormir profundamente. La camiseta, un poco levantada, dejaba ver algo del costado, de piel limpia y blanca. Mirando ese punto, empecé a experimentar una erección por demás incómoda e inútil. En una tentativa de encaminar mis pensamientos por otros derroteros, evoqué el deseo, que había sentido la víspera, de pintar a Samuel Donnson. O, más que de hacer algo tan serio como pintarle, de sentarle allí, en un leño, con la cerveza en la mano, y… bueno, bosquejar su rostro sudoroso, fatigado, con los dos mechones que, rebeldes al cuidadoso corte de pelo, le sobresalían de su nuca. Pudo haber sido un buen retrato. Me había llevado veinte años de convivencia con mi padre el descubrir que el ser competente era ya un logro de mucha importancia. ¿Sabéis qué es el talento? Es la maldición de ambicionar. Algo a lo que uno ha de enfrentarse en la adolescencia, y tratar de superarlo. Si tienes dotes de escritor, piensas que Dios te puso en el mundo para borrar el recuerdo de Shakespeare. Y si se te dan bien los pinceles, imaginas —yo lo imaginaba— que Dios te puso en el mundo para borrar el recuerdo de tu padre. Resultó que yo no era tan competente como mi padre. Y tal vez dediqué a ese propósito más tiempo del debido. Hice en Nueva York una exposición que no marchó bien: los críticos arremetieron contra mí por no tener la talla de mi padre. Un año más tarde ganaba mi sustento y el de mi mujer trabajando para el comercio. Martha había quedado embarazada, y mantuve una conversación en serio conmigo mismo. De ella resultó el convencimiento de que para mí la pintura de mérito nunca sería más que un pasatiempo. He realizado anuncios para una marca de champú, los de la Chica: el que la muestra a horcajadas en la bicicleta; el otro, donde sale jugando al Frisbee, esa especie de disco, en la playa; y el que la representa en el balcón de su casa, con un refresco en la mano. He hecho ilustraciones para relatos breves en la mayor parte de las grandes revistas nacionales, un terreno en el que me introduje tras haber ejecutado dibujos rápidos para los cuentos de revistas masculinas de muy inferior calidad. Tengo en mi haber algunos carteles de películas. El dinero afluye. Nos mantenemos muy a flote. Mi última exposición la presenté en Bridgton, el verano pasado. Exhibí nueve lienzos, obra de cinco años, y vendí seis. Había uno que me negaba en redondo a vender. Por alguna extraña coincidencia, representaba el Supermercado Federal, visto desde la otra punta de la explanada del estacionamiento. Ésta, en el cuadro, aparecía desierta, a excepción de un hilera de latas de judías con salchichas de la marca Campbell, de tamaño que iba en aumento conforme se acercaban al ojo del espectador. La última daba la impresión de medir dos metros de alto. Titulé ese lienzo Judías y falsa perspectiva. Un californiano, director de una empresa que fabrica pelotas y raquetas de tenis y toda una infinidad de otros artículos de deporte, mostró un vivísimo interés por el cuadro. Pese a la tarjeta de «Reservado» que tenía el delgado marco de madera en su ángulo inferior izquierdo, no aceptaba un no por respuesta. Comenzó por ofrecerme seiscientos dólares, y de ahí fue subiendo hasta los cuatro mil. Lo quería, dijo, para su despacho. Como me negara a vendérselo, se marchó tan perplejo como contrariado. Eso sí: sin renunciar del todo, pues me dejó su tarjeta personal, por si cambiaba de opinión. Aquel dinero me hubiera venido muy bien —era el año en que construimos el anexo de la casa y compramos el Saab—, pero de ningún modo podía vender aquel cuadro. No podía porque me daba cuenta de que era el mejor que había pintado en mi vida, y quería tenerlo para poder mirarlo el día en que alguien, con crueldad por completo inconsciente, me preguntara cuándo iba a pintar por fin algo serio. Hasta que un día del pasado otoño se me ocurrió enseñarle el cuadro a Sebastián Zambrano. Me pidió permiso para fotografiarlo y tenerlo como anuncio en el super durante una semana, y eso puso fin a mi propia falsa perspectiva. Sebastián había apreciado mi obra en lo que era exactamente: un buen ejemplo de arte comercial; ni más ni —a Dios gracias— menos. Le dejé sacar la foto, y luego telefoneé a aquel director a su casa de San Luis Obispo y le dije que, si seguía interesándole, podía quedarse con el cuadro por dos mil quinientos dólares. Aceptó, y se lo envié a California a portes debidos. Y a partir de entonces la voz de la ambición defraudada —la voz del chiquillo que no sabía conformarse con un calificativo tan modesto como el de competente— se ha callado casi por completo. Y exceptuados algunos lejanos ecos —como los que llegaban de afuera, de la tiniebla y de la noche, producto de los seres no vistos que poblaban la oscuridad—, así ha seguido siendo durante todo este tiempo. Me gustaría que alguien me dijera por qué el haber silenciado aquella voz pueril y exigente crea una sensación tan intensa de haber muerto. A eso de las cuatro, Gabriel se despertó —siquiera en parte— y echó a su alrededor una mirada turbia, estulta. —¿Todavía estamos aquí? —dijo. —Sí, cariño —repuse—. Todavía. Se echó a llorar con un manso desamparo que resultaba horrible.Jeniffer se despertó y se volvió hacia nosotros. —Eh, chiquito —le dijo, atrayéndolo suavemente hacia sí—, ya verás cómo las cosas pintan mejor por la mañana. —No —contestó Gabriel—. No lo creo, no, no lo creo. —Chitón —insistió ella. Sus ojos se fijaron en los míos por encima de la cabeza del niño—. Hace rato que deberías estar dormido. —¡Quiero estar con mi madre! —Pues claro —respondióJeniffer—. Como es natural. Gabriel se revolvió en el regazo de ella hasta quedar frente a mí. Y se quedó mirándome un rato. Por fin volvió a dormirse. —Gracias —dije—. Tenía necesidad de usted. —Ni siquiera me conoce. —Eso no cambia la situación. —Dígame, ¿qué piensa? —me interrogó. Sus ojos verdes sostuvieron impasibles mi mirada—. ¿Qué piensa usted realmente? —Pregúntemelo por la mañana. —Se lo pregunto ahora. Me disponía a responder, cuando Sebastián Zambrano surgió de las sombras cual un personaje de un cuento fantástico. Llevaba en la mano una linterna —la lente enmascarada con una blusa de saldo— que mantenía enfocada hacia el techo. La luz proyectaba extrañas sombras en su demacrado semblante. —David… —susurró. —¿Qué sucede, Sebastián? —quise saber. —Frank—susurró de nuevo. Y en seguida—: Ven, por favor. —No quiero dejar solo a Gabriel. Acaba de dormirse. —Yo me quedo con él —intervinoJeniffer—. Mejor será que vaya usted —dijo. Y en voz más baja añadió—: Jesús, esto no va a terminar nunca.
VIII. Los soldados
ConJeniffer. Conversación con Dan Miller Seguí a Sebastián. Se encaminó a la zona de almacenamiento. Cuando pasábamos junto al refrigerador, agarró una cerveza. —¿Qué ocurre, Sebastián? —Quiero que lo veas. Empujó la puerta de doble hoja, que se cerró a nuestra espalda con un breve reflujo de aire. Hacía frío allí. Después de lo sucedido con Luis, no me gustaba aquel lugar. Una parte de mi cerebro insistía en recordarme que aún había allí, por el suelo, un trozo de tentáculo muerto. Sebastián dejó caer la blusa con que enmascaraba la linterna y orientó el foco hacia arriba. Mi primera impresión fue la de que alguien había colgado un par de maniquíes de uno de los conductos de la calefacción que corrían a ras del techo. Que los había colgado con un alambre grueso o algo por el estilo: una de esas bromas que los niños gastan la víspera del Día de Todos los Santos. Y entonces reparé en los pies, suspendidos a un palmo del suelo de cemento. Vi dos montones de cajas que habían sido derribadas de un puntapié. Alcé la vista, y en la garganta empezó a formárseme un grito. Porque las caras no eran de maniquíes de escaparate. Ambas aparecían ladeadas, como para celebrar un chiste terriblemente gracioso, un chiste que les había hecho reír hasta amoratarse. Las sombras… las sombras proyectadas en el muro del fondo… Y las lenguas… salidas de la boca. Los dos vestían uniforme. Eran los muchachos en quien había reparado al principio de la tarde, para luego perderles la pista. Eran los soldaditos de… Oí el grito. Me brotó de la garganta, en forma de gemido, y fue cobrando volumen, como una sirena de la policía, hasta que Sebastián me asió del brazo a ras del codo. —No grites, David. Nadie está al tanto de esto, excepto tú y yo. Y así quiero que continúen las cosas. No sé cómo, logré tragarme la voz. —Son los dos soldados —conseguí tragarme la voz. —Sí, los del proyecto Punta de Flecha —completó Sebastián. Me encontré en la mano un objeto frío. La lata de cerveza—. Bebe esto. Te hará bien. Apuré completamente la lata. —Entré aquí —explicó Sebastián— para ver si quedaban cartuchos de gas de los que el señor Hosson había utilizado para el asado. Y entonces vi a los chicos. Imagino que dispusieron los lazos y luego se encaramaron sobre ese montón de cajas. Debieron de atarse mutuamente las manos a la espalda; luego, se subirían a las cajas y se ajustarían los lazos al cuello, me figuro yo, dando tirones con la cabeza ladeada. Y puede que entonces saltaran juntos a la de tres. Quién sabe. —Eso es imposible —dije, con la boca reseca. Y, sin embargo, era cierto que tenían las manos atadas a la espalda. No conseguía apartar de ellos la mirada. —No lo es, David. Si tenían verdadero empeño, no lo es. —Pero ¿por qué habían de hacer una cosa semejante? —Tú deberías saberlo. Los turistas, los forasteros como ese tal Miller, no; pero la gente de por aquí podemos avanzar suposiciones muy aceptables. —¿El proyecto Punta de Flecha? —Yo me paso el día entero junto a una de esas cajas —repuso Sebastián—, y oigo cosas. Durante toda la primavera pasada no he dejado de oír comentarios acerca de esa historia de Punta de Flecha, y ninguno bueno. El que el hielo de los lagos se volviera negro… Recordé a Bill Giosti, apoyado en la ventanilla de mi coche y echándome en la cara relentes de alcohol. No ya átomos, sino átomos de otra clase. Y, de pronto, aquellos cadáveres suspendidos del conducto de la calefacción. Las cabezas ladeadas. Los pies colgando en el vacío. Las lenguas desbordando de la boca como gruesas salchichas… Me percaté, con renaciente horror, de que en mi interior se abrían las puertas de nuevas percepciones. ¿Nuevas? Qué va. Viejas percepciones. Las del niño que todavía no ha aprendido a protegerse creando en sí esa visión de túnel que excluye nueve décimas partes del universo. Los niños ven cuanto se ofrece a su mirada, oyen cuanto entra en su campo auditivo. Pero si la vida es un aumento de la conciencia (como proclamaba el techado que había bordado mi mujer en sus días de instituto), también es una disminución de las percepciones. El terror viene del ensanchamiento de las percepciones y las perspectivas. Y mi espanto venía de saber que me estaba deslizando hacia regiones que la mayoría abandonamos cuando sustituimos los pañales por el primer pantalón. Vi, por su cara, que a Sebastián le sucedía lo mismo. Cuando lo racional comienza a resquebrajarse, los circuitos del cerebro humano pueden sufrir una sobrecarga. Las neuronas se recalientan y se consumen de fiebre. Las alucinaciones se tornan reales: el lago de azogue donde, por efecto de la perspectiva, las líneas paralelas parecen confluir, existe en realidad; los muertos caminan y hablan; una rosa se pone a cantar… —Les he oído comentarios a quizá veinte personas —continuó Sebastián—. Justine Robards, Nick Tochai, Ben Michaelson… En una pequeña ciudad no hay secretos. Las cosas se saben. A veces es como un manantial, que brota de la tierra sin que nadie sepa de dónde sale. Oyes algo en la biblioteca, o en el puerto deportivo de Harrison, o Dios sabe en qué otro sitio, ni por qué, y se lo cuentas a otro. Y en toda la primavera pasada, y en lo que va de verano, no he dejado de oír lo mismo: el proyecto Punta de Flecha, el proyecto Punta de Flecha. —Pero esos dos… ¡si no son más que chiquillos, Sebastián! —protesté. —En el Vietnam los había que cortaban testículos al enemigo. Lo vi con mis propios ojos. —Pero… ¿qué ha podido inducirles a hacer esto? —Qué sé yo. Quizá supieran algo. O lo sospecharan. Debieron de comprender que la gente de aquí terminaría por acosarles a preguntas antes o después. Suponiendo que haya un después. —Si es cierto lo que dices —aventuré—, la cosa tiene que ser bastante fea. —La tormenta de anoche… —expresó Sebastián en su tono ponderado, suave—. A lo mejor liberó algo donde el proyecto. A lo mejor se produjo un accidente. Quién sabe en qué andarían metidos. Hay quien dice que experimentaban con lasers y masers de alta intensidad. He oído alusiones a la energía termonuclear. ¿Y si… y si jugando con eso hubieran abierto un boquete que nos comunicase con… con otra dimensión? —Tonterías —sentencié. —Y eso —indicó los cadáveres—, ¿también son tonterías? —No. La cuestión, ahora, es: ¿qué hacemos? —Yo creo que tendríamos que cortar las cuerdas y esconderlos —respondió prontamente—. Ponerlos detrás de algo que nadie vaya a tocar. Las cajas de comida para perros, los tambores de detergente, algo así. Como esto se sepa, no hará más que empeorar las cosas. Por eso he recurrido a ti, David. Pensé que eras el único en quien podía confiar. —Recuerda a los criminales de guerra nazis que se ahorcaban en sus celdas después de la derrota alemana. —Sí. En eso mismo pensé yo. Guardamos silencio. Y entonces, de pronto, se oyó de nuevo, procedente del otro lado de la puerta metálica, aquel suave murmullo… el de los tentáculos que la palpaban lentamente. Nos pegamos el uno al otro. A mí se me había puesto carne de gallina. —De acuerdo —dije. —Démonos prisa —pidió Sebastián—. El zafiro de la sortija le refulgió tenuemente, mientras orientaba la linterna—. Quiero salir de aquí lo antes posible. Miré las cuerdas. Eran de tender, del mismo tipo de la que yo había atado a la cintura del hombre de la gorra de golf. Los lazos corredizos se les habían clavado en la tumefacta carne del cuello, y me pregunté, una vez más, qué podría haberles llevado a dar semejante paso. Comprendí a qué se refería Sebastián al decir que la noticia del doble suicidio, si llegaba a conocerse, no haría sino empeorar las cosas. Pues no era otro el efecto que había surtido en mí… convencido, como estaba, de que la situación ya no podía ir a peor. —¿Quién lo hace, tú o yo? —preguntó Sebastián. Tragué saliva. —Uno cada uno. Así lo hicimos. Al volver junto a Gabriel, no encontré aJeniffer con él: la señora Daniela la había sustituido. Los dos estaban durmiendo. Eché a andar pasillo abajo y, a la altura de la escalera que daba acceso al despacho de gerencia, oí una voz: —Señor Drayton… David… —eraJeniffer. Los ojos le fulgían como esmeraldas—. ¿Qué ha sucedido? —Nada —repuse. Se me acercó. Percibí un hálito de su perfume. Ah, como la deseaba. —Embustero —dijo. —No era nada. Una falsa alarma. —Lo que usted diga —me tomó de la mano—. Vengo del despacho. Está vacío, y la puerta tiene un pestillo. Aunque su semblante denotaba una calma total, los ojos le relumbraban, casi feroces, y un latido uniforme le estremecía la garganta. —No quisiera… —Vi cómo me miraba —me atajó—. Y si necesitamos hacer discursos, mejor dejarlo. Su hijo está con la Daniela. —Ya lo sé —di en pensar que aquello podía ser una forma de apartar de la mente lo que acabábamos de hacer Sebastián y yo: no la mejor forma, quizá, pero sí una forma, y tal vez la única. Enfilamos el estrecho tramo de escaleras hasta el despacho. Tal como había dichoJeniffer, no había nadie allí. Y la puerta tenía pestillo. Lo corrí. En la oscuridad, la mujer se convirtió sólo en un cuerpo. Tendí los brazos, la toqué y la atraje hacia mí. Estaba trémula. Primero nos arrodillamos en el suelo, y nos besamos. Al cerrar la mano en torno a su duro pecho izquierdo, noté, bajo la camiseta, los rápidos latidos de su corazón. Me vino al recuerdo la recomendación que Marthay le hiciera a Gabriel, de no tocar los cables del tendido eléctrico. Y pensé en el cardenal que le vi en la cadera en nuestra noche de bodas, cuando se quitó el vestido. Y en la primera vez que la vi, cruzando en bicicleta el paseo de la Universidad de Maine, en Orono, yo con el cartapacio bajo el brazo, camino de una de las clases de Vincent Hartgen. Y experimenté una eLuise erección. Entonces nos tendimos, y ella me dijo: —Hazme el amor, David. Dame calor. Al alcanzar el clímax, me clavó las uñas en la espalda y me llamó por un nombre que no era el mío. No me importó. Con eso quedábamos más o menos en paz. Una especie de lento amanecer se insinuaba cuando bajamos. La oscuridad visible por las troneras viró desganada a un gris mate y de ahí a un cromado, para concluir en el blanco, espeso y sin matices, de una pantalla de cine. Patricio Hatlen dormía en una silla plegable encontrada quién sabe dónde. A cierta distancia de él, Dan Miller, sentado en el suelo, comía un buñuelo azucarado. —Tome asiento, señor Drayton —me invitó. Busqué con los ojos aJeniffer, que se alejaba hacia el fondo del pasillo. Siguió adelante sin volverse. El acto amoroso que habíamos consumado en la oscuridad, parecía ya formar parte de una fantasía, algo imposible de creer, aun a la luz de aquella extraña alborada. —Tome un buñuelo —me tendió la caja. Sacudí la cabeza.—¿Con todo ese azúcar? Es mortal, peor que el tabaco. Eso le arrancó una risita. —En tal caso —dijo—, cómase dos. Correspondí riendo un poco a mi vez, y la sorpresa que me causó el descubrimiento de que todavía era capaz de reír, hizo que sintiese simpatía por Miller. Tomé, desde luego, las dos pastas, que sabían muy bien. Y aunque no suelo fumar por la mañana, las rematé con un pitillo. —Tendré que volver con mi hijo —me excusé—. No tardará en despertarse. Asintió con la cabeza, pero añadió: —Los bichos esos rosados… han desaparecido por completo. Y los pájaros, también. Hank Vannerman dice que el último golpeó las vidrieras a eso de las cuatro. Por lo visto, la… la fauna se muestra mucho más activa de noche. —No creo que Samuel Donnson estuviera de acuerdo con eso —objeté—. Ni Luis. De nuevo asintió con un cabeceo, y durante un rato guardó silencio. Luego encendió un cigarrillo suyo y, mirándome, dijo: —No podemos quedarnos aquí, Drayton. —Tenemos alimentos. Y hay bebida en abundancia. —No lo digo por las provisiones, y usted lo sabe. ¿Y si a una de esas bestias, en vez de contentarse con salir de caza cuando oscurece, se le ocurre irrumpir aquí directamente? ¿Qué hacemos entonces, expulsarla con las escobas o echarle líquido inflamable? Tenía razón, claro está. Era posible que la tiniebla nos diese cierta forma de protección. Que nos escondiera. Pero quizá no nos escondiera por mucho tiempo, y tampoco acababa ahí la cuestión. Llevábamos más o menos dieciocho horas en el supermercado, y yo empezaba a sentirme invadido por una especie de letargo, no muy distinto del que había experimentado en un par de ocasiones en que, nadando, me había alejado más de lo conveniente. Sentía el prurito de no correr riesgos, de aferrarme al terreno, de cuidar de Gabriel («y, quizá, de cepillarme aJeniffer Dumfries en mitad de la noche», murmuró una voz interior), de esperar a ver si se disipaba la tiniebla y todo volvía a ser como antes. Quizá porque había visto cruzar todos esos pensamientos por mi rostro, Miller dijo: —Había aquí alrededor de ochenta personas cuando llegó esa condenada tiniebla. De esa cifra hay que restar al mozo, a Samuel, a los cuatro que se fueron con él y a ese hombre, Srrialley. Con eso quedamos setenta y tres. Y deduciendo a los dos soldados, en ese momento enterrados bajo una montaña de bolsas de alimento cánido, teníamos setenta y uno. —De ahí hay que rebajar a los que no están presentes más que en cuerpo — continuó—. Que son unos diez o doce. Digamos diez. Nos quedan sesenta y tres. Ahora bien —alzó un dedo cubierto de azúcar en polvo—: de esos sesenta y tres, hay aproximadamente una veintena que se niega a salir. Habría que sacarlos a rastras, pataleando y chillando. —Y todo eso, ¿qué viene a demostrar? —Pues, sencillamente, que hemos de salir de aquí. Yo voy a hacerlo. Sobre el mediodía, creo. Y me propongo llevarme conmigo a cuantos quieran seguirme. Me gustaría que usted y su chico se viniesen. —¿Después de lo que sucedió con Samuel? —Samuel salió como un borrego al matadero. Ni yo ni los que vengan conmigo tenemos por qué seguir sus pasos. —¿Y cómo impedirlo? Disponemos de una sola y única pistola. —Que ya es una gran suerte. Pero si pudiéramos alcanzar el cruce, quizá lográramos llegar al Sportman’s Exchange de Main Street. Tienen allí más armas de las que podamos llegar a usar jamás. —Ahí sobra un «si» y un «quizá». —Drayton —dijo—, es una situación que está plagada de interrogantes. En su boca sonaba muy bien, pero él no tenía un chiquillo de quien cuidar. —Si le parece, déjelo en suspenso por ahora —prosiguió—. Pero ocurre que apenas he dormido esta noche, y eso me ha dado ocasión de considerar unas ideas. ¿Quiere oírlas? —No faltaría más. Se puso en pie y se desperezó. —Acérquese conmigo hasta el escaparate. Lo hicimos por el paso que quedaba más cerca de la estantería del pan. Nos situamos junto a una de las aspilleras. El hombre que la guardaba dijo: —Los bichos se han retirado. Miller le dio una palmada en la espalda. —Vaya a tomar un café con leche, amigo. Me quedo yo vigilando. —De acuerdo. Gracias. Se alejó, y Miller y yo le reemplazamos. —Bien, dígame qué ve ahí fuera —me preguntó. Miré. El barril de los desperdicios había sido volcado, probablemente por una de las bestias aladas, y el pavimento aparecía cubierto de papeles, latas y recipientes parafinados de la lechería situada calle abajo. Un poco más allá distinguí, envueltos en una blancura que los iba difuminando, los coches de la hilera más próxima al supermercado. No veía nada más, y así se lo dije. —Aquella furgoneta azul, la Chevrolet, es mía —señaló. Escudriñando la tiniebla, advertí un atisbo de azul—. Pero si refresca la memoria, recordará que ayer, cuando estacionó, la explanada estaba muy llena, ¿no es así? Volviendo los ojos hacia mi Saab, me acordé, en efecto, de que sólo había podido situarlo tan cerca del super porque otro coche acababa de salir. Asentí. —Y ahora atemos cabos, Drayton —continuó Miller—, Samuel y sus cuatro… ¿cómo les llamó usted? —Racionalistas. —Sí, eso es. El nombre que les correspondía. Bien, el grupo sale, ¿no? Y se alejan casi todo el largo de la cuerda aquella. Y entonces oímos aquellos bramidos tremendos, como si afuera hubiese una condenada horda de elefantes. —A mí no me parecieron elefantes —argüí—. Era un sonido como de… —«como de algo que surgiese del magma primigenio», fue la definición que me vino a la mente. Pero no quise expresarme así con Miller, un tipo que le daba una palmada a otro en la espalda y le pedía que se fuera a tomar un café como podría haber hecho un entrenador de béisbol con un pupilo. Podría haberle hablado así a Sebastián, pero no a Miller—. No sé lo que me pareció —concluí torpemente. —Pero eran bichos grandes. —Eso sí —a juzgar por las voces, vaya si lo eran. —Entonces ¿cómo explicar que no oyésemos ruido de coches destrozados, de plancha retorcida, de cristales rotos? —Bien, sería porque… —dejé la frase en suspenso: no me esperaba aquella observación—. No lo sé. —Es imposible —declaró Miller— que esa gente hubiera salido del estacionamiento cuando les atacó lo que les atacó. Le voy a decir lo que pienso. Pienso que no oímos ruidos de coches porque muchos pueden haber desaparecido. Desaparecido, sí: tragados por la tierra… evaporados… llámelo como quiera. ¿Recuerda la sacudida que sentimos? Fue tan violenta, que astilló los marcos del escaparate, los deformó, hizo que cayeran cosas de las estanterías. Y, al mismo tiempo, las sirenas dejaron de sonar. Yo trataba de imaginarme la desaparición de media explanada. Trataba de imaginarme el salir y tropezar con una inesperada falla del terreno, donde el alquitrán, con las bien dibujadas líneas amarillas que señalaban las plazas de estacionamiento, desapareciese bajo los pies. Una talla, un corte, o quizá… un auténtico precipicio que se perdiese en la tiniebla blanca y amorfa… Pasado un instante, repuse: —De ser cierto lo que dice, ¿hasta dónde cree poder llegar en su furgoneta? —No pensaba en mi furgoneta. Pensaba en el vehículo de Usted, que tiene tracción en las cuatro ruedas. Era algo que valía la pena rumiar, pero no en ese momento. —¿Qué otra cosa le preocupa? —quise saber. —Me preocupa —respondió ávido— la farmacia de aquí al lado. ¿Qué me dice de eso? Me disponía a contestar que no tenía idea de a qué se refería, pero cerré de golpe la boca. La Farmacia Bridgton estaba abierta la víspera, cuando llegamos en el coche. No la lavandería, pero sí la farmacia, que tenía abiertas las puertas, sujetas con cuñas, para que entrase un poco de fresco: el corte del fluido eléctrico la había dejado, claro está, sin acondicionamiento de aire. Y la entrada de la farmacia no quedaba a más de ocho metros de la puerta del supermercado. Así pues, ¿por qué…? —¿Por qué no ha aparecido por aquí ninguno de los que estaban en la farmacia? —se me anticipó Miller en la pregunta—. Han pasado dieciocho horas. ¿Acaso no tienen hambre? ¿O va a decirme que la sacian con tarritos de alimento infantil, o comiendo compresas? —Hay provisiones allí —repuse—. Siempre han vendido alimentos de régimen, galletas dietéticas, y qué sé yo cuántas otras cosas. Sin contar con todos los caramelos… —A mí me cuesta creer que nadie se conforme con eso, habiendo aquí toda clase de artículos. —¿Y concretando? —Concretando, que quiero salir de aquí, pero sin que se me meriende algún monstruo de película de la Serie B. Podríamos formar un grupo de cuatro o cinco personas, llegarnos a la farmacia y ver qué ocurre allí. Como una especie de sondeo. —¿Y eso es todo? —No, queda algo más. —¿A saber? —La tipa esa —señaló, con un brusco movimiento del pulgar, uno de los pasillos centrales—. Esa loca. Esa bruja. Se refería a la señora Laura, que ya no estaba sola: dos mujeres se le habían unido. A juzgar por sus ropas, de vistosos colores, serían turistas, o veraneantes, dos infelices que a lo mejor habían dejado a la familia con aquello de: «me acerco un momento a la ciudad, a por un par de cosas», y que en ese momento estarían consumidas de ansia a cuenta del marido y de los hijos. Mujeres que estarían dispuesta a agarrarse a un clavo ardiendo. Quizás incluso al tenebroso consuelo de la anticuaría. Su traje brillaba con matices siniestros. En cuanto a ella, mientras hablaba y accionaba, su semblante era duro, torvo. Las dos mujeres de llamativa indumentaria (llamativa, pero, desde luego, no como la de la Laura, con su conjunto de chaqueta y pantalón y su bolso como una alforja, todavía sujeto bajo el brazo) la escuchaban embelesadas. —Ella es otra de las razones por las que quiero salir de aquí, Drayton. Al anochecer tendrá un auditorio de seis personas. Y si esta noche vuelven los bichos rosados y los pájaros, para cuando amanezca tendrá a su alrededor toda una feligresía. Y entonces será cuestión de preocuparse, a ver a quién señala como víctima de un sacrificio con que mejorar la situación. ¿Seré yo, o usted, o ese tipo, Hallen? ¿O será acaso su chico? —Eso es una idiotez —repliqué. Pero ¿lo era? El escalofrío que me recorrió la espalda decía que no forzosamente. La boca de la anticuaría estaba en constante movimiento. Las turistas no despegaban los ojos de sus arrugados labios. ¿Era verdaderamente una idiotez? Pensé en los polvorientos animales disecados, bebiendo en su arroyo de espejo. La Laura tenía poderes. Incluso mi mujer, de ordinario tan sensata y equilibrada, invocaba con malestar el nombre de la vieja. «Esa loca —la había llamado Miller—. Esa bruja.» —Una cosa está clara —dijo Miller—, y es que la gente, aquí, está viviendo una situación capaz de enloquecer a cualquiera —señaló el rojo reticulado de las vidrieras, hendido, retorcido, deformado—. ¿Ve esos marcos? Así deben de sentir el cerebro. Al menos, así siento yo el mío, se lo aseguro. Me he pasado la mitad de la noche pensando que sin duda había perdido el juicio, que estaba en el manicomio, con una camisa de fuerza, desvariando sobre tentáculos y dinosaurios voladores, y que todo desaparecería en cuanto llegara el celador y me diera un calmante —estaba pálido y tenía tenso el rostro. Desvió los ojos hacia la anticuaría y volvió a centrarlos en mí—. Le aseguro que puede ocurrir. A medida que la gente se vaya desmoronando, la encontrará más convincente. Y no quiero estar aquí cuando eso ocurra. Los labios de la Laura, en incesante movimiento. La lengua, deslizándose sobre sus descarnados dientes de vieja. Era cierto que parecía una bruja. Lo único que le faltaba era el sombrero, negro y puntiagudo. ¿Qué les estaría contando a sus dos presas de vistoso plumaje estival? ¿Lo del proyecto Punta de Flecha? ¿Lo de la Primavera Negra? ¿Hablaría de abominaciones surgidas de los sótanos de la tierra? ¿De sacrificios humanos? Majaderías. Y sin embargo… —Entonces, ¿qué me dice usted? —Sólo me comprometo a una cosa —repuse—. Intentar acercarnos a la farmacia. Usted, yo, Sebastián, si quiere venir, y un par de otros voluntarios. Y después volvemos a discutirlo. Aun eso me causaba la impresión de cruzar un insondable abismo haciendo equilibrios sobre un listón. Matarme no era forma de ayudar a Gabriel. Por otra parte, tampoco lo era el quedarme allí, sentado, tocándome las narices. La farmacia quedaba a ocho metros del supermercado. No era una distancia eLuise. —¿Cuándo? —preguntó Miller. —Concédame una hora. —De acuerdo —dijo.
IX. Entrando a la farmacia
Hablé con la señora Daniela, luego conJeniffer y por fin con Gabriel. El niño parecía encontrarse mejor. Había desayunado dos rosquillas y un tazón de chocolate. Pasado un rato, me lo llevé a dar una vuelta por los pasillos, e incluso conseguí arrancarle algunas risas. Los chiquillos tienen un pasmoso poder de adaptación. Pero estaba demasiado pálido, mostraba aún, bajo los ojos, la hinchazón producida por el llanto de la víspera, y tenía un aspecto terriblemente gastado. La suya era, en cierto modo, la cara de un viejo, como si hubiera soportado por demasiado tiempo un exceso de tensión emocional. Pero seguía vivo, y capaz de reír…, y por lo menos recordaba dónde estaba y por qué. Terminado el paseo, nos reunimos conJeniffer y con Hattie Daniela, y, mientras tomábamos unos zumos en vasos de papel parafinado, le anuncié que iba a llegarme a la farmacia junto con algunos otros. —No quiero que vayas —respondió de inmediato, ensombrecido el semblante. —No va a pasar nada, Gran Bill. Y te traeré unas historietas del Hombre Araña. —¡Quiero que te quedes! —la suya no era ya una expresión ensombrecida: amenazaba tormenta. Le agarré la mano. La retiró bruscamente. Se la volví a tomar. —Gabriel, tenemos que salir de aquí tarde o temprano. Lo comprendes, ¿verdad? —Cuando se vaya la tiniebla… —pero hablaba sin la menor convicción, y volvió a su zumo, que bebía despacio y sin gusto. —Gabriel, llevamos aquí casi un día entero. —Quiero volver con mamá. —Bien, pues lo que te digo puede ser el primer paso. —No le dé esperanzas al niño antes de tiempo, Frank—intervino la señora Daniela. —Qué diablos —repliqué vivamente—, finalmente tendrá que confiar en algo. La mujer bajó los ojos. —Sí, supongo que sí. Gabriel no había prestado atención a ese intercambio de palabras. —Papá… papá, hay cosas ahí afuera —dijo—. Cosas. —Sí, ya lo sabemos. Pero parece que la mayor parte, no todas pero la mayor parte, no salen a acosarnos sino de noche. —Esperarán —dijo. Mantenía fijos en los míos sus ojos, grandes como platos—. Esperarán en la tiniebla y, cuando te vean salir, vendrán a comérte. Como en los cuentos de ogros —me abrazó con la fiereza del pánico—. Por favor, papá, no vayas. Con toda la suavidad posible, me libré de su abrazo y le dije que era necesario que fuese. —Pero volveré, Gabriel. —Muy bien —dijo, huraño; pero ya no quiso mirarme. No creía que fuera a volver. Lo proclamaba su cara, donde el pesar y la desazón sustituían el enfurruñamiento. De nuevo me pregunté si obraría acertadamente. Y entonces, de forma casual, la mirada se me fue hacia el pasillo del centro y vi a la señora Laura. Se había hecho con un tercer oyente, un hombre de mejillas hirsutas de barba blanca y ojos inyectados en sangre y de expresión malévola. Su descompuesto semblante y sus manos trémulas hablaban, casi a gritos, de resaca. ¿Y quién era aquel sujeto? Pues nada menos que nuestro amigo Pedro LaFleur, el que había mostrado tan poco reparo en mandar a hacer a un muchacho el trabajo que correspondía a un hombre. «Esa loca. Esa bruja.» Besé a Gabriel y le abracé con fuerza. Y, a continuación, me encaminé a la parte delantera del local. Pero evitando el pasillo de los artículos para el hogar. No quería atraerme la atención de la anticuaría. Recorridas tres cuartas partes del camino,Jeniffer me dio alcance. —¿De veras tiene que ir? —me preguntó. —Sí, eso creo. —Perdóneme que se lo diga, pero me parece puro machismo idiota —los pómulos se le habían sonrojado, y tenía los ojos más verdes que nunca; no estaba enojada, sino furiosa. La tomé del brazo y le resumí mi conversación con Dan Miller. El misterio de los coches y el hecho de que ninguno de los clientes de la farmacia hubieran venido al supermercado no parecieron impresionarla demasiado. Sí lo hizo, en cambio, el asunto de la Laura. —Miller podría estar en lo cierto —dijo. —¿De veras lo cree? —No sé. Esa mujer tiene algo de ponzoñoso. Si el miedo de la gente se agudiza lo bastante y dura el tiempo suficiente, seguirán a cualquiera que prometa una solución. —¿Hasta llegar al sacrificio humano,Jeniffer? —Los aztecas los practicaban —respondió impertérrita—. Atienda, David. Si algo ocurre…, a la menor cosa…, regrese. Eche a correr, si es necesario. No por mí; lo de anoche fue bonito, pero eso fue anoche. Hágalo por su hijo. —Sí. Lo haré. —Ojalá —concluyó. De pronto presentaba el mismo aspecto que Gabriel, macilento y avejentado. Se me ocurrió pensar que la mayoría de nosotros debía de ofrecer ese mismo semblante. Pero no la Laura: a la anticuaría se le veía en cierto modo rejuvenecida, más vital, como si estuviera en su elemento, como si todo aquello le encantase. No nos pusimos en marcha hasta las nueve y media. La expedición la componíamos siete: Sebastián. Dan Miller, Patricio Hatlen, Johnny, el viejo amigo de Pedro LaFleur (con resaca a su vez, pero al parecer decidido a expiar sus culpas), Lenin Drauson y yo. La séptima era Hilda Reppler, a quien Miller y Hatlen, poco entusiasmados, trataron de disuadir; pero la mujer no quiso ni oír hablar de ello. Por mi parte, ni siquiera intenté convencerla. La consideraba más competente que la mayoría de los otros, exceptuando, tal vez, a Sebastián. Llevaba consigo una bolsa de lona repleta de botes de insecticida, todos ellos destapados y listos para el combate. En la mano libre tenía una raqueta de tenis, procedente de un exhibidor de artículos deportivos situado en el segundo pasillo. —¿Qué se propone hacer con eso, señora Karina? —le preguntó Johnny. —No lo sé. Pero me siento a gusto con ella en la mano —repuso con una voz contenida, crispada, que tenía el timbre de la eficiencia. Y observando al otro detenidamente, con mirada fría, añadió—: Tú eres Johnny Grondin, ¿no? ¿No te tuve a ti en mi clase? Johnny sonrió con malestar, tensos los labios. —Sí, señora. A mí y a mi hermana Pauline. —¿Se te fue anoche la mano con la bebida? El otro, que le sacaba medio cuerpo de estatura y probablemente pesaba cuarenta kilos más que ella, se sonrojó hasta las raíces del pelo, que llevaba cortado al estilo legionario. —No, lo que… La mujer le dio la espalda, dejándolo con la palabra en la boca. —Cuando quieran —dijo. Todos llevábamos algún objeto defensivo, aunque como armamento habría que calificarlo de heterodoxo. Sebastián tenía la pistola deJeniffer; Lenin Drauson, una barra de hierro que había encontrado por la parte trasera del local; yo, un mango de escoba. —Muy bien —dijo Dan Miller, levantando un poco la voz—. A ver, ¿quieren prestarme atención un momento? Una docena de curiosos se había acercado a la puerta de salida. Formaban un grupo desperdigado, a cuyo extremo se encontraban la Laura y sus nuevos amigos. —Vamos a acercarnos a la farmacia, para ver cuál es allí la situación. Es de esperar que podamos traer algo que alivie a la señora Clapham —se refería a la anciana que había resultado atropellada la víspera: tenía rota una pierna y sufría grandes dolores. Miller paseó entre nosotros la mirada. —No es cuestión de correr riesgos —continuó—. Al primer indicio de peligro, hay que regresar sin pérdida de tiempo… —¿Y atraer sobre nosotros todas las furias del averno? —le atajó a gritos la Laura. —¡Tiene razón! —terció una de las veraneantes—. ¡Harán que reparen en nosotros! ¡Los traerán aquí! ¿Por qué no dejan como está una situación aceptable? Entre los que se habían congregado para asistir a nuestra partida, sonaron murmullos de asentimiento. —A esto, señora —intervine—, ¿le llama usted una situación aceptable? La forastera bajó los ojos. La señora Laura avanzó un paso. Echaba rayos por los ojos. —¡Perderá la vida ahí fuera, Frank Rueda! ¿Qué quiere, dejar huérfano a su hijo? Levantó la mirada y nos asaeteó con ella. Lenin Drauson dejó caer la vista, y simultáneamente blandió la barra de metal como para rechazar violentamente a la anticuaría. —¡Todos morirán ahí fuera! ¿Acaso no comprenden que ha llegado el fin del mundo? ¡El Maligno ha sido liberado! Luce la estrella de la Amargura. ¡ Despedazarán a cualquiera que cruce esa puerta, y luego, como acaba de decir esta buena mujer, vendrán en busca de los que quedemos! ¿Vais a permitir que ocurra eso? —esa pregunta la dirigía a los mirones, entre los cuales se oyeron susurros—. ¿Permitiréis eso después de lo que ayer les ocurrió a los descreídos? ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La m…! Inesperadamente, una lata de guisantes que había cruzado el aire desde dos cajas más allá, alcanzó a la Laura en el pecho izquierdo. La anticuaría dio un tumbo hacia atrás, con un graznido de sobresalto.Jeniffer se adelantó hacia ella. —Calle —dijo—. Cállese, buitre miserable. —¡Es la sierva del Impuro! —gritó la Laura. Una atemorizada sonrisa se dibujo en su rostro—. ¿Con quién durmió usted anoche, señora? ¿Con quién se acostó? La Madre Laura ve; ah, sí: la Madre Laura ve lo que pasa inadvertido a otros. Pero el momentáneo hechizo que creara con su intervención se había disipado, yJeniffer le sostuvo con firmeza la mirada. —¿Qué, salimos o nos vamos a quedar aquí todo el día? —exclamó la señora Karina. Y salimos. Sí, válgame Dios, salimos. Dan Miller iba en cabeza, Sebastián ocupaba el segundo lugar, y yo, precedido por la señora Karina, cerraba la fila. Estaba asustado, creo, como nunca en mi vida, y notaba sudorosa la mano con que asía el mango de la escoba. Se percibía aquel fino olor acre de la tiniebla, aquel olor aLuisal. En el tiempo que me llevó cruzar la puerta, Miller y Sebastián se habían desvanecido ya en la bruma, y Hallen, que marchaba tercero, estaba a punto de perderse de vista. «Sólo ocho metros —me repetía yo—. Ocho metros nada más.» La señora Karina caminaba frente a mí con paso lento y seguro, balanceando ligeramente la raqueta en la diestra. A nuestra izquierda se elevaba un muro de aglomerado rojo. Del lado contrario, la primera línea de coches se perfilaba en la tiniebla como un buque fantasma. Aparecieron un segundo barril de desperdicios y, detrás, el banco en que solía sentarse la gente que esperaba turno para utilizar el teléfono público. «Tan sólo ocho metros. Miller ha llegado ya probablemente. Ocho metros son nada más que diez o doce pasos, de modo que…» —¡Oh, Dios mío! —gritó Miller—. ¡Oh, Dios bendito, mirad esto! Sí, por cierto: Miller había llegado ya. Lenin Drauson, que marchaba delante de la señora Karina, se dio la vuelta, los ojos dilatados y fijos, con ánimo de echar a correr. La maestra le golpeó suavemente el pecho con la raqueta y dijo, en aquel tono suyo, duro y un poco crispado: —¿A dónde piensa ir usted? Y a eso se redujo el pánico. Los demás nos reunimos con Miller. Yo hurté una mirada hacia el supermercado: la tiniebla lo había engullido. El rojo muro de aglomerado se disolvía en un rosa desvaído, y luego, probablemente a un metro y medio de la puerta por la que habíamos salido, se esfumaba por completo. Me sentí aislado y solo como nunca en mi vida. Era como separarse para siempre del útero materno. En la farmacia se había desarrollado una matanza. Miller y yo estábamos muy cerca del cuadro… casi encima. Estaba claro que los seres que poblaban la tiniebla se regían básicamente por el olfato. La vista no les hubiera servido casi de nada. El oído, algo más; pero, como ya he dicho, la tiniebla deforma curiosamente la acústica, de modo que sonidos distantes se antojaban cercanos, y en ocasiones ocurría a la inversa. Los seres que poblaban la tiniebla recurrían a su instinto más certero. Les guiaba el olfato. A los que nos encontrábamos en el supermercado nos había salvado, más que otra cosa, el corte del fluido eléctrico. Inmovilizadas sus puertas de célula fotoeléctrica, el local estaba como sellado cuando llegó la tiniebla. Las puertas de la farmacia, en cambio, se hallaban abiertas: eliminado el acondicionamiento de aire por el apagón, las dejaron sujetas con cuñas, para que entrase un poco de brisa. Sólo que, con ésta, entró algo más. Un hombre que vestía una camiseta color café yacía de bruces en el umbral. La prenda me pareció de color café, hasta que advertí unas pocas manchas blancas en su parte baja; me percaté entonces de que en su momento había sido completamente blanca. El resto era sangre seca. Y había algo más, que no comprendí de inmediato, ni siquiera después de que Drauson se volviese y rompiera a vomitar violentamente. Será que cuando a alguien le ocurre algo tan… tan extremo, la mente, al principio, se niega a asimilarlo, a menos, quizá, que ocurra en tiempo de guerra. Le faltaba la cabeza: he aquí lo que me desconcertó. Como las piernas se extendían, abiertas, hacia el interior de la farmacia, la cabeza debía de haber estada sobre el escalón de la entrada. Pero no estaba. Johnny Grondin, incapaz ya de sufrir aquello, se volvió hacia mí, ambas manos sobre la boca y los enrojecidos ojos clavados con expresión demente en los míos. Y dando tumbos emprendió el regreso al supermercado. Los otros no advirtieron nada. Miller había entrado en el local. Patricio Ganchala le siguió. La señora Karina se encontraba plantada, raqueta en mano, a un lado de la puerta de doble hoja. Sebastián, con la pistola deJeniffer en la mano y apuntada hacia la acera, ocupaba el otro extremo de la puerta. —Me parece que estoy perdiendo toda esperanza, Frank—dijo en voz baja. Drauson, apoyado flojamente en la casilla del teléfono público, tenía el aire de quien acaba de recibir malas noticias de casa. Sus anchos hombros se agitaban por la fuerza de los sollozos. —Todavía no estamos acabados —le contesté a Sebastián, y entré en el local: no quería hacerlo, pero le había prometido a mi hijo un libro de historietas. La Farmacia Bridgton era un caos indescriptible. Había libros de bolsillo y revistas regados por todas partes. Casi junto a mis pies se encontraban un ejemplar del Hombre Araña y otro del Increíble Hulk. Los recogí sin pensarlo y me los guardé en el bolsillo trasero. Los pasillos aparecían sembrados de cajas y botellas. Una mano sobresalía por encima de un estante. La incredulidad me envolvió como una ola. Los destrozos, la carnicería, eran lo bastante horribles. Pero, además, daba la impresión de que se hubiera celebrado allí una fiesta desenfrenada. Colgaban por todas partes lo que se hubieran dicho serpientes. Sólo que no eran ni planas ni anchas; parecían más bien tiras de cables muy delgados. Me extrañó su color, del mismo blanco intenso de la tiniebla, y entonces me recorrió la espalda un estremecimiento frío como la escarcha. Si aquello no era papel rizado, ¿qué era? Aquí y allá, revistas y libros pendían de las tiras. Patricio Hatlen estaba hurgando con el pie en un extraño objeto negro, largo y peludo. —¿Qué diablos es esto? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular. Y repentinamente lo comprendí. Comprendí lo que había causado la muerte de los infelices que se encontraban en la farmacia cuando llegó la tiniebla, la muerte de la gente que había tenido la mala fortuna de ser olida. Olida… —Fuera —dije. Reseca como tenía la boca, la palabra brotó como una bala cubierta de pelusilla—. Fuera de aquí. Sebastián me miró. —¿David…? —Son telarañas —añadí. Y en ese momento sonaron dos gritos en la tiniebla. Uno, quizá de miedo. Y el otro de dolor. Este último era de Johnny. Si tenía deudas que pagar, las estaba saldando. —¡Salid! —les grité a Patricio y a Dan Miller. Y entonces algo llegó flotando de la bruma. Con la blancura del fondo, era imposible verlo; pero lo oí. Emitió el sonido de un flojo latigazo. Y lo divisé cuando se le enroscó a Lenin Drauson en la pernera de los téjanos, a la altura del muslo. Drauson lanzó un grito y se asió a lo primero que encontró a mano, que resultó ser el teléfono. El auricular cayó de su orquilla y quedó balanceándose al extremo del cordón. —¡ Oh, Dios mío, cómo DUELE! —exclamó Buddy. Sebastián quiso agarrarle, y entonces vi lo que estaba ocurriendo. Y al mismo tiempo comprendí por qué le faltaba la cabeza al hombre tendido en el umbral. El fino hilo blanco que se le había enrollado a Drauson en la pierna como una cuerda de seda, se le estaba hundiendo en la carne. Cortada limpiamente la tela del pantalón, la hebra se le hincaba en la pierna. Y según iba ahondando, la sangre afloraba al bien dibujado tajo circular. Sebastián tiró de él con fuerza. A un tenue chasquido, Buddy quedó libre. La conmoción le había amoratado los labios. Patricio y Dan venían hacia nosotros, pero demasiado despacio. Y entonces Dan tropezó con varios hilos colgantes, y se quedó prendido en ellos exactamente como un insecto en un papel matamoscas. Se soltó con un formidable tirón, dejando un jirón de camisa en la telaraña. El aire se pobló súbitamente de aquellos lánguidos latigazos, y a nuestro alrededor aparecieron lanzantes hebras por todas partes, impregnadas de la misma corrosiva sustancia. Más por suerte que por habilidad, esquivé dos de ellas. Una fue a parar a mis pies y oí un siseo de alquitrán fundido. Otra llegó flotando hacia la señora Karina, que la rechazó serenamente con la raqueta. Al prenderse el hilo en ésta con firmeza, varios agudos ¡ting! hendieron el aire, conforme las cuerdas estallaban corroídas. Fue como si alguien hubiera pellizcado rápidamente las cuerdas de un violín. Un instante más tarde, un segundo hilo se enroscaba en la parte superior del mango, y la raqueta salía disparada hacia la tiniebla. —¡Volved! —gritó Sebastián. Emprendimos el regreso. Sebastián sostenía a Drauson con un brazo. Dan Miller y Patricio Hatlen flanqueaban a la señora Karina. De la tiniebla seguían brotando blancos hilos, invisibles a menos que se los percibiese sobre el fondo rojizo de la pared de aglomerado. Uno se le prendió a Patricio en el brazo izquierdo. Otro le rodeó el cuello en una serie de rápidos chasquidos ascendentes. La yugular le estalló en un explosivo borbotón, y salió arrastrado, con la cabeza oscilando. Por el camino perdió un mocasín, que quedó en el suelo, de lado. Buddy dio de improviso un tumbo hacia el frente, que estuvo a punto de hacer caer a Sebastián de rodillas. —Se ha desmayado, Frank—dijo éste—. Ayúdame. Enlacé a Drauson por la cintura y lo arrastramos torpemente, a trompicones. Aun sin sentido, Drauson seguía aferrando su barra de hierro. La pierna que había sido ceñida por la hebra flotadora le colgaba junto al cuerpo en un ángulo espantoso. La señora Karina, que se había dado la vuelta, exclamó con su voz cascada: — ¡Cuidado! ¡ A su espalda! Empezaba a volverme, cuando uno de los hilos de araña descendió flotando sobre la cabeza de Dan Miller. Éste lanzó las manos en aquella dirección, aspando con ellas el aire. Una de las arañas había salido de la tiniebla detrás de nosotros. Era del tamaño de un perro grande. Su cuerpo, negro, tenía estrías amarillas. «Sus colores lípicos», pensé disparatadamente. Sus ojos eran de un rojo púrpura, como granadas. Trotó dinámicamente hacia nosotros sobre quizá no menos de doce o catorce patas de múltiples coyunturas; no se trataba de una araña ordinaria ampliada a dimensiones de película de horror; era algo enteramente distinto, y quizá no fuese en modo alguno una araña. De haberlo visto, Patricio Hatlen habría comprendido qué era en realidad aquella masa negra, velluda, que había estado hurgando con el pie en la farmacia. Según se acercaba, iba sacando su hilo de un orificio ovalado que mostraba en la parte superior de la panza. Las hebras flotaron hacia nosotros en una proyección como de abanico. A la vista de aquella pesadilla, que tanto me recordaba a las viudas negras que había observado en los rincones oscuros de nuestro cobertizo del río, rumiando sobre los cadáveres de las moscas y los pequeños insectos que eran sus víctimas, noté que mi mente pugnaba por librarse de sus ataduras. Ahora creo que fue sólo el pensar en Gabriel lo que me permitió conservar una apariencia de cordura. Emití no sé qué especie de sonido. ¿Risa? ¿Llanto? ¿Un grito? No lo sé. Pero Sebastián Zambrano se mantenía firme como una roca. Alzando la pistola deJeniffer con toda la calma de un hombre que se ejercitase en un campo de tiro, vació pausadamente el cargador, a quemarropa, sobre la bestia. Fuera ésta lo que fuese, no era invulnerable. De su cuerpo brotó a borbotones algo así como un pus negro, y eso vino acompañado de una especie de espantoso maullido, tan bajo, que más que oírse se sintió, como una nota grave surgida de un sintetizador. Y a renglón seguido echó a correr en dirección inversa y desapareció en la tiniebla. Sin el testimonio de los charcos de negra sustancia viscosa que el animal había dejado a su paso, podría haberse tomado por una alucinación, producto de un horrible sueño narcótico… Con un ruido metálico, Buddy dejó caer por fin su barra. —Ha muerto —dijo Sebastián—. Suéltale, David. Ese maldito bicho le acertó en la femoral; está muerto. Larguémonos de aquí, por Cristo. La cara volvía a chorrearle sudor, y los ojos resaltaban desorbitados en su cara redonda. Un hilo llegó flotando ágilmente y se le posó en el revés de la mano. Sebastián lo partió lanzando el brazo en un rápido arco. El contacto le había dejado un Verdugón. A un nuevo grito de advertencia de la señora Karina, nos volvimos hacia ella. Otra araña surgida de la bruma había lanzado sus patas alrededor de Dan Miller en el abrazo de un amante vesánico. Dan acometió contra ella a fuerza de puños. En el momento en que yo me agaché para tomar la barra de Drauson, el animal empezó a envolver a Miller en su hilo letal, y la pugna del hombre se convirtió en una danza de la muerte, horrorosa en su denuedo. La señora Karina avanzó hacia la araña, tendido el brazo y empuñando un bote de insecticida. Cuando el bicho hacía por agarrarla, la maestra apretó el pulsador, y una nube de la mortífera sustancia salió proyectada hacia uno de los destellantes ojos de gema. De nuevo sonó uno de aquellos maullidos ultragraves. Como estremeciéndose en toda su masa, la araña empezó a recular dando tumbos y raspando la acera con las peludas patas. Y tras de sí se llevó, rodando y chocando, el cuerpo de Dan Miller. La señora Karina le arrojó al animal el recipiente de insecticida. Éste rebotó en el cuerpo de la araña y fue a parar a tierra con un repique. Después de golpear con un costado un pequeño coche deportivo, que del impacto se balanceó sobre sus suspensiones, el monstruo desapareció. Me acerqué a la señora Karina. Estaba a punto de perder el equilibrio y tenía una palidez mortal. La enlacé con un brazo. —Gracias, joven —dijo—. Me siento un poco mareada. —No hay nada que agradecer. —Si hubiera podido, le habría salvado. —Ya lo sé. Sebastián se reunió con nosotros. Por todas partes caían hilos a nuestro alrededor. Echamos a correr hacia el supermercado. Uno de los filamentos cayó en la bolsa de la maestra y se hundió en la lona. La mujer se aferró a su pertenencia, tirando de ella con ambas manos, pero le fue arrebatada. Salió despedida hacia la bruma, dando tumbos. Cuando ya alcanzábamos la puerta, una araña más pequeña, de no mayor tamaño que un cachorro de cocker, salió corriendo de la tiniebla y bordeó el edificio. Aquella no generaba hilo. Quizá no tuviera aún la madurez necesaria. Mientras Sebastián empujaba la puerta con el hombro, a fin de dejar paso a la señora Karina, yo lancé la barra contra el bicho, a modo de jabalina, y lo empalmé. Se retorció enloquecido, desgarrando el aire con las patas; me pareció que sus ojos encontraban los míos, que se fijaban en mi persona…—¡David! —gritó Sebastián, que seguía sujetando la puerta. Corrí al interior. Sebastián me siguió. Rostros lívidos, asustados, se volvieron hacia nosotros. Al salir éramos siete; regresábamos tres. Sebastián se reclinó en el cristal de la puerta, el abombado pecho sacudido por una respiración afanosa. Se puso a cargar nuevamente la pistola deJeniffer. Tenía pegada al cuerpo la blanca camisa de su uniforme de encargado, bajo cuyos brazos habían aparecido grandes manchas de sudor. —¿Qué ha sido? —preguntó alguien con voz ronca, ahogada. —Arañas —replicó ceñuda la señora Karina—. Las muy puercas me han robado la bolsa de la compra. En ese momento, Gabriel se me arrojó en los brazos, llorando. Le abracé. Con toda el alma.
X. La influencia de la señora Laura
La segunda noche en el supermercado. El choque final Me correspondía dormir, y no recuerdo nada de lo sucedido en las tres horas siguientes. Aunque, segúnJeniffer, hablé mucho en sueños y grité en una o dos ocasiones, no guardo memoria de aquellos. Me desperté por la tarde, con una sed espantosa. Parte de la leche se había estropeado, pero también la había en buenas condiciones. Me bebí un litro. Gabriel, la señora Daniela y yo estábamos juntos.Jeniffer se reunió con nosotros seguida por el hombre de avanzada edad que había ofrecido intentar hacerse con la carabina que tenía en el portamaletas. Recordé que se llamaba Cornell, Bolivar Padilla. —¿Qué tal se siente, hijo? —me preguntó el hombre. —Bien —lo cierto, sin embargo, es que seguía sediento y que me dolía la cabeza. Enlazando a Gabriel con el brazo, miré alternativamente aJeniffer y a su acompañante—. ¿Qué ocurre? —Al señor Cornell le preocupa la Laura —respondió ella—. Y a mí también. —Gabriel, acompáñame a dar una vuelta —intervino Hattie Daniela. —No quiero —respondió el niño. —Venga, Gran Bill, acompáñala —le dije. Obedeció… de mala gana. —Y bien, ¿qué pasa con la Laura? —quise saber. —Está alborotando el gallinero —explicó Cornell. Me miró con la severidad de los viejos—. Creo que tendríamos que poner coto a eso. Por cualquier medio posible. —Ya tiene casi una docena de oyentes —tercióJeniffer—. Parece un servicio religioso, pero con locos. Me vino al recuerdo una conversación que había mantenido con un escritor amigo mío, que vivía en Otisfield y sacaba adelante a su familia —la esposa y dos hijas— criando gallinas y presentando anualmente una novela de espías. Como saliese a colación la gran popularidad obtenida por la literatura fantástica, me dijo que en los años cuarenta la publicación Historias Extraordinarias pagaba verdaderas miserias por los originales, y que una década más tarde había ido a la quiebra. Cuando las máquinas fallan (añadió, mientras su mujer miraba huevos al trasluz y los gallos alborotaban en el patio), cuando falla la tecnología y fallan los sistemas religiosos tradicionales, la gente necesita aferrarse a algo. Ni el deambular nocturno de un zombi resulta tan pavoroso como la desintegración de la capa de ozono bajo el ataque conjunto del fluorocarbono de millones de botes de sustancias pulverizadas. Llevábamos treinta v seis horas encerrados en el mercado y no habíamos sido capaces de hacer absolutamente nada. Nuestra única expedición al exterior se había saldado con un cincuenta y siete por ciento de bajas. No tenía nada de asombroso que la Laura se estuviera convirtiendo en un valor en alza. —¿De veras tiene una docena de oyentes? —insistí. —Bueno, no: sólo ocho —precisó Cornell—. ¡Pero es que no calla ni un instante! Parece uno de aquellos discursos de diez horas que solía pronunciar Castro. Es una condenada obstruccionista. Ocho personas. No eran muchas, ni siquiera las suficientes para completar un jurado. Y sin embargo, comprendí la preocupación que ambos tenían pintada en la cara: al ser ocho, se convertirían en el grupo político más numeroso del lugar, en particular tras la desaparición de Miller y Hatlen. La idea de que ese grupo mayoritario estuviera prestando oídos a los desvaríos de la anticuaría, sobre las simas del averno y la ruptura de los siete sellos, me producía una agudísima sensación de claustrofobia.—Otra vez está hablando de sacrificios humanos —señalóJeniffer—. Cuando Freddy Ushiña se le acercó y le dijo que le prohibía seguir disparatando de aquella forma en su tienda, dos de los que están a su lado, uno de ellos ese tal LaFleur, replicaron que era él quien debía cerrar el pico, porque éste era todavía un país libre. Como Donnson se negó a callar, hubo… bueno, creo que podríamos llamarlo una agarrada. —Donnson terminó sangrando por la nariz —dijo Cornell—. Esa gente va en serio. —Pero no llevarán las cosas —objeté— hasta el extremo de matar a nadie. Cornell repuso en voz baja: —Como persista la tiniebla, no sé hasta dónde son capaces de llegar. Ni quiero averiguarlo. Me propongo salir de aquí. —Es fácil decirlo… Sin embargo, una idea empezaba a abrirse paso en mi cerebro. El olor. Ésa era la clave. A los que estábamos en el supermercado nos habían dejado más o menos en paz. Era posible que los bichos rosados, como la mayor parte de los insectos ordinarios, se vieran atraídos por la luz. En cuanto a los pájaros, sólo buscaban su fuente de alimentación. Pero los grandes monstruos nos habían dejado tranquilos, salvo en las ocasiones en que por una razón u otra rompimos nuestro aislamiento. De una cosa estaba seguro: la carnicería de la Farmacia Bridgton se había producido porque sus puertas estaban abiertas de par en par. A juzgar por el sonido, el ser o los seres que habían dado cuenta de Samuel y de su grupo eran del tamaño de una casa, y ello no obstante, no se habían acercado a nosotros. Eso significaba tal vez… Sentí la imperiosa necesidad de hablar con Sebastián Zambrano. —Me propongo salir de aquí, aunque me cueste la vida —declaró Cornell—. No tengo intención de pasarme el resto del verano en este local. —Ha habido cuatro suicidios —dijoJeniffer inesperadamente. —¿Cómo? —lo primero que me vino a la cabeza, con un vivo sentimiento, en cierto modo de culpa, fue que, por lo que fuera, habían descubierto los cadáveres de los soldados. —Píldoras —fue la lacónica respuesta de Cornell—. Yo y otros dos nos llevamos los cuerpos a la trastienda. Tuve que reprimir la risa. Habíamos montado en el almacén una funeraria en toda regla. —Vamos quedando pocos —concluyó Cornell—. Yo quiero marcharme. —No conseguirá llegar a su coche. Créamelo. —Pero si está en la primera fila —insistió—. Hay menos distancia que hasta la farmacia. No quise contestarle. No era el momento. Cosa de una hora más tarde encontré a Sebastián, plantado junto al mostrador de las cervezas, tomándose una. Aunque con semblante impasible, parecía observar atentamente a la Laura. Por lo visto, la anticuaría era infatigable. Y, desde luego, estaba hablando de sacrificios humanos, con la sola diferencia de que ya nadie la mandaba callar. Algunos de los que lo habían hecho la víspera, ahora formaban en su grupo, o por lo menos se mostraban dispuestos a escuchar. El resto se encontraba en minoría. —Es posible que de aquí a mañana los haya convencido —comentó Sebastián—. A lo mejor me equivoco…, pero, en caso contrario, ¿a quién crees que designará ese honor? Freddy Ushiña le había plantado cara. Y tambiénJeniffer. Y estaba el hombre que la había abofeteado. Y yo, claro está. —Sebastián —dije—, creo que un grupo de cinco o seis personas podríamos salir de aquí. No sé hasta dónde llegaríamos, pero creo que al menos podríamos salir. —¿Cómo? Le expuse mi plan, que era bastante sencillo. Si cruzábamos a la carrera hasta mi Saab y entrábamos apresuradamente, no percibirían olor humano alguno, a condición de que mantuviéramos cerradas las ventanillas. —¿Y si les atrae algún otro olor? —objetó Sebastián—. El del escape, por ejemplo. —En tal caso estamos perdidos —convine. —¿Y el movimiento? —agregó—. El movimiento del coche en la tiniebla podría atraerlos, David. —No lo creo. Si no hay olor de presas humanas, no. Creo de veras que en eso estriba la posibilidad de escapar. —Pero no lo sabes. —Con certeza, no. —¿A dónde irías? —¿Inmediatamente? A casa. A buscar a mi mujer. —David… —Como quieras. A comprobar. A cerciorarme. —Bichos como los de ahí afuera puede haberlos por todas partes, David. Pueden caer sobre ti nada más bajar del coche, en la misma puerta de tu casa. —Si ocurriera eso, te quedas con el Saab. Sólo te pediría que cuidases de Gabriel como mejor supieras y mientras te fuera posible. Terminada la cerveza Sebastián arrojó la lata al interior del frigorífico, donde chocó con el resto de los envases vacíos. La culata del arma que el marido le había dado aJeniffer le asomaba por el bolsillo del pantalón. —¿Qué rumbo seguirías? —preguntó—. ¿Hacia el sur? —Sí, hacia el sur. E intentaría salir de la tiniebla. Lo intentaría con toda mi alma. —¿Tienes gasolina? —El depósito está casi a tope. —Podría ser imposible salir de la tiniebla. ¿Has pensado en eso? Lo había hecho. Los experimentos que se traían entre manos los del proyecto Punta de Flecha podían haber lanzado toda aquella zona a otra dimensión, como quien le da la vuelta a un calcetín. —Se me ha ocurrido —repuse—. Pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Esperar a ver a quién depara la Laura el honor del sacrificio? —¿Y cuándo pensabas hacerlo? ¿Hoy? —No, ya está cayendo la tarde, y esos bichos se activan con la oscuridad. Había pensado en mañana, a primerísima hora. —¿Quiénes iríamos? —Tú, Gabriel y yo. Hattie Daniela,Jeniffer Dumfries, ese tipo mayor, Cornell, y la señora Karina. Quizá también Freddy Ushiña. Eso supone ocho personas, pero si Gabriel se sienta en las rodillas de alguien, hay sitio para todos. —De acuerdo —dijo por fin—. Intentémoslo. ¿Lo has consultado con alguien más? —No, todavía no. —Pues te aconsejo que no lo hagas; espera hasta eso de las cuatro de la mañana. Yo colocaré un par de bolsas con provisiones debajo de la caja más cercana a la puerta. Con un poco de suerte, podemos quitarnos de en medio sin que nadie lo advierta —los ojos se le desviaron de nuevo hacia la Laura—. Si ésa se enterase, podría tratar de detenernos. —¿Tú crees? —Sí, lo creo —dijo, y agarró otra cerveza. Esa tarde —la de ayer— transcurrió como en cámara lenta. Con el anochecer, la tiniebla volvió a adquirir aquel gris mate, de cromo. Lo que percibíamos del mundo exterior se fundió en la negrura alrededor de las ocho y media. Reaparecieron los bichos rosados, y a continuación los voladores, que, abatiéndose sobre las lunas, los devoraban. Algo aullaba a ratos en la tiniebla, y poco antes de la medianoche, un largo, sostenido ¡Aaaa-ruuuuu! hizo que la gente se volviera hacia la oscuridad con sobrecogida expresión escrutadora. Era la clase de voz que podría emitir un eLuise caimán en un pantano. Ocurrió poco más o menos lo que Miller había predicho. Hacia la madrugada, la Laura se había hecho con otras cinco o seis almas. Entre los nuevos se encontraba el señor Hosson, el carnicero, que escuchaba en pie, con los brazos cruzados, observándola. La anticuaría estaba excitadísima. Por lo visto, el sueño no existía para ella. Su sermón, un flujo uniforme de horrores como los concebidos por Doré, el Bosco y Jonathan Edwards, se prolongaba incesante, camino de alguna especie de clímax. Los congregados empezaron a murmurar con ella, balanceándose inconscientemente de atrás hacia adelante, como auténticos fíeles en una asamblea evangélica. Los ojos brillaban, las miradas estaban vacías. Estaban hechizados por la anticuaría. Hacia las tres —la plática continuaba, interminable, y los que no sentían interés por ella se habían retirado a la trasera del local, con ánimo de dormir un poco—, vi que Sebastián colocaba una bolsa de comestibles sobre un estante, debajo de la caja más próxima a la puerta de salida. Media hora más tarde dejó otra bolsa junto a la anterior. No me pareció que nadie reparase en él. Gabriel, la señora Daniela yJeniffer dormían en grupo junto a los desnudos exhibidores de los fiambres. Me reuní con ellos y caí en un agitado entresueño. Mi reloj indicaba las cuatro y cuarto cuando Sebastián me despertó sacudiéndome. Le acompañaba Cornell, cuyos ojos destellaban tras los cristales de las gafas. —Es la hora, Frank—dijo el primero. Sentí en el vientre un calambre nervioso, que luego pasó. Desperté aJeniffer. Me había planteado las posibles consecuencias de reunir en el coche aJeniffer y a Stephanie, pero la cuestión se me fue en seguida del pensamiento. En la jornada que estaba por comenzar era preferible tomar las cosas como vinieran. Aquellos extraordinarios ojos verdes se abrieron y encontraron los míos. —¿Qué ocurre, David? —Vamos a tratar de salir de aquí. ¿Vienes? —¿De qué hablas? Mientras se lo explicaba, desperté a la señora Daniela. De esa forma sólo tendría que contarlo una vez. —Lo que dices sobre el olor —comentóJeniffer—, es sólo una conjetura, supongo. —Sí. —A mí no me importa —dijo Hattie. Estaba pálida y, a pesar del descanso, muy ojerosa—. Haría lo que fuera, me expondría a cualquier peligro, con tal de ver otra vez el sol. «Con tal de ver otra vez el sol.» Un ligero estremecimiento recorrió mi cuerpo. Había tocado un punto muy próximo al núcleo de mis propios temores, a la sensación de irremediable fatalidad que se había apoderado de mí al ver desaparecer a Luis por la puerta del almacén, arrastrado. Entre la tiniebla, el sol se había convertido en una monedita de plata. Era como estar en Venus. Lo que minaba mis fuerzas y socavaba mi voluntad no era tanto el pensar en los monstruos que pululaban en la tiniebla —el episodio de la barra de hierro me había demostrado que no se trataba de engendros lovecraftianos, dotados de inmortalidad, sino de seres orgánicos, vulnerables a su propia manera—, como la idea de la tiniebla misma. «Con tal de ver otra vez el sol.» Hattie estaba en lo cierto. Por aquel solo hecho valía la pena arrastrar toda clase de calamidades. Le dirigí una sonrisa a la que correspondió con indecisión. —Sí —dijoJeniffer—. Yo también voy. Me puse a despertar a Gabriel zarandeándole tan suavemente como pude. —Estoy con ustedes —fue la sucinta respuesta de la señora Karina. Nos habíamos agrupado junto al mostrador de las carnes. Todos, salvo Freddy Ushiña, que nos agradeció la invitación pero la declinó. No quería abandonar su puesto en el supermercado, dijo, pese a lo cual, añadió con meritoria gentileza, no le reprochaba a Sebastián el que lo hiciera. Del blanco cajón esmaltado comenzaba a surgir un desagradable tufillo dulzón, que me recordó lo que nos había pasado en casa cuando, encontrándonos de vacaciones en el Cabo por una semana, se nos averió el congelador. Pensé que a lo mejor era el olor de la carne descompuesta lo que había decidido al señor Hosson a unirse al grupo de la anticuaría. —… expiación! ¡En lo que tenemos que pensar ahora es en la expiación! ¡Se nos azota con flagelos y escorpiones! ¡Se nos castiga por hurgar en secretos que Dios mantenía sellados de antiguo! ¡Hemos visto abrirse los labios de la tierra! ¡Hemos visto horrores de pesadilla! ¡Ni la roca nos esconde de ellos, ni el árbol muerto ofrece cobijo alguno! ¿Qué le pondrá fin? ¿Qué lo detendrá? —¡La expiación! —coreó el bueno de Pedro LaFleur. —La expiación… la expiación… —susurraron los otros, indecisos. —¡Que os lo oiga con verdadero sentimiento! —gritó la Laura. Las venas del cuello le resaltaban, abultadas como cuerdas. La voz, aunque cascada y enronquecida a esas alturas, seguía llena de poder. Y se me ocurrió que era la tiniebla la que le daba ese poder —el poder de obnubilar, nunca mejor dicho, la mente humana—, de la misma manera que a los demás nos había privado de la luz del sol. Antes no era sino una vieja un poco excéntrica, propietaria de una tienda de antigüedades en una pequeña ciudad que estaba plagada de tales tiendas. Una simple vieja que guardaba en su trastienda unos cuantos animales disecados y a quien se atribuían (esa loca… esa bruja) …conocimientos de medicina popular. Le reconocían la facultad de encontrar agua valiéndose de una varita de madera de manzano, la de secar las verrugas y, por medio de un ungüento que vendía, borrar las pecas. Incluso había oído decir (¿no fue a Bill Giosti?) que podía uno consultar a la señora Laura —con discreción asegurada— a propósito de su vida amorosa; que a quien tenía problemas en la alcoba, ella le proporcionaba un bebedizo que le devolvía a sus veinte años. —¡EXPIACIÓN! —gritaron a coro. —¡Eso es: expiación! —aulló, delirante, la anticuaría—. ¡La expiación disipará la tiniebla! ¡Ella conjurará los monstruos y los engendros! ¡Ella nos quitará de los ojos las escamas de la tiniebla y nos dejará ver! —su tono bajó un punto—. ¿Y qué dice la Biblia de la expiación? ¿Qué es, a los Ojos y en el Animo de Dios, lo único capaz de lavar los pecados? —La sangre. Esa vez un vivo estremecimiento me sacudió todo el cuerpo hasta erizarme el vello de la nuca. La respuesta había partido de labios del señor Hosson, el carnicero de Bridgton, que ya ejercía su oficio cuando yo era un chiquillo que caminaba de la creativa mano de mi padre. El señor Hosson, tomando encargos y cortando carne vestido con su manchada bata blanca. El señor Hosson, de larga experiencia en el manejo del cuchillo… sí, y en el del rajador y la sierra también. El señor Hosson, capaz como nadie de comprender que el agente limpiador del alma ha de brotar de las heridas del cuerpo. —La sangre… —susurraron los demás. —Papá, tengo miedo —dijo Gabriel; tensa y descolorida la carita, me apretó fuertemente la mano. —¿Y si saliéramos de esta casa de locos? —le dije a Sebastián. —Ahora mismo —respondió—. En marcha. Cuidando de no apiñarnos, enfilamos el segundo pasillo: Sebastián,Jeniffer, Cornell, Hattie Daniela, la señora Karina, Gabriel y yo. Eran las cuatro y cuarto de la mañana y la tiniebla empezaba a iluminarse de nuevo. —Tomad tú y Cornell las bolsas de comestibles —dijo Sebastián. —De acuerdo. —Yo saldré primero. Tu Saab tiene cuatro puertas, ¿no? —Así es. —Está bien. Yo abriré la del conductor y la trasera del mismo lado. Señora Dumfries, ¿puede usted cargar a Gabriel?Jeniffer le tomó en brazos. —¿Peso mucho? —le preguntó el niño. —No, tesoro. —Menos mal. —Usted y Gabriel se colocan delante, bien pegados a la puerta contraria —prosiguió Sebastián—. La señora Daniela, en ese asiento, junto a usted. Tú, David, al volante. Los demás nos… —A ver, ¿a dónde van ustedes? Era la Laura. Se encontraba al final del pasillo bajo cuya caja Sebastián había escondido las bolsas de las provisiones. El amarillo de su conjunto de chaqueta y pantalón detonaba en la penumbra. Su cabellera, disparada en rizos grotescos que partían en todas direcciones, me recordó por un instante la de Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein. Sus ojos soltaban chispas. A su espalda, un grupo de entre diez y quince personas obstruían las dos puertas del local. Tenían el aspecto de quien acaba de sufrir un accidente de circulación, o el de quien ha visto aterrizar un ovni, o ante cuyos ojos un árbol ha desenterrado sus raíces y ha echado a andar. Gabriel se estrechó contraJeniffer y ocultó la cara en su cuello. —Nos disponemos a salir, señora Laura —repuso Sebastián en tono curiosamente dulce—. Tenga la bondad de apartarse. —No pueden salir. Hacerlo es la muerte. ¿Acaso no lo han comprendido todavía? —No le hemos estorbado a usted para nada —intervine—. Sólo aspiramos al mismo trato. Inclinándose, dio certeramente con las provisiones. Debía de saber desde el principio lo que planeábamos. Tiró de las bolsas y las sacó de la repisa donde Sebastián las había puesto. Una se abrió por la mitad y dejó caer su contenido de latas. La otra la arrojó al suelo, donde reventó con estrépito de vidrios rotos. Espumosos regueros de agua de seltz partieron en todas direcciones, salpicando el niquelado frontal del mostrador vecino. —¡Ésta es la clase de gente que atrajo el castigo! —vociferó—. ¡Gente que no quiere doblegarse ante la voluntad del Todopoderoso! ¡Culpables del pecado de orgullo, altivos, de tiesa cerviz! ¡De ellos tiene que salir el sacrificio! ¡La sangre de la expiación ha de ser la suya! Un creciente murmullo de asenso la acicateó. Lo suyo era ya un frenesí. Rociaba saliva mientras se dirigía a gritos a los que formaban a su espalda. —¡Lo que necesitamos es el chico! ¡Haceos con él! ¡Tomadlo! ¡Necesitamos al chico! Avanzaron en bloque, encabezados por Pedro LaFleur, en cuyos ojos brillaba un gozo vacuo. Detrás mismo de él se encontraba el señor Hosson, el rostro estólido, privado de expresión.Jeniffer retrocedió un vacilante paso, estrechando a Gabriel con más fuerza. El niño le rodeaba el cuello con los brazos. Me miró aterrada. —David, ¿qué puedo…? —¡Haceos con los dos! —chilló la anticuaría—. ¡Atrapad también a su ramera! Se había convertido en un apocalipsis de amarillo y de siniestro júbilo. Con el bolso colgándole todavía del brazo, empezó a brincar de un lado para otro. —¡Haceos con el chico, haceos con la ramera, haceos con los dos, haceos con todos, haceos…! Sonó, reverberante, un solo, violento disparo. Todo movimiento cesó, como en un aula llena de niños indómitos en la que hubiera entrado el maestro dando un inesperado portazo. Pedro LaFleur y Hosson se paralizaron donde estaban, a unos diez pasos de distancia. Pedro miró indeciso al carnicero. Éste no correspondió a su mirada, y ni siquiera advirtió su presencia. Su semblante tenía una expresión que en las últimas dos jornadas había visto yo en demasiados rostros. Estaba ausente. Le había abandonado la razón. Pedro retrocedió, mirando a Sebastián Zambrano con ojos dilatados por el miedo. El retroceso se convirtió en una carrera. Rodeó el extremo del pasillo, allí tropezó con una lata, cayó, volvió a levantarse y desapareció. Sebastián mantenía la típica postura de los que practican el tiro al blanco, la pistola deJeniffer asida con ambas manos. La Laura seguía junto a la salida de la caja, las manos, cubiertas de manchas hepáticas, hincadas en el abdomen. La sangre que le brotaba entre los dedos salpicaba de rojo sus pantalones amarillos. Por dos veces abrió la boca y volvió a cerrarla. Trataba de hablar. Por fin lo consiguió. —Todos moriréis ahí fuera —dijo, y, con mucha lentitud, cayó de frente. El bolso le resbaló del brazo, dio contra el suelo y desparramó su contenido. Un cilindro de cartón rodó hacia nosotros y se detuvo al chocar con la puntera de mi zapato. Con irreflexivo ademán, me agaché y lo recogí. Era un cartucho de pastillas de goma consumido en su mitad. Lo solté en seguida. No quería tocar nada que perteneciese a aquella mujer. Roto su núcleo, la «congregación» retrocedía, se dispersaba. Todos mantenían los ojos clavados en el cuerpo yacente y en la oscura sangre que se extendía bajo su masa. —¡La habéis asesinado! —gritó alguien, presa del temor y la cólera. Nadie señaló, sin embargo, que esto mismo planeaba hacer ella con mi hijo. Sebastián continuaba en su anterior postura, pero la boca le había empezado a temblar. Le toqué suavemente. —Vámonos, Sebastián. Y gracias. —La he matado —dijo con voz ronca—. Vaya si la he matado. —Sí —dije—. Y por eso te doy las gracias. Anda, vamos. Reemprendimos la marcha. Sin bolsas de comestibles —gracias a la señora Laura— que me ocupasen las manos, pude cargar a Gabriel. Nos detuvimos un instante junto a la puerta. —Yo no la habría abatido, Frank—dijo Sebastián—. Si me hubiera dejado otro camino, no lo hubiera hecho. —Lo sé. —¿Me crees? —Claro que sí. —Entonces, en marcha. Salimos.
XI. De vida o muerte
Sebastián avanzó ágilmente, la pistola en la diestra. Gabriel y yo apenas habíamos traspuesto la puerta cuando Sebastián —un Sebastián incorpóreo, como una imagen de televisión— había alcanzado ya mi Saab. Abrió la puerta del conductor y seguidamente la trasera. Y en ese momento algo surgió de la tiniebla y le partió casi por la mitad. No llegué a ver claramente qué era, y creo que lo celebro. Me pareció de color rojo, del rojo irritado de una langosta hervida. Tenía garras. Y producía un sordo gruñido, no muy distinto del que oyéramos cuando Samuel y su grupito de Racionalistas abandonaron el supermercado. A un disparo de Sebastián, las garras de la bestia retrocedieron en un movimiento de tijera, y el cuerpo de él dio la impresión de plegarse con un eLuise borbotón de sangre. La pistola deJeniffer se le escapó de las manos, cayó sobre la acera y se disparó. Distinguí, en un atisbo de pesadilla, dos ojos negros y mates, gigantescos, como de un pulpo descomunal, y entonces el monstruo corrió a refugiarse en la tiniebla, llevándose como presa lo que quedaba de Sebastián Zambrano. El largo cuerpo, de escorpión multisegmentado, rechinó en el pavimento. A eso siguió un instante de elección. Es posible que todos lo sean, siquiera fugazmente. Una mitad de mi ser quería volver al supermercado a la carrera, estrechando fuertemente a Gabriel. La otra mitad se lanzó hacia el Saab, arrojó a Gabriel a su interior, entró a toda prisa tras de él. EntoncesJeniffer soltó un grito. Fue un sonido agudo, que ascendió como en espiral hasta alcanzar una frecuencia casi ultrasónica. Gabriel se apretujó contra mí, la cara hundida en mi pecho. Una de las arañas había cazado a Hattie Daniela. Era un bicho grande. Derribó a la mujer, cuyas flacas rodillas quedaron a la vista, levantadas las faldas, cuando la araña se le echó encima y, acariciándole los hombros con las velludas patas, comenzó a devanar activamente su hilo. «La anticuaría tenía razón —pensé—. Todos moriremos aquí. Moriremos sin remedio.» —¡Amanda! —bramé. No hubo respuesta. Estaba por completo enajenada. La araña se encontraba a horcajadas sobre la que había sido la niñera de Gabriel, una mujer aficionada a los rompecabezas y a aquellos endemoniados damerogramas que ningún ser corriente hubiera podido resolver sin trastocarse. «La blanca trama envolvía sus restos, coloreándose ya con el rojo de la sangre que brotaba conforme el corrosivo hilo se hundía en la carne. Cornell retrocedía lentamente hacia el supermercado, los ojos como platos tras los cristales de las gafas. De pronto se dio media vuelta y echó a correr. Engarfiados los dedos, abrió la puerta y entró precipitadamente. La grieta que había interrumpido mi pensamiento se cerró cuando, acercándose a ella con paso rápido, la señora Karina le dio un doble bofetón aJeniffer, primero con la palma de la mano y luego con el revés, que puso fin a su grito. Me acerqué a ella, la hice girar sobre sí misma y la empujé hacia el Saab. —¡AL COCHE! —chillé. Se puso en marcha. La señora Karina se deslizó junto a mí, empujó aJeniffer al asiento trasero, subió detrás de ella y cerró de un portazo. Yo me desprendí a Gabriel de un tirón y le arrojé al interior. En el momento en que entraba a mi vez, uno de aquellos hilos de araña llegó flotando y se me posó en el tobillo. Me causó el tipo de escocedura que produce un sedal al escurrirse velozmente entre los dedos. Y era duro. Di un vivo tirón con el pie y lo rompí. Salté al volante. —¡ Cierra, cierra la portezuela, por el amor de Dios! —aullóJeniffer. Cerré. Apenas un instante más tarde, una araña topaba suavemente con la carrocería. Yo estaba a unos pocos centímetros de sus ojos, candentes, malignos, estúpidos. Sus patas, gruesas como mi muñeca, acariciaron de aquí para allá el cuadrado capó.Jeniffer chillaba sin parar, como una sirena de incendios. —Calle, mujer —dijo la señora Karina. La araña desistió. Corrió no alcanzaba a olemos, ya no estábamos allí. Sobre sus numerosas patas desequilibradas, trotó de regreso hacia la tiniebla, se convirtió en un espectro y desapareció. Me asomé a la ventanilla, para cerciorarme de que se había marchado, y abrí la portezuela. —¿Qué haces? —clamóJeniffer. Pero yo sabía muy bien lo que estaba haciendo, y me complazco en pensar que Sebastián hubiera hecho exactamente lo mismo. Medio sacando el cuerpo, medio inclinándolo, me hice con la pistola. Algo avanzó rápidamente hacia mí, pero no llegué a ver qué era. Salté de nuevo al interior y cerré con fuerza.Jeniffer rompió en sollozos. La señora Karina la rodeó con el brazo y la consoló enérgicamente. Gabriel dijo: —¿Vamos a casa, papá? —Lo intentaremos, Gran Bill. —Está bien —dijo en voz queda. Pasé un terrible instante al descubrir que no tenía las llaves del coche. En vano recorrí todos los bolsillos. Luego, imponiéndome calma, los registré de nuevo, uno por uno, despacio. Por fin las localicé en el de los téjanos, donde se habían colado debajo de las monedas, como a veces ocurre con las llaves. El Saab arrancó a la primera. Al oír el confortable rugido del motor,Jeniffer se echó a llorar nuevamente. Me quedé esperando, con el motor en punto muerto, para ver qué atraía su zumbido, o quizá el olor del escape. Transcurrieron cinco minutos, los más largos de mi vida. Nada sucedió. —¿Hemos de quedarnos aquí o nos vamos? —preguntó por fin la señora Karina. —Nos vamos —repuse. Salí, marcha atrás, de la zona de estacionamiento y encendí las luces de cruce. No sé qué —probablemente un impulso maligno— me hizo pasar lentamente frente al Supermercado Federal, donde el guardabarros derecho del Saab topó, desplazándolo, con el barril de desperdicios. Me había acercado todo lo posible al edificio, pero, salvo por las troneras, no era posible ver el interior —donde, con todos aquellos rimeros de sacos de fertilizantes, parecía desarrollarse alguna disparatada liquidación de artículos de jardinería—; aun así, en cada aspillera había dos o tres caras pálidas, vueltas hacia nosotros. Torcí entonces a la izquierda, y la tiniebla se cerró detrás de nosotros, impenetrable. Y no sé qué habrá sido de aquella gente. Enfilé Kansas Road a diez kilómetros por hora, tanteando el terreno. La visibilidad, aun con los faros y las luces de posición encendidos, se reducía a dos o tres metros. La tierra había sufrido alguna terrible convulsión; Miller acertaba en eso. En algunos puntos la calzada sólo estaba hendida, pero en otros, donde grandes porciones de pavimento resaltaban ladeadas, parecía haber fallado el propio suelo. Conseguí abrirme camino gracias a la tracción de las cuatro ruedas. Daba gracias a Dios por eso, pero me aterraba la posibilidad de tropezar en breve con un obstáculo que ni un coche de aquellas características pudiera superar. Me llevó cuarenta minutos cubrir un trayecto que de ordinario hacía en siete u ocho. Por fin se perfiló en la tiniebla el indicador de nuestro camino particular. Gabriel, despierto desde las cuatro y cuarto, dormía profundamente: el interior del coche, tan conocido, debió darle la sensación de estar en casa.Jeniffer miró con nerviosismo el camino. —¿De veras te vas a meter por ahí? —Voy a intentarlo —contesté. Pero fue imposible. La tormenta de la antevíspera había aflojado muchos árboles, y aquel extraño, violento temblor de tierra remató la tarea de derribarlos. Conseguí salvar los dos primeros, bastante delgados. Pero en seguida apareció, cruzando el camino como una barricada de forajidos, un corpulento pino añoso. La casa quedaba todavía a casi cuatrocientos metros de distancia. Gabriel dormía a mi lado. Dejé el motor en punto muerto, me tapé los ojos con las manos y traté de decidir mi próximo movimiento. Ahora, sentado en el parador que se alza cerca de la Salida 3 de la autopista de Maine, donde escribo todo esto en papel de cartas de la casa, pienso que la señora Karina, esa vieja entera y capaz, habría podido esbozarme en cuatro trazos la profunda futilidad de la situación. Pero tuvo la bondad de dejarme discurrir por mi cuenta. No podía salir del coche. No podía dejarles. Ni siquiera podía engañarme con la idea de que todos los monstruos de película de terror habían quedado atrás, en el Federal: al entreabrir la ventanilla, oí sus pisadas y sus tumbos en la espesura, junto al escarpado despeñadero que por aquí llaman las Cornisas. El relente goteaba de lo alto, de las hojas. La tiniebla se oscureció al frente por un segundo cuando una pesadillesca y sólo entrevista cometa viviente pasó volando sobre nosotros. Traté de convencerme —entonces y ahora— de que si había sido muy rápida y se había encerrado a cal y canto en la casa, disponía de comida para entre diez días y dos semanas. Pero no da resultado más que a ratos. El obstáculo está en el último recuerdo que guardo de ella, con el deforme chambergo y tos guantes de jardín, camino del huertecillo mientras la tiniebla, inexorable, cruzaba el lago a su espalda. En quien debo pensar ahora, me repito, es en Gabriel. En el Gran Bill, en el Gran Bill… Debiera escribirlo cien veces en esta cuartilla, como un niño obligado a copiar No lanzaré bolitas de papel en clase cuando la soleada calma de las tres de la tarde se derrama por las ventanas y la maestra corrige deberes sentada a su mesa, sin más ruidos que el garrapatear de la pluma, mientras en un lejano recodo los otros chicos forman equipos para un partido de pelota. Total que, por último, hice lo único que podía hacer. Saqué cuidadosamente el coche, marcha atrás, hasta Kansas Road. Y entonces lloré.Jeniffer me tocó tímidamente el hombro. —David, cuánto lo siento —dijo. —Sí —repuse, tratando, sin éxito, de contener las lágrimas—. Sí, yo también. Seguí hasta la Nacional 302, que enfilé a la izquierda, en dirección a Portland. También allí la calzada aparecía hendida y rota a trechos, pero en conjunto resultaba más transitable que Kansas Road. Me preocupaban los puentes. Todo Maine está surcado de cursos de agua, debido a lo cual hay puentes, grandes y pequeños, por doquier. Ello no obstante, el paso elevado de Naples estaba intacto y, a partir de ese punto, la marcha, aunque lenta, no ofrecía dificultades hasta Portland. La densidad de la tiniebla no disminuía. En una ocasión, pensando que había árboles atravesados en la carretera, tuve que detenerme. Luego, y como empezaran a ondular y moverse, comprendí que se trataba, una vez más, de tentáculos. Esperé, detenido el coche, y al cabo de un instante se retiraron. En otro momento un bicho verde, de cuerpo tornasolado y largas alas transparentes, aterrizó en el capó. Su aspecto era el de una gigantesca libélula groseramente contrahecha. Después de reposar allí un instante, alzó el vuelo y desapareció. Gabriel despertó cosa de dos horas después de que hubiéramos dejado atrás Kansas Road y quiso saber si habíamos recogido ya a su madre. Le respondí que a causa de los árboles no había podido llegar a la casa. —¿Estará bien, papá? —No lo sé, Gabriel. Pero volveremos allí y nos enteraremos. No lloró. Lo que hizo fue dormirse otra vez. Yo hubiera preferido sus lágrimas. Dormía demasiado, y eso no me gustaba. A causa de la tensión, empezaba a dolarme la cabeza. Una consecuencia del tener que conducir sin visibilidad, siempre entre diez y quince kilómetros por hora, y el saber que en cualquier momento podía surgir de la tiniebla algo, cualquier cosa: una falla, un corrimiento de tierras o la Hidra, el monstruo de las tres cabezas. Creo que recé. Le pedí a Dios que Stephanie se encontrara viva, y que no hiciese recaer en ella mi adulterio. Le pedí que me permitiese llevar a Gabriel a lugar seguro, porque era mucho lo que el niño había pasado. Libre la carretera, porque la mayor parte de los automovilistas se habían retirado al andén con la llegada de la tiniebla, alcanzamos North Windham sobre el mediodía. Intenté cruzar por River Road, pero después de un trecho de unos diez kilómetros, me encontré con un ruidoso riacho cuyo puente había caído al agua. Tuve que retroceder, en marcha atrás, casi dos kilómetros antes de encontrar un punto lo bastante ancho para dar la vuelta. Fuimos hacia Portland por la Nacional 302. Al llegar allí, tomé el atajo que lleva a la autopista. En su acceso, la bien delimitada hilera de cabinas de peaje se había convertido, destrozadas sus mamparas de cristal ahumado, en un grupo de calaveras de huecas cuencas. Todas las casillas estaban vacías. En una de ellas vi, asomando por la puerta corredera, una chaqueta del uniforme de las Autopistas de Maine, según indicaban los distintivos de la manga. Estaba teñida en sangre medio seca. Desde nuestra salida del Federal, no habíamos visto un solo ser humano vivo. —David, pruebe la radio —dijo la señora Karina. Escandalizado por mi torpeza, me di una palmada en la frente. ¿Cómo podía haber olvidado hasta entonces el receptor del coche? —No diga eso —intervino incisiva la maestra—. No puede usted pensar en todo. Como lo intente, se volverá loco y dejará de ser útil. En la onda corta no encontré más que un sostenido crepitar de parásitos, y la frecuencia modulada no produjo más que un uniforme silencio de mal augurio. —¿Significa eso —preguntóJeniffer— que todas las emisoras han dejado de funcionar? Me pareció adivinar lo que pensaba: encontrándonos ya tan al sur, tendríamos que haber captado toda una serie de emisoras de Boston —la WRKO, la WBZ, la WMEX—; y si Boston había dejado de… —En realidad, no significa nada —repuse—. Esos parásitos de la onda corta sólo indican interferencias. El efecto de impregnación de la tiniebla afecta también a las señales de radio. —¿Seguro que sólo se trata de eso? —Seguro —dije sin la menor seguridad. Seguimos hacia el sur. Los indicadores kilométricos desfilaban a la derecha en orden descendente, a partir, creo, del setenta. Cuando alcanzáramos el kilómetro 1 estaríamos en la divisoria de New Hampshire. La marcha por la autopista era dificultosa: muchos conductores se habían negado a desistir, y menudeaban las colisiones en cadena. En varias ocasiones tuve que pasar por la franja de separación. Sobre la una y veinte —yo empezaba a tener hambre—, Gabriel me aferró el brazo. —Papá, ¿qué es eso? ¡Qué es eso! En la tiniebla se perfiló una sombra que la tiño de oscuro. Tenía el tamaño de un risco y avanzaba derecho hacia nosotros. Pisé a fondo el freno.Jeniffer, que venía dormitando, salió proyectada hacia delante. Se acercaba algo; una vez más, es cuanto puedo decir con certeza. Aunque pueda deberse al hecho de que la tiniebla sólo nos permitiera breves atisbos de las cosas, creo igualmente probable atribuirlo a que el cerebro se niega, sin más, a registrar ciertas imágenes. Las hay tan tenebrosas y horripilantes —como también, supongo, de tan excelsa belleza—, que las minúsculas puertas de la percepción humana no tiene cabida para ellas. Tenía seis patas, eso lo sé; y también que su piel, de un gris de pizarra, era, en determinados puntos, de un castaño oscuro. Absurdamente, estas últimas manchas me recordaron el moteado hepático de las manos de la señora Laura. Llena de arrugas y de profundos surcos, la piel tenía adheridas docenas, centenares de aquellos «insectos» rosados de ojos pedunculares. Ignoro cuál sería el verdadero tamaño de la bestia; lo cierta es que pasó limpiamente sobre nosotros. Una de las arrugadas patas grises golpeó el suelo justo al lado de mi ventanilla, y la señora Karina comentó más tarde que no había alcanzado a ver la parte inferior del cuerpo, por más que estirara el cuello con ese propósito. Sólo distinguió dos patas ciclópeas batiendo en la tiniebla hasta que el animal se perdió de vista. En el instante en que pasó el Saab, tuve la impresión de que era un cuerpo de tales proporciones que, comparada con él, una ballena no abultaría más que una trucha; en otras palabras: algo tan eLuise que la imaginación no acertaba a captarlo. Desapareció haciendo trepidar el suelo con el impacto de sus pisadas. Sus huellas hundían el asfalto de la autopista; huellas tan profundas que no conseguí ver su fondo. Cualquiera de ellas, en todo caso, hubiera podido alojar el volumen del Saab. Por un instante todos guardamos silencio. Sólo se oía el resuello de nuestra respiración y las menguantes sacudidas que aquel Ser gigantesco producía a su paso. Gabriel preguntó por fin: —¿Era un dinosaurio, papá? —No lo creo. No creo que nunca haya existido un animal tan grande. Al menos, no sobre la tierra. Pensé en el proyecto Punta de Flecha, y de nuevo me pregunté qué locos, endiablados experimentos se traerían allí entre manos. —¿No podríamos continuar? —tercióJeniffer tímidamente—. Lo digo por si volviese… Podía volver, sí, pensé; y también podíamos encontrar otros más adelante. Pero ¿a qué mencionar eso? A alguna parte teníamos que ir. Reanudé la marcha, atento a sortear aquellas terribles huellas, hasta que se desviaron de la calzada. Y he ahí lo ocurrido, o casi todo. Queda un último detalle, al que me referiré en seguida. Pero no debéis esperar un final claro. Esto no concluye ni en un: «Y escaparon de la tiniebla hacia el bendito sol de un nuevo día», ni en un: «Al despertar descubrieron que la Guardia Nacional había llegado por fin», ni menos aún el clásico y manido: «Todo había sido un sueño.» Se trata, creo, de lo que mi padre llamó siempre, con contraída mueca, «un final a lo Alfred Hitchcock»; es decir, un desenlace ambiguo que deja al lector, o al espectador, en libertad de decidir por su cuenta cómo terminaron las cosas. Lleno de desdén hacia este tipo de relatos, mi padre solía llamarlos «de salva». Llegamos a este parador de la Salida 3 hacia el anochecer, con cuya irrupción el conducir se convertía en un riesgo suicida. Antes habíamos probado suerte en el puente del río Saco. Parecía muy deformado, y con la tiniebla era imposible determinar si estaba entero o no lo estaba. En esa partida concreta salimos virtualmente ganadores. Pero hay un mañana en que pensar, ¿no es así? En este momento son las doce y cuarto de la madrugada del veintitrés de julio. La tempestad que, al parecer, señaló el principio de todo esto fue hace sólo cuatro días. Gabriel está durmiendo en el vestíbulo, en un colchón que le saqué allí.Jeniffer y la señora Karina descansan no lejos de él. Escribo estas líneas a la luz de una potente linterna, y afuera los insectos rosados chocan con los cristales de las ventanas y los palpan. De vez en cuando se oye un choque más fuerte, al caer algún pájaro sobre uno de ellos. El Saab tiene gasolina suficiente para quizás otros ciento cincuenta kilómetros. La alternativa es repostar aquí: hay un poste en la zona de servicio, y aunque está cortado el fluido eléctrico, creo que podría sacar carburante por succión. Pero… Pero eso significa salir. Si conseguimos gasolina —aquí o más adelante— continuaremos viaje. Es que, verán, ahora tengo a la vista un punto de destino. Es el detalle que dejaba para el final. Lo malo del caso, lo maldito del caso, es que no lo sé con certeza. Podría ser imaginación mía, puro anhelo. Y aunque así no fuera, es una posibilidad tan remota… ¿Cuántos kilómetros, cuántos puentes habría que salvar? ¿Cuántas bestias ansiosas de despedazar a mi hijo y devorarlo en medio de sus gritos de agónico terror? Son tantas las probabilidades de que no se trate más que de un ensueño, que por el momento no se lo he mencionado ni a las mujeres ni al niño. En el apartamento del director encontré un receptor de radio multiondas, a pilas. Un cable plano, de antena, partía de su reverso hacia el exterior, a través de la ventana. Cambié el selector a la posición de «pilas», puse en marcha el aparato y comencé a mover los botones del sintonizador y el modulador. Una vez más, sólo encontré parásitos, o total silencio. Y entonces, inesperadamente, justo cuando me disponía a desconectar, me pareció oír, o soñé que oía, una palabra, sólo una, en un punto situado en el extremo mismo de la onda corta. No capté nada más. Estuve a la escucha tal vez una hora, pero no capté nada más. Aquella palabra, aquella única palabra, tenía que haberme llegado gracias a un minúsculo cambio del efecto impregnador de la tiniebla, una brecha infinitesimal que volvió a cerrarse de inmediato. Una sola palabra. Tengo que dormir un poco… supuesto que pueda hacerlo, hasta que raye el día, sin verme acosado por los rostros de Sebastián Zambrano, de la señora Laura y de Luis, el mozo… o por el rostro de Martha, sombreado a medias por la ancha ala del sombrero. El parador tiene un restaurante, el típico restaurante de parador, con un mostrador, en el centro, en forma de herradura. Voy a dejar estas páginas encima de ese mostrador, en la esperanza de que alguien las encuentre un día y las lea. Una palabra. Si fuera cierto que la oí. Si lo fuera… Voy a acostarme. Pero antes quiero besar a mi hijo y decirle dos palabras al oído. Ya saben: por conjurar malos sueños que puedan asaltarle. Esas dos palabras tienen algo en común. La una es «Connecticut». La otra, «esperanza». -FIN-
EPÍLOGO CORTO
Pero desde que se quedaron en las tinieblas, Frank pudo haber matado a su hijo, y a los otros, podría haber él quedado como único sobreviviente entre los soldados que le rodeaban mientras este se retorcía del dolor al ver matado a su propio hijo. Gritaba muy fuerte mientras los soldados y militares le quedaban viendo.
¿La niebla desapareció en realidad? ¿Los monstruos que habitaban allí murieron?…No pudo ser tan terrible un final tan tenebroso y horrendo, como si fuera el final del mundo.
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