La vieja y la perra

La vieja masticaba con las encías. Nerea no podía verlo directamente pero lo sabía. La comida aplastada, convertida en una pasta envuelta en la abundante saliva de la boca sin dientes.

—Marta, ¿serías tan amable de pasarme el pan, por favor?

Qué innecesario, pensó Nerea, qué forzado. Marta entregó a su padre una cesta llena de pan que él mismo podría haber alcanzado alargando su mano unos centímetros.

—Muchas gracias —tono correcto, relamido.

Cuánta pamplina. Nerea se esforzó para no negar con la cabeza, para no chistar indignada, y se concentró en los trozos de jamón serrano y huevo duro en el cuenco de salmorejo que tenía delante.

—¿Cómo ha ido el colegio? —preguntó el padre.

—Como siempre. —respondió Marta, encogiéndose de hombros.

El padre de Marta miró a su hija levantando las cejas, sorprendido, luego se giró hacia Nerea, que asintió con la cabeza dando a entender que secundaba lo dicho por su amiga.

—¿Como siempre? ¿Acaso os enseñan lo mismo todos los días?

—No.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?

—Señorita, ¿qué trae usted con ese tono?

Marta estaba sentada a la derecha de Nerea, frente a su padre. Nerea evitaba mirar a ninguno de los dos.

—¿Qué tono, papá? El colegio ha ido bien. Como siempre. Siempre va bien porque el colegio me encanta. Es donde soy feliz. Quiero vivir en el colegio el resto de mi vida.

—¿Quién va a querer conejo?

La madre de Marta entró por la puerta del salón y metió su cuerpo entre Nerea y el padre de Marta para dejar una humeante bandeja de cristal sobre una tablita de madera en el centro de la mesa. En la bandeja: conejo guisado al horno con patatas.

—Cuidado que quema —anunció.

Nerea notó que la madre de Marta llevaba una manopla en cada mano, ambas del mismo color, del mismo juego, sin quemaduras ni manchas de comida. En su casa, su madre solía utilizar un par de trapos de cocina, o incluso servilletas de papel, dobladas varias veces para que el grosor le evitara quemarse los dedos al sacar algo del horno.

La madre de Marta salió del salón y volvió al poco sin manoplas y con una copa de vino llena por más de la mitad. Aún llevaba puesto el delantal. El delantal iba a juego con las manoplas. Nerea no recordaba haber visto a su madre llevar delantal nunca.

La mujer se acercó a la mesa, echó un vistazo para asegurarse de que todo estaba servido y fue a sentarse a la izquierda de su marido, frente a Marta.

—Lucinda ha seguido la receta que hacía mi abuela en el pueblo cuando yo era chica.

Lucinda era la empleada doméstica que se encargaba de las tareas de la casa. Nerea sabía de su existencia, pero nunca la había visto.

—Tiene una pinta fabulosa. Muchas gracias, querida.

—No hay de qué. Espero que os guste.

—Este salmorejo está exquisito, por cierto. ¿Has hecho algo diferente con él?

—Sí. Esta vez le dije a Lucinda que le añadiera cebolla, como me pediste.

—Oh, muchas gracias por pensar en mí.

—No hay de qué.

Nerea observaba el mecánico intercambio entre el matrimonio y se intentaba imaginar qué diría su madre si presenciara aquel momento. Nada más que de pensarlo Nerea sintió la risa venirle por la garganta y se tuvo que meter un trozo de pan en la boca para ahogarla.

A la cabeza de la mesa, la abuela de Marta mojaba pan en el salmorejo y se lo llevaba a la boca sin dientes. La vieja parecía no prestar atención a nadie ni a nada más que a la comida que tenía delante.

—Le preguntaba antes a las niñas que cómo había ido hoy el colegio —dijo el padre.

—¿Y bien? —la madre sirviéndose huevo duro en el salmorejo.

—Pues… —empezó Marta.

—No pudimos tener clase práctica de Educación Física porque estaba lloviendo y el gimnasio estaba ocupado con las preparaciones de la fiesta de fin de curso, así que Don Ildefonso nos puso un examen sorpresa —respondió Nerea, adelantándose a su amiga.

La patada cayó en su espinilla como un rayo, veloz y fulminante, pero Nerea supo que no debía reaccionar. Era una patada de aviso y de castigo a la vez. Había hablado más de la cuenta sin querer. Nerea se mordió el labio de abajo y volvió la cara hacia Marta, que removía disimuladamente el salmorejo en su cuenco.

—¿Un examen sorpresa?

Los padres de Marta miraban fijamente a su hija ahora, cubierto en mano, inmóviles. La abuela sin dientes alargó una mano hacia la fuente de conejo al horno, agarró la cuchara y se sirvió un par de piezas en su plato.

—Sí —Marta intentó sonar lo más relajada posible—, pero dijo que solo iba a contar para ganar puntos extra sobre la nota final.

—Sí. Eran preguntas al azar de todo el temario —quiso ayudar Nerea—. A nadie le salió bien, vamos.

Otra patada en la espinilla. En el mismo sitio. Nerea no pudo evitar dar un salto en su silla, pero intentó disimularlo cambiando de postura. Los padres de Marta no apartaban la mirada de su hija. La abuela se peleaba con un trozo de conejo en la boca.

—¿Y a ti cómo te ha salido, Marta? —el padre.

—Te salió bien, ¿no, Marta? —la madre.

—Bueno, hicimos el examen final hace dos semanas, ¿quién iba a pensar–?

—¿Quién iba a pensar? ¡ lo deberías haber pensado!

Nerea sabía que los padres de Marta eran muy estrictos con los estudios. El ordenador portátil personal de Marta tenía permisos limitados a una serie de páginas de internet donde no se contemplaba nada que pudiera usarse ni remotamente como herramienta de interacción social u ocio. Marta solo podía usar su teléfono móvil los sábados por la tarde, el resto del tiempo estaba guardado en un cajón de la mesa del despacho del padre. El cajón no estaba cerrado con llave. Los padres de Marta confiaban en que su hija era lo suficientemente madura como para que hiciera falta usar métodos carcelarios con los dispositivos electrónicos.

Marta intentaba no tocar el tema, siempre un comentario de pasada, una broma para quitarle peso al asunto, pero Nerea podía ver el efecto que esto tenía en su amiga. No era solo presión por tener éxito en los estudios. Lo de Marta iba más allá.

—Recuérdame qué nota final has sacado en Educación Física, Marta —la madre.

—Un nueve con ocho.

—Un nueve con ocho. —repitió el padre, asintiendo, luego— ¿Es esa la nota más alta que se puede conseguir en Educación Física?

Marta miraba fijamente su cuenco de salmorejo y Nerea podía ver lágrimas en sus ojos.

—No sé, Nerea, respóndeme tú, que tu amiga se ha quedado muda. ¿Es un nueve con ocho la nota más alta que se puede sacar en Educación Física?

—Es la nota más alta de la clase, desde luego. Don Ildefonso se niega a poner dieces.

—Don Ildefonso se niega a poner dieces —repitió la madre en un suspiro.

—Eso, señorita, no tiene ningún sentido. Si un alumno trabaja consistentemente durante el curso, y se prepara de forma apropiada, y borda todas las pruebas y exámenes, ¿por qué se iba a negar don Ildefonso a ponerle un diez?

Nerea se encogió de hombros. No recordaba las razones que don Ildefonso había dado al principio del año cuando explicó que era imposible sacar un sobresaliente absoluto en su clase. Don Ildefonso era joven, prepotente y un poco gilipollas.

—¿No te da vergüenza perder una oportunidad así? —la madre.

Marta guardó silencio.

—¡Responde, Marta! —el padre, furioso— Me da igual que esté tu amiga delante, a tu madre le respondes cuando te hace una pregunta. ¡Y cuidadito con el tono!

Fue entonces cuando la abuela de Marta empezó a toser. Al principio una tosecilla leve, más con el pecho que con la garganta. La madre de Marta miró a su madre un momento y luego devolvió toda su atención y el fuego en sus ojos sobre su hija.

La abuela soltó un carraspeo que duró un poco más de lo normal y luego tosió con más fuerza, esta vez con la boca abierta, la lengua fuera. Nerea vio las encías desnudas de la vieja, vio la comida arrastrarse lenta en un bolo salivado que rodó desde la boca hacia el mantel.

—Mamá, ¿qué te pasa? Bebe agua, anda —la madre de Marta sonaba más molesta por la interrupción que preocupada por lo que fuera que estaba dificultando la respiración de su madre, como si la mujer lo estuviera haciendo a posta. Algo que pasaba demasiado a menudo como para darle más importancia.

Nerea observó cómo los ojos de la abuela de Marta se abrían de par en par y que ahora las manos de la vieja subían a su pecho, luego a su garganta, y se quedaban ahí, como queriendo aguantar algo, la boca abierta en una mueca de horror.

Tenía Nerea diez años cuando sus padres, aún juntos pero acercándose irremediablemente a un ruidoso divorcio, la llevaron con ellos a una comida en el cortijo de un compañero de trabajo de su padre.

Nerea recordaba ver desde el coche la finca brillando blanca en mitad de un campo lleno de olivos. Recordaba las montañas de la Sierra de Cádiz de un verde seco casi marrón contra un cielo tan azul que parecía imposible. Recordaba un grupo de niños correteando a través del portalón de la finca, inmersos en algún juego. Recordaba a su madre susurrándole que fuera con ellos. Recordaba a su padre, feliz como no lo era nunca en casa. Nerea recordaba el calor que hacía aquel día y el amargo KAS de limón que le dio un amigo de su padre porque era el único refresco frío que quedaba en la nevera. Recordaba el patio de atrás de la casa principal de la finca con su suelo de piedras irregulares que llevaba a donde empezaban los corrales y, más allá, hacia el campo. Recordaba a un gallo que se lanzaba contra la verja del corral agitando las alas cada vez que ella se acercaba. Recordaba que podía escuchar a un caballo relinchar nervioso en un establo que estaba cerrado. Recordaba a la perra que encontró a la sombra de un árbol.

—Es una pointer, una perrilla de caza mu apañá, pero se está haciendo vieja —le explicó alguien.

La perra tenía una pose tranquila. El cuerpo tumbado sobre la piedra fresca, el cuello erguido, la mirada fija en ella. Nerea quería acariciarla, pero tenía miedo. No sabía sí…

—No hace ná, mujé. La Kira es más buena que tó. ¿A que sí, Kira?

Automáticamente, la perra empezó a mover el rabo y echó las orejas hacia atrás. Nerea aprovechó que el hombre seguía allí para acercarse a Kira y acariciarle con delicadeza el lomo blanco con manchas marrones. La perra dobló el cuello y le lamió la mano, nerviosa, excitada. Nerea se rió, y pasó acariciarle la cabeza, y las orejas, y el hocico.

Nerea recorrió el cortijo con Kira pegada a sus talones. Al principio, Nerea había tenido que ir parándose cada pocos pasos para llamar a la perra, para que no se separara de ella, para que no la dejara sola en aquel circo de desconocidos que bebían y comían sin parar. Cada vez le costaba más trabajo encontrar a sus padres, estoa siempre en un grupo grande de gente, siempre riéndose de algo en el idioma desconocido de los adultos.

Kira aceptó los trozos de pan, las aceitunas, los chicharrones que Nerea le ofreció a escondidas. Los pedazos de grasa de la carne que encontraba en su comida y que se negaba a masticar. Kira engullía todo con ganas y movía el rabo agradecida.

Vencida por la modorra de una sobremesa demasiado caliente, Nerea siguió sus pasos de aquella mañana y buscó la sombra de los árboles dentro del patio de piedra donde estaban los corrales. Contenta de no ver a nadie por la zona, Nerea fue a recostarse contra el mismo árbol bajo el cual había encontrado a Kira unas cuantas horas antes.

La perra se sentó frente a ella y la miró como esperando más, más comida, más movimiento, pero pronto se aburrió y empezó a pasear por el patio con paso ágil. Nerea recordaba pensar que quizás, en el camino de vuelta, sacaría otra vez el tema de tener un perrito en casa. Era consciente de que su padre estaba completamente en contra de tener una mascota, pero no perdía nada por intentarlo una vez más. Su padre solía salir muy contento de encuentros como este. Tan contento que era su madre la que tenía que conducir el coche mientras que él reclinaba el asiento del copiloto y se quedaba dormido en cuestión de minutos. Quizás podría intentar convencerlo antes de que se durmiera. Quizás, si lo pillaba de buen humor…

Pensando en todo esto, adormilada, con la cabeza echada hacia atrás apoyada ligeramente en la corteza del árbol, Nerea percibió por el rabillo del ojo una pequeña sombra danzante que se movía a saltitos sobre el suelo de piedra. Queriendo saber qué era, Nerea se enderezó, abrió los ojos y vio que se trataba de un pequeño gorrión buscando comida en los huecos que quedaban entre las piedras del patio.

La alegría que le produjo a Nerea descubrir al pajarito fue rápidamente sustituida por un extraño estado de alerta. Kira permanecía agazapada unos pocos pasos por detrás del gorrión.

La expresión de la perra era de pura concentración, sus ojos fijos en el pájaro, sin pestañear, estudiándolo. Nerea notó que Kira tenía su pata delantera derecha levantada y recogida hacia dentro, casi tocando su pecho, y que su rabo formaba una línea paralela con el suelo, recto, tenso, vibrante.

Kira dio un paso adelante con la precisión y el cuidado digno de un gato, recogió hacia dentro la pata izquierda y se quedó muy quieta, en equilibrio, calculando. El rabo erguido, inmóvil en el aire.

Nerea estaba paralizada. Sabía lo que iba a ocurrir, aunque más tarde se intentaría convencer de que no había forma posible de que ella pudiera haber sabido lo que se estaba desarrollando ante sus ojos. Nunca antes había presenciado nada similar. No sabía que un perro pudiese adoptar semejante actitud. No quería creer que un animal como Kira escondiese tal grotesco instinto tras su carácter afable y juguetón.

Kira inició lentamente otro paso.

El gorrión dejó de rebuscar con su pico entre las piedras, levantó la cabeza y la inclinó hacia un lado, hacia el otro, desconfiado.

Kira saltó hacia delante y dejó caer sus patas delanteras con fuerza sobre el pequeño pájaro, que desapareció entre las garras primero, bajo el pecho de Kira después. La perra enterró el hocico en el suelo entre sus patas extendidas, el culo hacia arriba, el rabo moviéndose frenético en el aire.

Nerea pensó que la abuela de Marta abría y cerraba su boca sin dientes estirando el cuello, buscando el aire a bocanadas, de la misma forma en que Kira levantó la cabeza masticando el pequeño gorrión, el hocico apuntando al cielo, preparándose para facilitar el paso del animal hacia la garganta.

La abuela de Marta bajó sus manos con fuerza contra la mesa, haciendo vibrar los platos y cubiertos con el golpe. Luego soltó un grito ronco, ahogado, y dejó caer un puño sobre el cuenco de salmorejo que tenía delante. El contenido del cuenco saltó hacia ella y le manchó la ropa como la sangre del gorrión goteó desde el hocico de Kira formando una baba espumeante casi rosa que le cayó por el pecho y convirtió el bonito pelaje blanco de la perra en un babero sanguinolento de muerte.

El padre de Marta arrastró su silla hacia atrás, se puso en pie y luego se quedó sin ideas, paralizado, mirando a la vieja asfixiarse como si no hubiera nada que él pudiese hacer.

Nerea se dio cuenta de que Marta no paraba de llamar a su abuela, gritando una y otra vez desde su asiento abuela-abuela-abuela, las lágrimas ahora cayéndole por las mejillas.

La madre de Marta fue hacia su madre y empezó a darle palmadas en la espalda que sonaron huecas, golpes en una caja grande y vacía, mientras gritaba mamá-qué-te-pasa, mamá-qué-te-pasa como si no fuera obvio que la vieja se estaba asfixiando.

Kira luchó durante un rato con el gorrión en su boca y Nerea pudo escuchar los crujidos que salían del hocico de la perra con cada masticación.

La abuela de Marta no podía respirar y nadie sabía qué hacer.

Nerea había visto películas en las que la operación era tan sencilla como colocarse detrás de la persona que se estaba asfixiando y darle un abrazo en la zona alta del estómago, tras lo cual la persona afectada expulsaba con una fuerza absurda aquello que le estaba obstruyendo las vías respiratorias y, acto seguido, se giraba con lágrimas en los ojos entre los aplausos de los presentes para expresar una gratitud infinita hacia su salvador.

Nerea miró a la abuela de Marta y pensó que tan solo tenía que rodear la mesa, llegar hasta la vieja y practicar la operación que ella tenía en la cabeza.

Nerea arrastró su silla hacia atrás y casi se puso de pie. Entonces pensó que por qué creía ella que sabía mejor que nadie lo que había que hacer en una situación así. Los padres de Marta eran adultos. Más aún, ambos eran profesores universitarios con exitosas carreras a sus espaldas, libros y artículos de investigación publicados, invitaciones de honor a conferencias en el extranjero, una hija estudiando en Boston y otra camino de lo mismo con las notas más altas de la provincia, un chalé en Roche que pisaban una semana al año, la cabaña en la sierra de Grazalema para cuando nevaba, este apartamento enorme en la zona más cara de la ciudad.

Nerea se vio a sí misma yendo a socorrer a la vieja y la madre de Marta parándole los pies, diciéndole que qué se creía que estaba haciendo, ella, una estudiante mediocre que no llegaba ni a un siete de media. Una vecina de un barrio humilde que no sabía todavía si iba a estudiar una carrera o un ciclo formativo de grado medio, a estas alturas, con diecisiete años ya.

Nerea sintió que le ardía la cara de vergüenza solo de imaginarse la situación. Recordó a Kira escupiendo el gorrión masticado cubierto de sangre, irreconocible, una bola de muerte, huesos y plumas. Nerea recordó que Kira la miró moviendo el rabo y fue hacia ella con el mismo paso ligero y danzarín con el que la había seguido por el cortijo aquel día. Recordó que, en el camino de vuelta, el que condujo fue su padre. Recordó que no estaba de tan buen humor como ella había anticipado. Recordó que su madre tenía los ojos como si hubiera llorado. Recordó que desde entonces no había vuelto a pensar en tener a un perro en casa.

La abuela de Marta puso los ojos en blanco y su cuerpo se precipitó hacia atrás sobre la silla y hacia el suelo como si hubieran tirado de unas cuerdas atadas a su espalda. Marta gritó. La madre de Marta gritó. El padre de Marta se llevó una mano a la boca y repitió dios mío-dios mío de mi vida.

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