Brotó desde el vientre de una madre, ese arroyo de agua cristalina, como un rayo de sol recién nacido, inocente, resplandeciente, pura. Desde sus primeros años de vida era considerada una “muñeca de porcelana”. Para aquellos adultos tapizados en suciedad, el nacimiento de una niña tan inmaculada parecía un milagro, más aún en aquel pueblo pesquero a la orilla de la costa. Aquel pueblo de relojes antiguos, donde las manecillas marcaban el tiempo con la sabiduría de años pasados, mientras que los minutos de la juventud eran preciados y escasos, como joyas raras en un cofre ancestral. 
Entre el estridor de las marejadas y el tenue sonido de los zapatos de aquella muñeca que jugueteaba correteando a las gaviotas entre las casas del pueblo, se podían escuchar las carcajadas de los pescadores a la orilla del muelle. Estaban celebrando, desde hace más de 10 años que no tenían una cosecha tan contundente. Tal vez sí era un milagro. La pequeña los saludaba enérgicamente y ellos le agradecían por su simple existencia. 
Así, con cada año que cumplía la pequeña, como si la suerte los engullera de un bocado, el pueblo se volvía cada vez más rico, cada vez más grande, cada vez más pulcro. 
La muñequita cumplió 18 años y aprendió a nadar. En cada atardecer se le podía apreciar sumergirse entre las olas, sus cabellos dorados dibujaban destellos en las oscuras aguas y su piel blanca parecía cristalizarse con los pequeños rayos de luz que le acariciaban el cuerpo. Al observarla solo podían pensar una cosa; ahora el mar está bendecido.
Y así el pueblo se volvió más grande, más rico, más pulcro. Pero ya no era un pueblo; era una gran ciudad con una costa privilegiada. Era una ciudad con turistas que solo querían pisar esa tierra tan grande, tan rica, tan pulcra. 
Y así la muñeca cumplió 30 años, 40 años, 50 años, 60 años. Y mientras más años cumplía, el pueblo se volvía más inmundo, más miserable, más escaso. 
La muñeca murió y el pueblo murió con ella. Les dio abundancia, les dio riquezas, y poco a poco se las quitó; 
Porque era hija del mar y el mar es celoso. 
Tan celoso que se comió los barcos,
El muelle, 
Las casas, 
La tierra,
Y ese pequeño pueblito pesquero a la orilla de la costa, desapareció sin dejar huella.

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