A contracorriente

               A contracorriente 

Nos acercamos a la orilla hablando y riendo, con la despreocupación propia de una adolescencia feliz y sin problemas, disfrutando la vida y la ociosidad de las vacaciones. Era aún la época en la que los veranos parecían interminables y eternos, y en los que al final una especie de melancolía y aburrimiento nos hacía desear volver al colegio y a la rutina de las clases.

Llevábamos ya un buen rato en la playa, tumbadas al sol como lagartijas, hasta que, acaloradas, decidimos darnos un baño y nadar un poco.

El agua estaba buena, como sólo a los del norte nos puede parecer el agua fría del Cantábrico. Había bastante resaca y las olas blancas y espumosas, de esas que te revuelcan y te ponen cabeza abajo, no nos dejaban nadar a gusto, así que medio nadando medio buceando atravesamos el muro de olas hasta el otro lado, donde el mar estaba más en calma y donde se podía nadar y disfrutar del baño. Nos reíamos y hablábamos de nuestras cosas mientras flotábamos mirando hacia la playa, con sus toldos a rayas y las sombrillas de colores. Miré a toda aquella gente chapoteando en la orilla, a los que paseaban mojándose sólo los pies, a los niños con su pala y su cubo, y, más allá, a los que tumbados sobre las toallas se tostaban al sol, y los sentí tan lejanos y ajenos a mí, tan pequeños en la distancia, que en comparación yo, nosotras, éramos como gigantes, titanes inmortales, y me sentí fuerte y poderosa. ¡Ay, la arrogancia de la juventud!

El frío y los dedos arrugados nos dijeron que era el momento de volver. Todas éramos buenas nadadoras, yo incluso había ganado alguna que otra medalla en las competiciones de natación que mi club organizaba todos los veranos, así que unas cuantas olas no serían ningún problema, pero nos equivocamos. Pronto comprendí que volver a la playa no iba a ser tan fácil. La resaca nos impedía avanzar, y atravesar el muro de olas de vuelta a la orilla era complicado. Las charlas y las risas dieron paso a un silencio preocupado, concentradas como estábamos en nadar y alcanzar la orilla.

Nadaba y nadaba, pero la playa parecía cada vez más lejos. Nadaba y nadaba, y la orilla, aquella a la que sólo un rato antes había mirado casi con desdén y soberbia, se convirtió en el paraíso anhelado, en la única meta.

Los músculos agotados luchaban por levantar unos brazos que empezaban a parecer de plomo, y el esfuerzo de mover las piernas empezaba a pasar factura. Me olvidé de mis amigas y de lo que me rodeaba. Nadaba como en trance, a ciegas, y cuando levantaba la cabeza era sólo para comprobar que la playa seguía allí, esperando, paciente, a que la alcanzase.

Sabía que había logrado avanzar unos metros y ese pensamiento me dio fuerzas para seguir. Miré en dirección a la playa, pero ya no era una playa, era un batiburrillo de colores, sin forma, como un puzzle abstracto e indescifrable, y de repente, en medio de ese caos de color, una mancha rosa destacó entre todas las demás. Era una sombrilla de un rosa fucsia tan brillante que casi parecía luminoso, como un faro que señalaba la tierra firme, y decidí tomarla como referencia.

De pronto, y sin saber cómo, me encontré bajo el agua. Una ola me había engullido y me había arrastrado al fondo. Intenté alcanzar la superficie, pero ya no sabía dónde estaba, había perdido toda referencia, y cuando por fin logré sacar la cabeza y respirar, y mientras intentaba recomponerme y evitar que otra ola me atrapase, volví a ver la mancha rosa, allí, al fondo, por encima de la espuma, indicándome el camino.

Respiré hondo y sacando fuerzas de donde ya no quedaban, volví a nadar. El cansancio me traía pensamientos extraños, y recuerdo pensar en lo absurdo de morir a pocos metros de la orilla, frente a una playa tan familiar y conocida, como si fuese un turista de tierra adentro, imprudente y confiado, y me rebelé ante esa idea que se me antojaba ridícula e imposible. Cada brazada a través de las olas y cada patada desesperada me acercaban más a la orilla , y cuando sentía que las fuerzas me abandonaban, buscaba con la mirada la sombrilla rosa, que cada vez estaba más cerca, y con cada brazada la mancha fucsia se volvía más y más nítida, la sombrilla cada vez más grande y cercana, hasta que, al fin, mis pies tocaron la arena, y casi arrastrándome, como los náufragos de las películas, llegué a la playa. Sentada en la orilla y rebozada de arena busqué con la mirada a mis amigas, que, una a una iban llegando, y así nos quedamos un rato, recuperándonos del susto, mientras las olas nos traían algas y alguna que otra bolsa de plástico que abandonaban a nuestros pies, a modo de ofrenda, o de burla, quien sabe.

Los paseantes seguían paseando, y los niños seguían jugando, y mientras en silencio volvíamos a nuestras toallas sorteando sombrillas y personas dormitando al sol, busqué con los ojos la sombrilla rosa, pero no la encontré, y me dio igual, porque ya no la necesitaba.

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