Hace ya tiempo que no veo a mi hermana. La última vez estuve en su casa, sentada en un taburete, la espalda pegada a la pared, al lado de una mesa plegable. En la pequeña cocina apenas había espacio para las dos. Pero como Irene siempre ha sido tan organizada, todo lo tenía a mano y en orden. Estaba preparando la comida, unos macarrones con carne, me dijo. Me invitó a quedarme. Yo le dije que tenía cosas que hacer. Nunca quedamos, se quejó, ya no vienes a visitarme. Estaba pelando y picando tomates para la salsa, porque ella no podía abrir una lata de tomate triturado como todo el mundo. Mi hermana estaba tan delgada como siempre. El pelo moreno y liso recogido en una coleta, llevaba un chándal y el mandil.
-Ya no te arreglas. Deberías cuidarte el pelo, con lo bonito que lo tienes –le dije.
-¿No querrás que vaya de tiros largos para hacer de comer?
De los hermanos, era la que más se parecía a mi madre, con esos ojos negros un poco separados. La más guapa. Antes le brillaban los ojos cada vez que sonreía. Eso se acabó. Desde que pasó aquello de lo que no hablamos sus ojos parecían siempre tristes. Ya ha echado en la olla la cebolla, la carne y los tomates. De vez en cuando se asomaba a la ventana que daba a la plaza de la comunidad, cerrada por una verja, para echar un ojo a su hijo Carlos que jugaba con otros niños.
-¿Recuerdas cuando jugábamos en el descampado que había detrás de casa? pregunté.
Se sentó frente a mí. Tenía muchos sueños de niña, quería ser médico y estudiaba mucho. Podría haber conseguido becas. Al final lo dejó todo, por aquello que pasó. Lo más que hizo fue ser cajera de supermercado y después se casó con Carlos. Me contó que todo iba bien. Le pregunté por Elena, su amiga de siempre. Dijo que se llevaba fatal con su marido y que a su madre le diagnosticaron Alzheimer.
-¿Sabes? Ya no tengo amigos y los que quedan son más amigos de Carlos que míos.
Él tiene tiempo para todo, para trabajar y divertirse, apenas para en casa. En cambio, Irene no sale de casa, si no es para llevar y traer a su hijo del colegio o para ir a comprar. Le pregunté si ha hablado últimamente con papá, ella movió la cabeza negando. Se volvió a acercar a la ventana para echar un vistazo.
-¡No te asomes más! No va a ir a ninguna parte.
Parecía cansada. Para no trabajar y ocuparse sólo de la casa y del niño parecía que cargaba con todo el peso del mundo. La verdad, no teníamos casi nada que decirnos, ella con su vida y yo con la mía. Y del pasado tampoco hablamos nunca. No quiere hablar. Siempre ha preferido olvidar y callar. Cuando he intentado sacar el tema ella cambia de conversación. Así que hablábamos de naderías, cotilleos, tele. Debía estar nerviosa porque se acercó de nuevo a la ventana.
-¡Déjalo ya! No le va a pasar nada. No es Rafa –le dije molesta. No sé por qué dije eso. No sé por qué me sentía incómoda. Me arrepentí enseguida. Esas cosas que no se piensan porque si se piensan no se dicen. Me lanzó una mirada dura y fría. Se levantó, me dio la espalda, se puso a remover lo que tenía en la olla. Se encerró en su silencio. Yo ya no podía decir nada más.
A mi hermano Rafa mi padre le castigó y le prohibió salir en moto; siempre hacia el tonto, un día le iba a pasar algo. Un día que quería ver a su novia insistió tanto que convenció a mi hermana para que le ayudara a que mi padre no se enterara. No volvió. De eso no hablamos. No sé. Me fui. No la he visto más.
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