LA MUJER SECRETA

La casa era como la mayoría de las que las familias de abolengo tenían el gusto de poseer, pero más imponente y antigua.

Algo apartada del resto por un bosquecillo de castaños y moreras, se asomaba de pronto, misteriosa, al final de un camino solo transitado por quienes traían los víveres de la cercana ciudad y por los ocasionales jinetes que lo recorrían al galope hasta el agreste acantilado en los campos del sur.

La casa albergaba la sexta generación de inquilinos, el último de los cuales era un niño de apenas cuatro años, casi huérfano de madre y padre, entregado al cuidado de una niñera diligente.

El padre había incrementado la fortuna de la familia estableciendo una próspera ruta comercial con las Indias occidentales y orientales, Australia y la Polinesia. Como capitán de un buque mercante estaba obligado a pasar largos periodos en el mar y a hacer escala en puertos remotos. Su gusto por las piezas raras y objetos extravagantes le había animado a traer en cada viaje las más exquisitas porcelanas y sedas, así como muebles de intrincados dibujos y tapices.

Con el tiempo la casa había perdido su aspecto gris, adornada por los cuadros de las paredes, los cortinajes, los aparadores de finas vajillas de Limoges, Capodimonte o Meissner, los preciosos muebles lacados y miniaturas traídos de la lejana China, y las alfombras y pieles de tigre de la India, que descansaban tendidas en los grandes salones y al pie de las chimeneas.

Siendo el capitán un hombre aventurero, de sus negocios en tierra se ocupaba un joven sobrino, único hijo de su hermana mayor que también vivía en la casa bajo la férrea supervisión de la matriarca de la familia.

Era ésta una dama austera que ya rondaba los sesenta y ocho años pero cuya autoridad había sido y era indiscutible. De origen noble había traído a su matrimonio una sustanciosa dote, extensas propiedades y aquella casa heredada de su abuelo materno y en la que ella misma había vivido toda su infancia.

El aspecto ordenado y brillante de las estancias corría a cargo de un buen número de sirvientas que a diario limpiaban con cera y aceite de trementina los lujosos muebles y la balaustrada de la majestuosa escalinata que llevaba a las dos alas de la mansión.

Desde el primer piso continuaba hasta el ático una escalera más estrecha donde dos torres circulares en sendas estancias ofrecían un panorama completo del bosquecillo, los campos y el mar en la lejanía.

Era allí donde vivía desde hacía casi cinco años la mujer extranjera, atendida en sus necesidades por una sirvienta traída del campo.

En el periodo de tiempo transcurrido desde su llegada había conseguido aprender la lengua del país gracias al lenguaje poco refinado de su criada, única persona con la que tenía contacto.

Solo en dos ocasiones se había visto cara a cara con la dueña de la casa. Suficientes para darse cuenta de la manifiesta hostilidad que ésta le profesaba.

La primera vez había sido la noche en que su hijo vino al mundo. La dama de porte altivo entró a la habitación en compañía de su ama de llaves, pero ni siquiera la miró.

—Tiene un gran parecido con mi hijo Edward, la misma nariz, ojos azules y piel clara. Gracias a Dios — dijo como único comentario al ver al bebé que estaba en brazos de la partera— Cuiden de que mi nieto esté bien atendido.

La segunda vez que se encontraron su hijo ya tenía dos años. La mujer extranjera, incapaz de adaptarse a las rígidas costumbres y eventos sociales de la casa, se había replegado a las torres del ático, ignorada por todos y alejada a la fuerza de su hijo.

Sin el apoyo del marino mercante al que había seguido sin vacilar, la melancolía se había adueñado de ella y deseaba volver a sus playas de los Mares del Sur, a los colores y olores vibrantes, a la vida que se derramaba a borbotones. Quería huir del frío y la humedad, de los inviernos largos y brumosos. Quería mostrarle a su hijo aquella clase de vida en la que ella tan feliz había sido, corriendo descalza por los muelles donde con diecisiete años había encontrado por vez primera al hombre causante de su desdicha.

El marino mercante había sido incapaz de resistirse a la perfección de su piel aceitunada, a la larga melena negro azabache, a su cuerpo envuelto con pareos multicolores, a los tobillos y brazos adornados con brazaletes de coral.

Era un coleccionista de piezas únicas. Ella fue una más en su colección. Y cuando tres meses después partió de regreso la muchacha, que ya estaba encinta, lo acompañó. Él le buscó un lugar en la vieja casa entre tanto objeto exótico y pasado un tiempo y algunos viajes, la olvidó.

La dama vieja la recibió aquella segunda vez, sentada en un sillón alto con reposabrazos, como una reina. Sus ojillos de un azul acerado la miraron sin compasión alguna.

—Claro que te puedes marchar si lo deseas. Faltaría más, no eres una prisionera. Pero el niño es otra cosa. Lleva nuestro apellido y nuestra sangre y es mi nieto. Se quedará aquí para recibir una educación acorde a su rango.

Ninguna madre dejaría atrás al hijo que quiere. La mujer extranjera regresó de nuevo a las torres, derrotada, con la débil esperanza de que con el regreso del marino mercante las cosas iban a cambiar.

Él llegó a comienzos del otoño, cargado de regalos para el hijo que aún no conocía, y fruslerías para otros miembros de la casa.

La mujer extranjera lo esperaba. Lo esperó durante dos días, hasta que él por fin apareció. Se encontró con un hombre caballeroso, pero frío, que se quedó de pie en la pequeña salita sin mirarla a los ojos, mientras le ofrecía los granos de café que había traído de lejanas tierras para ella. Una pequeña cortesía, si, pero nada del amor que había esperado.

Él vio a una joven que había sido hermosa, pálida y marchita lejos del calor del trópico, con una tos persistente que parecía abrasarle el pecho. Una flor arrancada de raíz que moría lentamente. No pudo disimular que se sentía culpable. Culpable de su engaño envuelto con palabras dulces, de su falta de escrúpulos al no ofrecerle la seguridad de un matrimonio, de obligarla a vivir con vergüenza, despreciada por todos.

Deseando compensar su falta, mandó venir a renombrados paisajistas con el encargo de crear para ella el más hermoso de los jardines flotantes, con cascadas y fuentes, con templetes y laberintos, con plantas aromáticas y arbustos de flores que se descolgaban temerarios desde las altas terrazas al sol. Durante años, los esforzados jardineros trabajaron para crear diseños atrevidos, como filigranas hechas con plantas y césped.

A la vez que el jardín crecía, también crecían las ganas de vivir de la mujer de las torres. En las tardes de primavera y verano salía a recorrer los senderos bordeados de flores, subía las escalinatas, se sentaba a admirar el brillo lejano del mar, escuchaba el canto de los pájaros. Las mariposas la acompañaban posándose en su túnica de colores mientras ella bailaba para los espíritus de la naturaleza una danza tahitiana aprendida de su madre y de su abuela, tan antigua como poderosa.

Decidió bautizarse a sí misma con un segundo nombre, Mahuru, Diosa de la primavera, para acompañar al recibido de su padre, Inas, la mujer de la luna.

Porque ahora sentía que había recobrado el poder de la esencia femenina, la fuerza primitiva de sus antepasados y su propia capacidad de decidir libremente, tal como era tradición en las mujeres de su tribu.

Arrancó del marino la promesa de que nadie excepto su hijo y un viejo jardinero francés tendrían el privilegio de pasear por aquellos jardines que ahora eran su propio reino.

A partir de aquél día recibió las visitas de su hijo que aprendió de ella canciones y danzas y un idioma que la distancia casi había borrado.

Poco después el capitán se casó, tuvo dos hijas, abandonó los viajes por mar para llevar una existencia sosegada y asumió las tareas propias del señor de la casa y sus negocios. Una única vez acudió a las torres con el deseo de curar la infelicidad de su matrimonio retomando su romance de juventud. Solo encontró rechazo y con él llegó el olvido.

Años más tarde ya como dueño de la principal Compañía Naviera del país ordenó la construcción del mayor de sus buques, el orgullo de su flota mercante, el que iba a realizar las travesías más peligrosas y desconocidas en busca de recónditos puertos y grandes tesoros.

Todos esperaban que diese al barco el nombre de su esposa.

Fue una sorpresa cuando en la botadura, el hijo nacido fuera del matrimonio, que aquél año había alcanzado la mayoría de edad, propuso bautizar a la nave con el nombre de La mujer secreta. Nadie excepto su padre comprendió por qué, ni a quién representaba la figura de mujer del mascarón de proa.

Nadie recordaba ya a la extranjera de piel oscura salvo la criada que la había cuidado durante años, y la cocinera que preparaba sus extrañas comidas.

Para el resto de habitantes de la casa su desaparición pasó inadvertida tras el primer viaje de La mujer secreta y la historia de su vida acabó siendo una curiosidad para contar en las noches de invierno.

Poco después se supo que, para tristeza del señor de la casa, su único hijo varón había partido en el mismo buque dejando una carta de despedida donde renunciaba a su apellido y tomaba bajo su mando y como única herencia la nave mercante La mujer secreta. Fue la única nave de la Compañía que nunca hizo escala en los muelles del puerto donde había sido construída.

En un anexo detrás de la gran casa, la mujer extranjera había mandado construir años atrás un pequeño invernadero. A resguardo del frío aún crecían los arbustos de tiaré con sus flores blancas de delicado aroma a jazmín. Aquellas que durante años habían adornado su cabello oscuro, posadas con gracia detrás de la oreja izquierda, como correspondía a toda mujer libre que no era casada, allá en las tierras bañadas por los Mares del Sur.

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