Sin Luz ni Esperanza
Juan Pacheco vivió sin ilusiones, en un mundo donde los sueños se desgarran y las promesas son cuchillos que vuelven a clavarse. Trabajaba en el aserradero del pueblo, rodeado de madera partida y el olor a aserrín que se metía en los huesos. Era un hombre silencioso, un espectro que cargaba con su rutina como un castigo sin fin.
Nunca hubo esposa, ni hijos, ni risas que llenaran su apartamento diminuto y gris. Las noches eran frías y largas, atravesadas por el eco de una soledad tan profunda que parecía física. Juan no esperaba milagros, porque ya había aprendido que la vida no concede nada sin arrancarte un pedazo antes.
En ese entorno carente de calidez, encontró a un gato herido al borde del camino. Lo recogió sin esperanza, solo por un impulso automático de no dejar que otra criatura se ahogara en el abandono. Lo llamó Esperanza, un nombre irónico que no escondía más que la burla de un hombre que sabía que la compañía no curaría su vacío.
El gato trajo momentos de distracción, algo de ruido en el silencio abismal, pero nunca tocó el abismo que era su corazón. Cada día seguía siendo una batalla contra la oscuridad interna, sin luz al final del túnel, sin ningún dios a quien culpar o agradecer.
Los compañeros del aserradero se burlaban de él, llamaban loco a su insistente soledad, apostaban a que el tiempo acabaría con cualquier resquicio de su “locura” por querer algo mejor. Juan nunca respondió, porque ya había aprendido que los labios cerrados conservan el poco orgullo que queda cuando la esperanza muere.
Una tarde, al salir de la iglesia del pueblo —una rutina vacía que hacía por costumbre social más que por fe— encontró a un niño perdido, llorando en la puerta. No hubo compasión divina en sus actos, solo una decisión fría: el niño era un ser frágil en un mundo brutal, igual que él.
Tomó su mano y caminaron sin palabras por el pueblo, buscando a la madre. El niño se aferró a él, buscando seguridad que Juan sabía inexistente. Cuando finalmente apareció la madre, con lágrimas y agradecimientos, Juan sintió una punzada que no era esperanza, sino la corrosiva amargura de la ausencia. Ese instante mostró el sueño que nunca tendría: una familia, un vínculo, una razón para seguir. Pero era solo un espejismo cruel.
La noche volvió, y con ella el frío que calaba los huesos. Juan se sentó en su apartamento, mirando a Esperanza jugar con una sombra en la pared. La soledad era un monstruo silencioso que se tragaba los días. No había futuro, no había redención ni recompensa. Solo el eco vacío de un hombre que sobrevivía a pesar de todo.
Pasaron los años. Juan envejeció, las arrugas tallaron su rostro y la esperanza se convirtió en una palabra muerta. Los sueños que tuvo en la juventud quedaron enterrados bajo capas de resignación y cinismo. El mundo no tenía lugar para él, y él no tenía lugar para el mundo.
Murió solo, sin una mano que lo sostuviera, sin una voz que susurrara su nombre con cariño. Su cuerpo fue encontrado por vecinos que apenas lo recordaban, y la noticia pasó sin mayor conmoción. No hubo lágrimas ni homenajes grandilocuentes. Solo el silencio, ese mismo que había acompañado su vida.
No hay justicia, ni consuelo, ni destino predeterminado. La fe es una prisión inventada para los que no soportan mirar el vacío cara a cara. La única verdad es la oscuridad que nos rodea y que nos devora lentamente. Los sueños no se cumplen porque nadie está escuchando, ni cuidando, ni esperando. Sólo queda la aceptación brutal de que en este mundo frío, no hay lugar para los que creen en milagros.
Juan Pacheco no necesitó creer en Dios, porque entendió la única ley que gobierna: la crueldad del abandono, la soledad sin consuelo, el destino sin luz. Eso es todo lo que hay.
FIN
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