Junto a un montón de cosas inútiles, en medio de la oscuridad y de la frescura del cuarto, vive. Un objeto a medio construir. Incomprensible, contrahecho, feo. No nacido. Acostumbrado a la penumbra de la habitación, la luz, para él, es un hecho extraordinario que viene a perturbarle una eternidad de silencio.

Pudo ser un instrumento, una herramienta, un mueble. Pudo ser un poema. Iba a ser un violín, una pala, una cuna de bebé. Lo esencial es que no fue. Se quedó a medio camino, en un amasijo de cuerdas y madera, de hierros retorcidos, de signos ilegibles. El murmullo de un loco.

En el desorden de cosas no acabadas, medio hechas, en un carnaval de alienación y sinsentido, de residuos, de excedentes, el azar nos presentó. Fue como haber levantado una piedra que había permanecido inmóvil por siglos, enloqueciendo de terror a un mundo subterráneo de humedad, de moho, de gusanos. Él, orgulloso y erecto, me mira. Qué hago yo profanando esta tumba.

Dejo las cosas como están. Apago la luz. Alguien me pregunta si encontré lo que buscaba. Digo que no, y que no importa.

El recuerdo, iluminado e inútil como otro más de aquellos objetos absurdos, viene hoy a mi mente a causa de no sé qué luz que se enciende en mi memoria.

El ambiente determina el pensamiento, solo que en vez de hacérmelas en aquel momento a las preguntas me las hago ahora. Si el olvido alcanzará, más tarde o más temprano, a todo lo nacido, cuánto más olvido necesita un no nacido. Y cuál, en el final, será la diferencia.

A la casa la derribaron hace mucho. Qué habrá sido de aquel cuarto de cambalaches, qué habrá sido de aquel objeto que no puedo nombrar, que apenas puedo pensar porque nunca tuvo nombre, ni forma, ni sentido.

Fue la vez que me di cuenta de que yo era yo, y de que estaba en el mundo.

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