De garrotes y panes con cacahuete

De garrotes y panes con cacahuete

Hoy las mujeres necesitan tomar el poder… están en ello, pero no hace mucho, en la España de los cincuenta, se las trataba como a ciudadanas de segunda. Esta es la historia real de Estrella Vidal. Mi narración comienza justo en el instante en el que estaba siendo juzgada… sola, desamparada… O eso parecía, porque al final, nada era conforme aparentaba ser…

—Entonces, señorita, admite que elaboró ese pan, ¿cierto? —preguntó el funcionario de la acusación con prepotencia.

—Sí, señor fiscal, lo hice—le contestó la muchacha agachando la cabeza.

—E insiste en que en la noche de autos usted puso los ingredientes que la víctima le pidió. ¿Seguro que no añadió de forma deliberada polvo de cacahuetes?

—¿Qué es «deliberada»?

—¡Ay, por Dios!… Corrijo… ¿Seguro que no añadió aposta polvo de cacahuetes?

—Sí, señor, lo juro. Puse en la masa lo que él me pidió. Don Ian hablaba bien el español, aunque se liaba con algunas palabras. Luego, está lo del error…

—¡Cíñase a contestar mis preguntas!…

—¿Qué es «cíñase»?

—¡Dios, dame paciencia! Significa, que conteste solo a lo que le pregunto… Usted declaró hace un rato que él mencionó la palabra «hazelnut» y que usted, al igual que otros incultos andaluces, confunden los cacahuetes con las avellanas. No obstante, usted habla inglés, ¿verdad?

—Un poco, él me enseñó. Fue mi profesor en casi todo. Sé que peanut es cacahuete y que hazelnut es avellana. Pero, señor, no tengo estudios. Para mí es lo mismo una avellana que un maní.

—¡Ya! El primero es una gramínea y la segunda un fruto seco. ¿No le enseñaron la diferencia en el colegio?

—Señor, ya le dije que todo lo que sé me lo enseñó don Ian. Soy pobre, mujer, y no pisé la escuela… Soy una ignorante.

—Y no solo es inculta, también es una descerebrada, al renunciar a un abogado que la represente.

—Es que no tengo posibles para pagármelo. Y uno de esos, ¿cómo se dice?… de oficio… no me defendería con ganas sin dinero de por medio. Pero yo soy inocente.

— Estrella, quédele claro que su señoría, el juez aquí presente, no tendrá compasión. Juzgará los hechos, y los hechos dicen que usted miente, que esa noche envenenó con cacahuetes a la víctima. No fue un accidente.

Estrella contrajo sus facciones mostrando frustración.

—Nací y me crie en esa mansión. Ian era como mi padre… Ahora, me quedaré sin hogar. No cocinaré, ni limpiaré esa casa. ¿Qué he sacado con su muerte? ¿Por qué querría matarlo? Mi madre siempre estuvo muy agradecida.

—¡Estrella, no nos da lástima!… En definitiva, concluyendo… ¿Se reafirma en que desconocía la terrible alergia que el Señor Brown padecía?

—¿Qué significa «reafirma»?

—¡Por Dios!… Qué si sigue diciendo que desconocía lo de la alergia del cónsul.

—Juro que no tenía ni idea.

—Su señoría, que conste en acta que la imputada declara esto a pesar de haber convivido con la víctima durante veinte años.

—Señoría, ¡Tenga compasión de mí! —la muchacha se dirigió al juez—. Estoy sola y no hay testigos. Desde que murió mi madre, compartí ese palacio con él. Don Ian era viudo y sin hijos. Jamás me contó lo de su enfermedad, o si lo hizo, no me enteré bien… soy muy tonta… soy un desastre. Él siempre me decía lo que tenía que poner en las comidas. ¡Le juro por la Biblia, señoría, que no miento!

—¡Señorita Vidal! ¡Cómo osa dirigirse al juez!… Señoría, con la venia, por mi parte, no hay más preguntas. Creo que ha quedado claro que esta irreverente jovencita es una asesina despiadada.

Si os estáis preguntando por la suerte que corrió nuestra protagonista, os informo de que eran malos tiempos para las mujeres pobres de aquella España. No obstante, Estrella Vidal escapó al garrote vil, la tétrica máquina a través de la cual, cuando el verdugo giraba la manivela, el tornillo le partía el cuello al desgraciado o desgraciada de turno. Sí, Estrella hizo honor a su nombre, quedando absuelta de todos los cargos. No solo eso, también hizo honor a su apellido, porque, desde ese momento, comenzaría para ella una nueva vida…

Ya está libre, sin ataduras. Pasea por la calle Larios y mira al cielo… Allá, en los ondulados perfiles de las nubes blancas de Málaga, se imagina que está con su madre. La ve fregando, planchando, cocinando…, siempre la ve triste. Cuando su mentón apunta de nuevo al suelo, ignora el bullicio de las tascas del mediodía malagueño, y solo atina a oír esos asquerosos jadeos: los que noche tras noche escuchaba cuando, siendo solo una niña, se levantaba desvelada y apoyaba la oreja en el marco de la puerta del dormitorio del señor Brown.

Echa a andar de nuevo y se cruza con una pareja de «la Benemérita». Es como si el destino quisiera recordarle aquella tarde en la que la Guardia Civil le comunicó al cónsul que habían hallado a la criada, a su madre, ahogada en el puerto. Ese día, no solo se quedó huérfana, también fue el día en el que empezó a cumplir su penitencia, porque aquel sesentón inglés no aguardaría a pasar el duelo ni veinticuatro horas. Ella tuvo que entregarle esa misma madrugada su pubis sin vello y sus pechos sin senos, por más que aún no le hubiese bajado su primera regla…

Estrella regresa al presente que le ha tocado vivir, donde sigue siendo una donnadie. Se sienta en un banco y mira al embaldosado. Esos dibujos se convierten en aquella cocina, la cocina del crimen. Acaba rememorando la noche de autos, e ipso facto, en su cara se dibuja una sonrisa…

—Estrellita, ¿harías pan para mí? Me encanta ver cómo amasas la harina. Échale avellanas, o almendras, que te sale muy rico cuando le añades frutos secos —le decía ardiendo en deseo el bueno de Ian.

—¿Hazelnuts o peanuts? —preguntaba ella haciéndose la tonta.

—¡Hazelnuts!, por supuesto. Ni se te ocurra ponerle peanuts. Ya sabes que podría morirme si tomo cacahuetes.

Estrellita se sentó con su vestido floreado. Separó al igual que en otras ocasiones un palmo sus dulces y blancas piernas, e Ian se puso tras ella. Aquel hombre la contempló primero, mientras la muchacha echaba agua y espolvoreaba con más harina esa masa repleta de minúsculos trocitos de cacahuetes. Movía de manera sensual, pero con firmeza, sus manos, y entonces, el viejo comenzó a tocarla. A ella no le importó, estaba acostumbrada, por lo que continuó con la tarea ajena al manoseo. Sabía que ese sería el último incesto de ese malnacido…

María Estrella no siente culpa por lo que hizo. Lo volvería a hacer mil veces si hiciera falta. Se levanta y reinicia la marcha, hasta que se detiene delante del escaparate de esa pastelería, y mirando el expositor comienza a salivar. Echa mano del bolso y cuenta las monedas…

«Veinte pesetas tengo, veinte años me contemplan».

No tiene dinero, tampoco ha vivido casi. Dos alicientes que la animan a empezar de cero.

—Por favor, deme ese pastel. ¿Qué tiene por encima? ¿No será polvo de cacahuetes? Si es así, no me lo ponga, sírvame el de chocolate. Es que soy alérgica a los cacahuetes.



URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS