En el crisol del etnocidio, se forja la fe dogmatizada, en la historia escrita con sangre y fuego.
La brújula moral de los esclavizados, ciega y obediente, absuelve la negligencia, mientras la cultura es usurpada.
El altar se reinventa, la doctrina se democratiza, es un espectáculo para todos.

El viejo maestro, calibra e instruye, mientras la otra mejilla es golpeada por la mano de la injusticia.
La conformidad y la sumisión, esos reyes sin corona, reinan en este reino de sombras.
El limbo es un mar de náuseas, sofocante e interminable.
La trinidad y el propósito, como un opresor y su prisionero, enredados en una danza de sombras.

El miedo y la culpa, esos hilos invisibles, tejen su tapiz.
La liturgia, como una araña, teje su red, mientras la santidad se proclama.
Las promesas, como hojas al viento, se convierten en amenazas.

Un eco de risa macabra resuena en las noches silenciosas.
En la mesa de la abundancia, el pan y el vino son negados.
Se otorga el perdón a los verdugos, la más cruel de las ironías.
Mientras los santos del pueblo, como estrellas fugaces, se desvanecen en el olvido.

El pastor mártir descansa en el lecho de la eternidad.
La fe es crucificada en el altar de la institución, un sacrificio sin redención.
La sangre de mi tierra clama, un lamento perpetuado,
y aún se habla de la cristiandad, un eco del silencio.

El feligrés desolado, un apóstol sin Dios, un barco sin puerto.
Entre vicarios e igualdad, entre teocracia y libertad, un laberinto sin final.
«¡Dios ha muerto!» El grito aún resuena, un rugido en el viento.

El Edén fue una ilusión, un sueño efímero.
El juego se rediseña, la razón se eleva, como un faro en la oscuridad.
El altar se reinventa, la doctrina se recicla, un ciclo continuo.
La verdad se re-dogmatiza, el sistema irracional persiste.
El engaño se perpetua, un fuego que nunca se apaga.

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