«En los límites del universo conocido, una puerta hacia dimensiones prohibidas se abre lentamente, liberando un horror indescriptible que desgarra la realidad. El Necronomicón, el libro de los muertos, susurra sus secretos macabros, convocando a entidades ancestrales sedientas de destrucción.» (Referencia a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft)

«Dios, ¿en qué me he convertido?», susurré con horror mientras contemplaba mi reflejo distorsionado en un charco de líquido morado en el suelo. Desde una silla majestuosa y melancólica, alcé la mirada y me encontré con una hueste de seres grotescos que parecían haber emergido de las profundidades mismas del abismo. Cada uno de ellos, un espécimen de pesadilla, portaba una apariencia aterradora y abominable.

Entre las filas de la legión infernal, algunos presentaban cuerpos delgados y estilizados, pero sus rasgos refinados eran eclipsados por una vileza inimaginable. Sus extremidades parecían fusionarse con huesos de color negro y rojo, serpenteando debajo de una piel translúcida y enfermiza. Un aura maligna los envolvía, y sus ojos, resplandecientes de fuego demoníaco, destilaban malicia y sed de destrucción.

Otros seres, en cambio, exhibían cuerpos fornidos y musculosos, sus contornos tensos revelando una fuerza inhumana. Con cada movimiento, sus músculos se retorcían y ondulaban de forma grotesca, como si fueran marionetas impulsadas por la magia negra. Pelos erizados cubrían sus espaldas, y sus mandíbulas, fuertes y poderosas, emanaban una ferocidad implacable.

En el oscuro ejército, también había entidades que desafiaban cualquier descripción coherente. Sus rostros parecían haber sido arrebatados por el viento de la locura, dejando tras de sí una carencia de facciones reconocibles. Eran figuras fantasmagóricas, con cuerpos que se desvanecían en un remolino de sombras y niebla. Sus presencias evocadoras de pesadillas se materializaban como espejismos, disipándose en el aire antes de que la mente pudiera comprender su verdadera forma.

Pero la legión no se detenía en estos horrores conocidos. Nuevas criaturas surgían de las profundidades de la condenación, cada una más monstruosa que la anterior. Demonios con garras en llamas danzaban entre las filas, dejando estelas de fuego y destrucción a su paso. Bestias con cuerpos serpenteantes y escamas relucientes se deslizaban por el suelo, listas para atrapar a cualquier infortunado en sus fauces venenosas.

En el corazón de este cortejo infernal, sentí cómo las miradas de las criaturas malévolas se postraban sobre mí. El temor, el respeto y la devoción hacia mi presencia inundaban el aire, como una danza macabra de sombras y adoración. En medio de la tormenta de emociones, una voz suave y sibilante susurró desde lo más profundo de mi ser: «Yo soy la Legión. El gobernante de estas aberraciones nacidas de mí. Mi mente fugaz se pierde en la vorágine del horror, y mi voz, con un eco diabólico, anuncia la llegada del caos y la desesperación».

Y así, en el epicentro del horror, asumí mi destino como el Señor Supremo de la Legión, entregándome a la seducción de la maldad y la condenación eterna. No habría piedad, no habría redención. Solo habría el reinado implacable del mal absoluto, guiado por mi mano y alimentado por la eterna sed de destrucción.

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