Vivir Muriendo

«…las personas mueren verdaderamente cuando quedan en el olvido.»

Aquella noche vi a al joven morirse frente a mis ojos… por tan sólo unos minutos.

Fue un imprudente cambio de la salsa a la música electrónica, lo que me hizo salir; me había entrado el aroma de las náuseas, y después de tanto baile con Rebeca, de tanto agarrarle la cintura y pisarle las uñas; decidí darle un parado al bailecito. No fue algo extremadamente complicado que digamos, como se suele pensar que sería si conocemos a una chica en el transcurso de tres minutos: lo que suele durar un baile. Pues no previne realmente ningún percance de tipo relacional con ella; quizás hubiera pasado si el motivo fuera bailar con otra mujer, pero no. Esto se debió a la urgencia de consumir un cigarrillo, de erradicar esas náuseas que parecían más auditivas que estomacales.

Así me dirigí a la salida de la disco, palpándome los bolsillos por si no hubiera dejado la cajetilla en casa. El llaverito con la foto de las Torres del Silencio que hoy día cumplió sus tres años, las llaves viejas, las facturas compungidas, la billetera y la cajetilla que se acoplaba al cilindro del último cigarrillo que quedaba; esa foto carnet de mi mamá y de tía Luisa cubiertas de polvo; más suciedad y mugre de ropa vieja; y al frente de mí: la noche que me vigilaba esculcarme los recuerdos guardados.

Por fin el primer jalón erótico después de largas horas de bonche, como si estuviese fumándome el perfume de la propia Rebeca. Y dentro del éxtasis de la noche, del humo de las nubes y del cigarro, se me hizo contemplar los trozos de mi vida divagando en las aceras, en la soledad de las cuatro AM y en la música lejana de la disco tan encerrada como los latidos en mi pecho. Me sorprendí entre sonrisas al recordar cosas que hace poco había olvidado, y me imaginé que quizás así funciona toda esta cuestión de la memoria: un carajo fuera de una disco, escuchando extrañas canciones, y de pronto las notas de una melodía conocida.

Pero me temo que no pudiera recontar con más detalle los recovecos de mi memoria, ni nada que se me haya podido cruzar por la mente en ese pequeñito instante en que estuve solo. Tal parece que es más fácil recordar los hechos, que los pensamientos.

Mientras que el frío de la noche me bajaba las mangas; vi al extremo de una esquina, sobresalir del recodo que da a la Diego Ibarra, a un joven caminando hacia mi posición. Le calculo yo, que no pasaba de sus veinte. Este joven estaba borracho, se tambaleaba de lado a lado, y apoyaba sus manos a los muros, como si hasta la lámina de un mugriento contenedor de basura lo salvara de la misma basura que vivía. Pues, aquel tipo pasó frente a mí y omitió mi presencia; se agarró a un poste de luz donde tosió los tragos amargos de la víspera. Miró hacia mi posición cuando su pupila se deslizó por mi sombra y la convirtió en fantasma.

Después de estar un rato agachado, y de que la sangre le hinchara las venas faciales, se irguió con una torpeza lamentable—aún sostenido al poste—y empezó arremangarse las mangas hasta los codos, e intentó acomodarse el cuello de la camisa, por lo que tuvo que desprenderse del poste y estar al peligro de la peor caída. Porque la caída de un ebrio es como la caída de un sobrio en arenas movedizas.

Por fortuna, cayó de culo al filo de la acera; intentó pararse, pero su estado se lo impidió. Yo observaba al individuo con el escrutinio en que la gente ve a los borrachos de la calle, como si esperaran algo evidente de ellos; ¡ay! Se va a caer, sí, sí, se va a caer; míralo, vente para acá que va a vomitar; se va a desmayar…Se va, se va, se va…Todos los contemplan como si fuera una bomba a punto de explotar. Yo rehusé desdeñosamente mirar con aquella visión al joven. Por otra parte, intenté espiarle, mirarle de soslayo, sacar mi mano del bolsillo y no despertar el ruido de los llaveros, apagar el olor del cigarrillo, cuya cola ya me quemaba los labios; intentar ponérmele al ras por si acaso…sólo por si acaso necesitase una mano.

Volvió a toser con suma debilidad; y entre eructos, se quedó dormido. Sólo despertaba intermitentemente cuando su cuerpo estaba a punto de caer al asfalto. Era evidente que no podía dejarlo allí solo, ni aunque la misma Rebeca me llamara. Tendría que esperar que una persona se aproximase y comentarle el caso; pero ni un alma se pasó por allí en largos minutos; el joven tenía hipos, se rascaba la espalda, se hurgaba los bolsillos evidentemente vacíos, y todo con la misma torpeza y los ojos cerrados en el sueño. El desespero de esperar y de saber que aquel cigarrillo había sido el último, me hizo intentar aproximarme al sujeto; con cautela, como temiendo que el tipo mordiera. Pero cuando estuve lo suficientemente cerca para hablar, sugerirle la más pequeña menudencia; el joven me anticipó con una voz melódica y suave, que lo hacían más joven de lo que parece; Dios, este carajito puede ser el sobrino mío, dije.

Dame un poco de…de tu cigarrillo, ¿quieres?…dijo tajantemente, como si hubiera notado mi presencia desde que lo vi en aquel recodo asomarse de la Diego Ibarra. Exasperado de no tener algo que pudiera aliviar alguna de sus necesidades, le dije que aquél era el último; le pregunté de donde venía, con quién había estado o hacia dónde se dirigía; paremos un taxi y dime tu dirección, le sugerí; pero ningún taxi alumbraba la noche.

—Solo…—hipó nuevamente, y hasta mí llegó el olor comprimido del tequila—…solo siéntate aquí un momento…—la palma de su mano la golpeó dos veces, como si fuera la sofocante asfixia de un pez en el suelo.

Yo me senté al lado, mientras el joven empezó a delirar sus experiencias: que si caballos, que si niños, que si calles y edificios, una tal Jamet, una Sofía, una avenida, la Diego Ibarra, hasta la disco y la música… Sólo le faltó sugerirme el nombre de Rebeca, por lo menos para darme un sentido.

Dirigió sistemáticamente su frente a la mía, me pidió otra vez el cigarrillo; dame un cigarrillo, dame un cigarrillo para contarte la desgracia de mi vida; me dijo con aquella misma voz; resignado, como si toda su vida se resumiera en lo que había acabado de vivir… Pero es que no tengo, no me queda nada, le respondí mientras sacaba la tela del fondo de mis bolsillos, con todo su contenido empuñado en mi mano, a pesar de que aquel sujeto no veía nada porque sus ojos permanecían cerrados.

Que estoy que me fumo, dame uno…por fa…

Le coloqué mi mano en la espalda, y le di unas palmadas. Vamos, hombre; dónde vives, te deben estar esperando, dime.

—A mí no me espera nadie porque no me queda nadie…—inhaló un aire que pareció haberse fugado con el viento de la noche—…Y no quiero abrir los ojos…si lo hago, lloro.

Hice un gesto de respiración ante la idea de tener que lidiar con el estado del joven. Pero dentro de mí, al ver esa juventud sucumbida en el trago, había una profunda lástima por él; era ese sentimiento que para darle cuerpo es menester las horas de una reflexión flagelante. Una ternura primitiva, una ternura así como metafísica.

Antes de que pudiera seguir orientando sus deseos; me reveló una desesperación del momento: esas voces me siguen oxidando los tímpanos…dijo y se colocó el tenar de sus manos en la boca de las orejas, mientras comprimía la cara en una tortura perjudicial para quien la veía. No me quedaba más que indagarle desesperadamente sobre su bienestar, pedirle detalles de su estado, en una incoherencia novata de psicólogo; asía fuertemente su camisa y sus hombros.

De pronto el joven optó por torcerse y meter la cabeza entre sus rodillas; es insoportable escucharlas hablar de tantas banalidades que no sea yo…; su voz se escuchaba aplacada entre la tela de la camisa y la gabardina del pantalón sucio. Yo estaba en esa encrucijada que, a su vez, me hacía sentir un dolor ajeno, como si viera a un animal muriendo lentamente. Amigo mío, levántate, vámonos a casa, le insistí con cierta presura en la voz, y hostigándolo con mis manos a levantarse. Él empezó a sacudirse: no quería que le tocara, no quería ir a casa.

Está bien, al menos dime que voces son ésas…le pedí; pero silenció de pronto sus gemidos y sus ojos cerrados los alzó al cielo para contemplar a una luna imaginada. Son las voces de Jamet, de Mamá, de Tío Lucio, de Sofía y otras almas que me alejan; me respondió. Y, dime: oyes muy fuertes esas voces.

—¡No!, ¡No!— empezó a llorar, a gemir, a temblar las hombros, a torcerse… a eructar—se oyen lejos, apagadas…Por eso me afligen, por eso no las soporto. Cada vez se aleja más la posibilidad de escuchar mi nombre entre ellas… y esto…esto— volvió a llorar—esto es muy doloroso, viejo.

Yo tenía la sensación de parar por un breve instante, de no influir para que todo cesara y dejarlo que sólo él sintiera hasta donde prolongar el llanto.

En un súbito espasmo del cuerpo, volvió su cara hacia la mía, y esta vez abrió los ojos. Un sonido a hojas secas, a sal en el fuego y millones de grillos aplastados, invadió el instante en que la apertura de los ojos hizo mella en la situación. Estos ojos no eran iguales, claro que no. Tenían algo raro; proferían significados simbólicos, difícilmente traducibles; pero bastó sólo segundos para comprender que aquéllos eran una simple carnada que buscaba despistarme del verdadero cambio: ante mí había desaparecido el joven de voz melódica; y estaba una especie de pariente cercano a él. Lo saco por su parentesco. Eran casi idénticos a excepción de los años que se le veían en los ojos.

Este hombre era un tipo de unos cuarenta, así por encima.

Yo reaccioné con extrañeza, y una fuerza sobrenatural me distanció de él. ¿Qué locura es esta?, ¿quién es este tipo? ¿Dónde está el otro?; aquellos sonidos crepitados desaparecieron; el hombre vestía la misma ropa del joven, sus cabellos iguales, sólo algunos pormenores que aparecieron y desaparecieron: unas ojeras le guindaban, su mentón perdió el filo de la adolescencia, ahora yacía esa irregularidad descuadrada de la barbilla, y su piel le formaban pequeños pliegues recién nacidos. Hubiera pensado que estaba loco, pero aquello sucedió tan de repente, que no tomé por duda que el hombre era el joven…y el joven era el hombre. Ambos la misma persona ebria.

Y lo pude certificar porque la pena era la misma; la tristeza siempre brotó de esos ojos…y sus lamentos de Sofía y de tío Lucio aclaraban las dudas. Sin embargo, tal situación es muy difícil de tragar para los hombres ordinarios, que tan sólo tomamos y fumamos el cigarrillo, y bailamos en la disco. Me puse pálido, mis ojos observaban aquel individuo casi sin pestañar, y agucé los oídos para comprenderle cada delirio.

Me volvió a mirar con esa triste figura, y una voz muy grave y metálica me preguntó:

—¿Tú…tú acaso escuchas las voces?— se ubicó una gruesa mano derecha, en los labios, para omitir un eructo descomunal, y un olor alcohol penetrante—…seguro que sí, por lo menos mencionan tu nombre.

Yo no entendía a qué se refería con esas voces imaginarias, solo se debían a su ebriedad. En pleno enigma de su mirada, se volvió retorcer de dolores inmensos, que ahora eran conmovedores, porque la piel madura cedía más ante las arrugas; su ceño era más elocuente, y sus manos en el momento de querer presionar las sienes y aquellas voces, se veían más débiles que la del joven. La bebida, me ha quitado las fuerzas…dijo renuentemente, rehusándose a hablar en plena tristeza. Pero…pero… apenas Tío Lucio, Jimena, Paco… sólo ellos…apenas ellos dejaron de hablar de mí….!Dios! ¡No, por favor! Cómo los oigo, cómo los escucho hablar del metro, de la gente, del cariño, de sus resentimientos, del internet, de los exámenes, de sus Tesis inacabadas, pero a mí no me mencionan, y cada vez…!No, por favor, No!…volvió a resguardarse entre sus rodillas, la camisa se le salía de la espalda y también las alas del alma. Aunque a pesar de que la vitalidad se le iba, recordaba con gran esperanza las palabras de Sofía y Jamet; aún me quedan ellas, escucho claramente cómo hablan de mí, cómo me siguen amando en palabras; Sofi recuerda la vez en que le regalé el violín, y se lo comenta a Jamet, y recuerda también la cara que puse cuando la buscó el novio; eran esos celos paternales que me hicieron emborrachar para esconderlos…!Ayúdame! ¡Ayúdame a escucharlas! ¡Ay, Jamet! Qué fortuna que me recuerdes…soltó un hipo seco, y sus labios se inflaron para contener el gas caliente del licor….Jamet, Qué hermoso perfil; tu cabello, Jamet, aún siento olerlo en el viento…y no fueron tus besos nada más; era esa gentileza, Jamet, tu compasión, tu cuidado por mí, tu alegría, tu sabiduría consejera, y ese sabor de tu alma que aún la sentía en la ginebra de la última botella.

Mientas recitaba todo esto que me hacían pensar que eran los recuerdos; él miraba y parecía recitárselo a la luna lisa y frívola, que nos miraba con la misma cara. Yo estaba conmovido, sentía que aquel hombre extrañaba mucho lo que decía, y se me venían recuerdos de mamá y tía Luisa, y de los seres más insignificantes de mi vida; yo sentía que aquel hombre era esa enseñanza, tan extraordinaria, que la asociamos con la fantasía literaria. Me acerqué más al hombre que había vuelto a los movimientos trémulos del llanto, a esconder su cara nuevamente entre las piernas, y a gemir…

Desde cuándo no las ves…vamos tranquilo; le dije creyendo que mamá y tía Luisa me habían hecho comprenderlo. De pronto se soltó en llanto aterrador, casi parecía gritar; y de acurrucarse pasó a mis hombros y me abrazó. ¡Discúlpame que te lo diga! ¡No quería, No quería!

Tranquilo, adelante…llora, pero vayámonos a casa por lo que más quieras; le dije soportando la aspereza de sus manos y los mortales tufos. Se apartó de mí y volvió a esconderse en sus piernas, y luego en un momento de pensamientos, hizo una cara de suspicacia como queriendo captar algo en la nada; sus ojos estaban completamente abiertos, la piel del rostro templada, claramente en su horizonte estaba un pensamiento aterrador, las lágrimas desaparecieron de los ojos, era como si un día lluvioso escampara.

¡No escucho la voz de Sofía!…estuvo a punto de volver a llorar. El hombre maduro sentía que se avecinaba lo peor, por sólo dejar de escuchar la voz delirante de aquella Sofía…!Y la de Jamet, se está apagando…ya no estoy en sus palabras, ya no estoy en nada de ella! ¡Compadécete de mí, Dios! Entró en la peor crisis del momento, cuando empezaron a escucharse otra vez y de manera más inquietante los anteriores sonidos crepitantes; sólo que esta vez se prolongaron más y ante el peor de los espectáculos. La piel del hombre se empezó arrugar de una manera tan rápida y exagerada, como un papel cuando se pone en la llama. Sus cabellos se empezaron a teñir de un blanco mortecino, y empezaron súbitamente a caer como las plumas de un ave. En su cara se figuró otro tipo de dolor; no era un dolor espiritual como anteriormente; éste era un dolor físico, una tortura islámica.

Yo entré en una crisis, también, como atascado en un féretro. ¿¡Qué le sucede!? Por favor, ¡Dígamelo! ¡No, no! ¡Vayámonos, déjeme ayudarlo a levantarse! Pero yo me sentía incapaz de tocar a aquel ser que cada vez se arrugaba más. Las arrugas se le habían convertido en cicatrices permanentes, su piel parecía la corteza de un roble, se había enflacado y el cuero le guindaba de la quijada y la clavícula, las cuencas se le hundieron, aquellos mismos ojos del joven, se brotaban de entre ellas en una mirada aterradora. Ahora el hombre parecía un viejo agonizante de cien años, había caído completamente al suelo; yo tuve que pararme y acercarme desesperadamente a la puerta de la disco, mientras observaba a aquella cosa medio arrastrándose por el asfalto… desdeñado, sin más ganas de hablar, sin más ganas de escuchar, sin más ganas de recordar…

En un instante fulminante, que en una declaración bastante fúnebre, podría decirse que era su último momento, me miró y dijo con una voz acabada; ya no era esta voz melódica, ni la voz grave y metálica; esta era de otra naturaleza, reposaba en el tártaro de una garganta acuchillada, de un cuello ahorcado, de un hombre asfixiado: Sólo busca… a Jamet y por fa…menciónale mi nombre.

Y ahí quedó el hombre, tirado, como pisoteado por largos años. Yo no podía formular palabra alguna, estaba en shock ante todo, sentía que si no me recostaba ante la puerta de la disco, caería de espaldas aturrullado. Así que el instinto de mi mano mientras seguía viendo al viejo cadavérico, agarró a tientas el picaporte y lo giró. Yo entré apresuradamente a la disco; y recibí gran sorpresa al ver que estaba vacía, no había ni un alma…¿Pero en qué momento habían salido? ¿Cuándo desalojaron? La tristeza de aquel hombre inhabilitó mis sentidos. Pero en un cojín lejano de la estancia, vi agonizante a una mujer vieja, de vestidos escotados y cabello pintado, pero su piel arrugada me hacía despreciarla. Y después de preguntarme acerca de Rebeca, de su paradero y sus diligencias; el cuerpo podrido de aquella vieja empezó a rejuvenecer y las arrugas a templarse, y los años a retroceder. Y en mi suerte, ahora Rebeca dormía en el cojín

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