No soy homófobo. Tampoco soy muy moderno o súper tolerante, sino que no me interesa lo que sean, puedan o quieran ser los demás. En este punto, para defender mi libertad y proteger mi salud mental, me llevo por la frase del poeta alemán Friedrich von Schiller: “Vive y deja vivir”,
a la que para no andar fingiendo pudores, le sumo la de Publio Terencio Africano: “Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”. En ese entender no he tenido, ni tengo problemas de tratar y hasta hacer amistad con personas de cualquier opción sexual, también con los pocos castos que aún existen, incluso entre los curas.

Recuerdo que cuando era universitario, en el primer piso de mi pensión del jirón Moquegua del cercado de Lima, vivía Jaimito, un homosexual entrado en años que era modisto y sastre de varios presentadores de televisión, artistas y otras celebridades de la farándula. Al menos para mí era un gusto conversar con él, porque había leído a todos los grandes poetas, escritores y personalidades homosexuales como Federico García Lorca, Óscar Wilde, Truman Capote, Marcel Proust, el cubano Reinaldo Arenas y muchos otros que no conocía. Además, solía hablar con mucho placer de otras celebridades como Virginia Woolf, Frida Kahlo, Eleanor Roosevelt y otros que no recuerdo o no me interesaron. De otro lado, era un gusto escucharlo declamar de memoria y con sentimiento algunos largos y bellos poemas.

Ya por estos lugares por motivos de trabajo conocí a Niki, que después supe que se llamaba Nicolasa. Era una muchachita, bajita de estatura, pero no una chata. De tersa piel morena, largo pelo negro, luminosos ojos y labios sensuales, que a pesar de su trato algo raro, podía hacer migas con cualquiera que le prestara atención o “le daba bola”. Dije trato algo raro, sí. Pues pese a ser mujer solía ser directa y clara en su comunicación, es decir sabía darle: “Al pan, pan y al vino, vino” y de otra parte a pesar de ser guapa no mostraba ser suave en su proceder. En ese su modo de ser alguna vez me dijo. “¡Te invito una cerveza o te chupas!”. “Yo mamita no me chupo, pero sólo si es para tomar hasta morirnos juntos”. Le respondí y como mi respuesta no le gustó me contestó. “¡Ni que fuera millonaria!”. Y no pasó nada.

Y así, la vi y conversamos muchas veces, pero nunca me dijo algo sobre su opción sexual, aunque las “malas lenguas”, que en estos pueblos provincianos abundan en todos sus rincones, ya me habían advertido “cómo era”, pero eso no me importaba, porque esos maledicentes igual suelen hablar mal de ti y del culo de cualquiera, porque si no lo hacen se mueren. A pesar de esos chismes, sin importarme en absoluto, ya había advertido de quién se trataba.

Una mañana se apareció con los maltratos de la resaca de una brutal borrachera en la modesta oficina de 2 por 3 que me asignaron en una casa–habitación más o menos grande que arrendaron para que funcionara mi trabajo y que su dueña solía orgullosamente llamarla “mansión”, y casi como ordenándome me dijo: “¡Te invito un desayuno!”. Y al verla en ese estado, le pregunté: “¿Tienes dinero?”. “¡Tengo tanta plata que ni los chanchos quieren!”. Me respondió algo ofendida. Como la cosa llegó hasta ese punto no pude negarme y después de hacer los trámites de ley salimos al lugar. “¿Tienes que pedir permiso hasta para desayunar?” Me dijo algo burlona y agregó. “Yo me salgo sin tanta huevada”. Y como no cabía decirle nada en el estado en que se encontraba, opté por callarme.

Ya en la calle me dijo: “¿Dónde tú quieras?” Yo la llevé a un pequeño negocio cercano donde la simpática señora que atendía preparaba un rico y jugoso bistec encebollado con arroz blanco que podía ser acompañado con una taza de café o un mate. Cuando entramos al lugar ella pidió. “¡Un bistec encebollado para el señor y dos cervezas!” “¿Vas a tomar las dos?” Le pregunté. “¿Y tú no vas a tomar?” Me preguntó enfadada, un poco más y me decía: “huevón”. Si se ponía brava, ahí mismo la dejaba. “No tomo en horas de trabajo y menos cuando no quiero”. Le respondí resueltamente y mirándola a los ojos agregué mandonamente. “¡Señora solo una cerveza, nomás!”. Y no dijo nada. Mientras yo esperaba que prepararan mi pedido ella comenzó a tomar su cerveza y vi que con su zapato que tenía una planta de madera de más de cinco centímetros pateaba una parte de la pared estucada y poco a poco iba sacando pedazos de yeso. “¡Deja de romper la pared que nada te hace!”. Le recriminé.

–La pared no, pero esa pendeja sí. –Me respondió.

–¿Qué te ha pasado o qué te está pasando? –Le pregunté agregando. –Puedes decírmelo o no, eso no me importa, pero no jodas la pared. Sino me voy. –Amenacé.

–¡Puta madre! Fui a verla y la huevona me dice que con su marido habían ido al valle sagrado de los incas donde los curas tienen un hermoso lugar para retiros espirituales y durante la semana que estuvo allí se enteró que eso que estábamos haciendo era el peor de los pecados mortales, y sin más la estúpida me tiró su puerta en las narices. –Y llena de furia me miró a los ojos como queriéndome preguntar. “¿Qué te parece?”

–Me parece normal, porque si alguien quiere decirnos lo que quiere hacer con su vida, quiénes somos nosotros para impedírselo. –Le dije con la calma que suele ofrecerte la razón.

–¡Carajo, no me entiendes! Cuando una ha nacido como lo que es, no hay retiro espiritual ni otras huevadas que te saquen de lo que eres. ¡Esa imbécil no se ha ido a ningún retiro espiritual, ni a otra vaina parecida! ¡Esa pendeja se ha conseguido a otra y con ese cuento cojudo quiere arrocharme! –Y como hablaba gritando y bufando la señora salió del interior a curiosear y por unas señas le hice saber que estaba borracha y que ya me la llevaría.

–¿Pero si tiene marido, porque no la dejas en paz y te consigues otra? –Le dije para calmarla.

–Su marido es un tombo abusivo que le saca su mierda cuando le da la gana. “Ay, con mi esposo hemos ido por una semana a un lindo retiro espiritual”. Me dijo la pendeja, pero cuando por mi trabajo viajé a Lima me llamaba a cada rato para recordarme que no me olvidara de ir a un “Sex Shop”, para que comprara un consolador y un vibrador que tenía que ser japonés porque los chinos son pura basura. Cuando fui a uno, la llamé para preguntarle que había los normales de 13 a 18 centímetros, los grandes de 18 a 22 centímetros y el jumbo de 23, gritando la golosa me ordenó. “¡El jumbo, mamita el jumbo!” –Ante esa declaración casi me largo una carcajada, pero no lo hice, porque apareció la señora con mi antojo y mientras comía y ella se tomaba otra cerveza me iba confiando quiénes más eran lesbianas en el pueblo y resultó que no eran pocas, y hasta había mujeres impensables que por ser un tanto viejas la pegaban de damas respetables. No me importaba si todo eso que me decía era cierto o no, pero lo hacía para hacerme saber que ella nomás no lo era.

–Pídele que te devuelva tu vibrador japonés y tu consolador jumbo y olvídate de ella, porque nadie que te ofenda o te traicione vale tanto como para andar emborrachándose hasta dar pena. –Le aconsejé.

Un buen día de noviembre me fui a un local que tiene mi trabajo en las afueras de la ciudad y después de hacer lo que debía, a eso de las once vi que en las afueras hasta dos tiendas habían sacado sillas y mesas con sombrillas a la acera para atender gaseosas y cervezas. Como el sol estaba quemando salvajemente, me senté en una de esas mesas y pedí una cerveza helada y me dije, cuando la termine espero la próxima combi y me devuelvo al pueblo. Estaba en eso cuando de pronto se aparecieron dos trabajadores con igual sofocón y sed, saludando respetuosamente y pidiendo permiso para acompañarme, tomaron asiento y como la charla se puso simpaticona continuó la reunión con otras “chelas” más.

Entonces por ahí se apareció la Niki y sin decir nada, ni saludar pidió cuatro cervezas, se sentó y se puso a tomar con nosotros. En medio de la juerga uno de ellos se quejó: “Niki no podemos conocer tus piernas, porque siempre andas en pantalones”. “Mira amiguito, para que sepas cómo son mis piernas, tienes mucho que hacer, que saber y tener”. Y nos reímos todos.

Cuando más o menos eran las dos de la tarde uno de los colegas me hizo una seña para percatarme que detrás de un pequeño muro de bloquetas estaba una mujer de buena estatura, piel blanca, cabello castaño y ojos claros. Como dice la chusma machista del pueblo para aprobar a una desconocida: “!No está mal el animal!”. Y cómo si quisiera que sólo alguno de nosotros la escuchara, con el rostro lleno de cólera suplicaba. “¡Niki, ven!”. “¡Niki, ven!”. “¡Por favor, Niki ven!” y como no le hacía caso enfurecida gritaba. “¡Perra y mierda, ven”!”. “¡Ajá, ese es el huevón que tanto hablas!” Cuando entre los tres nos miramos, la Niki me dijo. “No le hagas caso es una loca”. Entonces los otros se pusieron a reír y el más “mosca” burlonamente me aconsejó. “¡No sea sonso jefe, váyase con las dos!” Y la rabiosa volvió a gritar. “!Con que ese es el conchasumadre que te aloca?”.

Un tanto molesto le pregunté. “¿Quién es esa comadre?” “Es una huevona que vive conmigo”. Me respondió mirando con odio a la faltosa. “¿Esa es tu macho o tu hembrita?” Le pregunté. “Según la huevona soy su hembrita, pero yo puedo ser la mujer de quién me dé la gana”. “Si es así, esa no se va a largar sin llevarte”. Esa escena era como si un varón encontrara a su mujer chupando con otros y después de dejarla en paz se pondría a rezar para que no le pase nada. Y la mujer seguía suplicando. “¡Niki, ven!”. “¡Por favor, Niki ven un ratito nomás!” y luego furiosamente. “¡Puta y mierda, ven ahorita!”.

De pronto vi que a la distancia se aproximaba una combi, entonces sin decir nada me levanté y la abordé sin importarme si debía algo en la tienda. Ya en el vehículo me puse a pensar que el próximo episodio de aquel culebrón era que aquella fiera tomando una piedra, una botella o un cuchillo, mataba al maldito huevón, concha su madre o qué sé yo, que le estaba robando su amorcito y después rescataba a su princesa.

Como a la semana se apareció en mi trabajo, para decirme que estuvo a veinte centímetros de morir y a tan sólo dos minutos de irse a la cárcel por culpa de esa loca. “¿Qué pasó?” Le pregunté sin darle importancia, para que no me alargara la novedad. “Cuando te fuiste, ‘caballera nomás’ me levanté y la invité a sentarse con nosotros, pero los ‘patas’ también se levantaron y despidiéndose se fueron pagando tu cuenta, así que nos quedamos solas y después de acabar el contenido de las botellas que quedaron nos largamos también”. Y que cuando llegaron a su cuarto, no se hablaron, porque ella no quería saber que cuando al día siguiente se fuera a su trabajo, la Niki recogería sus cosas y se largaría de allí para siempre.

Entonces cuando estaba sentada en la cama, como si el alma piadosa de su abuelita Fidelia, que en paz descanse, le hubiera avisado, volteó y vio cómo la maldita le metía una puñalada por la espalda, pero falló porque ella se movió rápidamente apenas veinte centímetros y el cuchillazo que lo tenían desde cuándo se cocinaban, se hundió en el colchón hasta el mango. Y no sabe de dónde sacó las fuerzas para tomarla del pañuelo de seda que tenía envuelto en el cuello y con el ímpetu de una bestia la hizo volar por encima de la cama hasta caer pesadamente al suelo y sin soltar el trapo la llevó a los pies del catre y no sabe cómo logró meter el pañuelo por la parte de su nuca en una de las bolas de madera que a cada lado tenía el parante de los pies del catre y se montó encima de ella y mientras la iba ahorcando ella golpeaba el piso de madera con los pies y trataba en vano de zafarse con las manos, hasta que el dueño de la casa tocó la puerta de la habitación como queriendo echarla abajo, al tiempo que gritando las amenazaba con botarlas de su casa, porque hacía tiempo que venían borrachas a pelearse bulliciosamente y después a ponerse a jadear como unas perras.

Como por ese motivo paró de hacer lo que estaba haciendo, vio que la cara de la asesina estaba completamente morada, y que cuando se liberó de aquel dogal se movió como una culebra que perdió la cabeza y comenzó a toser, primero débilmente y a medida que tomaba algo de aire un poco más fuerte y luego un poco más hasta que después de mucho esfuerzo logró sentarse en el piso apoyando las espaldas a los pies de la cama y de cuando en cuando tomaba aire como hacen los asmáticos durante una de sus crisis.

Como a las dos horas de aquel suceso se arrastró hasta la cama y allí permaneció sufriendo por respirar, aun así, poco a poco fue recuperando el resuello, mientras ella permanecía sentada en una silla a unos tres metros de la cama haciéndole saber en todo momento que si el dueño de la casa jodía dos minutos más tarde se iba a morir, porque nadie se metía con ella y vivía para contarlo. Pero más tarde cuando la vio completamente rendida, le dio un poco de pena y salió a comprar una botella grande de agua, para que pudiera expectorar y se le arregle la garganta. Cuando cayó la noche se largó a dormir a un hotel porque tenía mucho miedo. Y para terminar me contó que al día siguiente llorando y de rodillas le pidió perdón.

Cuando acabé de oír ese pervertido relato, me dio asco la mujercita y para que no estuviera involucrándome en esa aviesa historia que seguro la iba a contar a medio mundo, le dije. “¡Cuántas veces habrán querido matarse! En estos casos lo mejor es que se separen, porque si siguen así, tarde o temprano acabarán liquidándose y a nadie, ni siquiera a sus parientes les va a importar la muerte de dos tortilleras”. “No te mando a la mierda, porque te respeto”, me dijo, y se marchó dándome la mano, pero por la sonrisa que dibujaron sus labios me trasmitió que no estaba peleada conmigo.

Después de un tiempo, las encontré en la calle y no sé por qué se me acercaron las dos. La Niki me presentó a la Virginia que se hacía llamar Winny y delante de ella me hizo saber que estaban estudiando y practicando el Método Silva de Meditación, y como si tuvieran la obligación de darme cuenta de sus vidas, agregó. “No podemos romper ni separarnos, porque para mujeres como nosotras, solo estamos nosotras. No hay más”. “¡Entonces si es así, que sean felices!”, les dije y se despidieron dándome un fuerte abrazo y un cálido besito en la mejilla.

Cuando se alejaron vi que estaban lindas las dos y que además eran seres humanos como cualquiera de nosotros. Entonces recordé aquel poema de Charles Baudelaire que en su tiempo fue censurado de su libro “Las flores del Mal”, y que dice:

MUJERES CONDENADAS

Como bestias meditabundas sobre la arena tumbadas,

ellas vuelven sus miradas hacia el horizonte del mar,

y sus pies se buscan y sus manos entrelazadas

tienen suaves languideces y escalofríos amargos.

Las unas, corazones gustosos de las largas confidencias,

en el fondo de bosquecillos donde brotan los arroyos,

van deletreando el amor de tímidas infancias

y cincelan la corteza verde de los tiernos arbustos.

Otras, cual religiosas, caminan lentas y graves,

a través de las rocas llenas de apariciones,

donde San Antonio ha visto surgir como de las lavas

los pechos desnudos y purpúreos de sus tentaciones.

Las hay, a la lumbre de resinas crepitantes,

que en la cavidad muda de los viejos antros paganos

te apelan en auxilio de sus fiebres aullantes,

¡Oh, Baco, adormecedor de remordimientos pasados!

Y otras hay, cuya garganta gusta de los escapularios,

que, barruntando una fusta bajo sus largas vestimentas,

mezclan, en el bosque sombrío y las noches solitarias,

la espuma del placer con las lágrimas de los tormentos.

¡Oh vírgenes, oh demonios, oh monstruos, oh mártires,

de la realidad, grandes espíritus desdeñosos,

buscadoras del infinito, devotas y sátiras,

ora llenas de gritos, ora llenas de lágrimas.

Vosotras que hasta vuestro infierno mi alma ha perseguido,

pobres hermanas mías, yo os amo tanto como os compadezco,

por vuestros tristes dolores, vuestra sed insaciable,

¡Y las urnas de amor del que vuestros corazones desbordan!

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