Primera parte

Capítulo I

Mi padre tenía un consultorio. Sus actividades por el día eran legales y no llegaban a verlo muchas clientas, pero en cuanto caía la noche, mi padre me metía en el sótano y comenzaba a trabajar de verdad. Mi madre se había ido o se había muerto, no lo sé con exactitud porque mi padre era muy estricto y no soportaba que le hiciera preguntas sobre ella. Teníamos una rutina muy rigurosa. La mayor parte del día me la pasaba en la biblioteca. Tenía muchos libros y comencé a interesarme por el arte desde los tres años. Teníamos muchos tomos ilustrados de obras de estilo tradicional japonés y, por eso, pasaba muchas horas haciendo copias de los dragones, las carpas, las cigüeñas, los crisantemos y los paisajes que veía impresos. La paciencia era una de mis cualidades y la perseverancia en el trabajo dejó pronto sus frutos. Tenía montañas de hojas para acuarela dibujadas con todo tipo de cosas, incluso las que no existían y me imaginaba yo mismo. Un día mi padre las vio y se sonrió, cogió uno de mis mejores trabajos y se lo llevó, luego lo vi colgado en su consultorio. Era una ola de mar como la de Kanagawa hecha por Hokusai. Fue la única vez que se interesó por mi pasión artística. No me permitía ver a la gente, es porque yo tenía algunos defectos físicos de nacimiento y no eran muy bien aceptados entre los clientes. Una vez una señora, que había venido de día para acordar su aborto, me vio y decidió que la intervinieran en ese mismo instante. Permanecí detrás de la puerta mientras ella decía que no quería dar a luz y que, si por desgracia su hijo indeseado iba a salir como yo, prefería morirse.

Mi padre le dijo que no tenía nada de qué preocuparse y que volviera por la noche cuando podría hacerle la sustracción con tranquilidad. La mujer miraba con los ojos desorbitados y gritaba, así que fue necesario ponerle la anestesia y dormirla. No había enfermera ni ayudantes, todo lo hacía solo el honorable doctor Takeshi como llamaban a mi padre los enfermos, es decir, las enfermas. Por aquella mala impresión decidí recluirme para siempre. Unos meses después, ya era indiferente a los gritos, las maldiciones y amenazas de las señoras. Tenía un pequeño problema. Era que le sentía pavor a la oscuridad. No era por causa de los fantasmas ni la muerte, sino porque creía que si me llenaba la oscuridad con los ojos abiertos se acabaría mi vista. Luego supe que eso era escotomafobia y, a pesar de que estudié muchas cosas relacionadas con la psicología y la medicina, no he podido librarme de esos traumas. Hasta ahora, necesito tener una pequeña fuente de luz en algún sitio para confirmar que sigo viendo.

Un día tenía una vela encendida en el suelo, pero entró una corriente de aire y se apagó. Se me detuvo la respiración, el corazón me empezó a bombear con tanta fuerza que sentí que el pecho me iba a explotar. Salí corriendo como loco y encontré en la planta de arriba a una mujer con las piernas abiertas, sangraba, le escurría un líquido transparente como baba mezclada con tinta roja, las gafas de mi padre reflejaron su descontento, corrió hacia mí y me jaló de la oreja. En la mano derecha tenía uno de esos fetos que luego ponía en formol y que ocupaban casi toda la superficie del sótano. Yo estaba habituado a ellos y no les ponía atención, hasta que un día pasó algo muy raro. Uno de ellos se movió y abrió los ojos. No era eso en realidad lo que sucedía, lo que pasaba era que por los reflejos de la luz cambiaba su aspecto. Me encariñé con él y comencé a hablarle, a contarle cosas. Mi padre nunca me sacaba a la calle y no tenía amigos ni conocidos ni familiares ni nada. Cuando me dolía la espalda, mi padre sacaba unos ungüentos especiales y me daba un masaje en mi protuberante espalda. Mi cara está un poco desfigurada, me he comparado con los personajes de los libros de arte y distingo perfectamente mis defectos. Un ojo más bajo que el otro, los dientes torcidos y la nariz chueca. Mi labio está trozado por la mitad y mi voz es un poco nasal, pero suena así sólo cuando hablo, cuando me comunico con las ideas es otra completamente.

Recuerdo que un día escuché un disco de música clásica, el tenor se apellidaba Pavarotti. Me encantó y decidí que esa sería mi voz de los pensamientos, incluso en la mente podía entonar las áreas como él. Así le hablaba a mi amigo Yukio, nunca he sabido qué voz tiene, es comunicativo, pero transmite sus mensajes con los cambios de luz o de color de su cuerpo. Si está muy blanco y pálido quiere decir que está cansado, si su piel se pone rosa quiere decir que me invita a jugar. Un día tuvimos un problema, el tarro de formol en donde estaba se cayó al piso y se hizo añicos. Yukio se desparramó por el piso y patinó unos metros. No sabía qué hacer, si se lo decía a mi padre corría el peligro de sufrir las represalias o perder a mi querido amigo. Lo puse sobre una toalla y sequé el piso. Lo volví y noté que su piel era muy tersa, lo acaricié y, como había movido unas cosas en el ajetreo, lo manché de pintura, se le formó un sol en la espalda y corrí por algún trapo para quitarle la mota redonda. Fue imposible. Busqué un tarro nuevo y le puse formol, luego metí a Yukio y comencé a distraerlo para que no pensara mal de mí, le canté y le pedí disculpas con unos poemas. Sabía que estaba enfadado, pero de pronto se giró y me mostró su espalda. El sol tenía una luminosidad propia, parecía hecho de algo fosforescente. Vi su sonrisa tierna y si él hubiera tenido más espacio me habría mostrado con un baile mi obra de arte.

Desde ese día otros fetos comenzaron a llamar mi atención, pensé que también querían que los pintara. Cogí de nuestra biblioteca unos manuales que explicaban las formas antiguas de tatuar. Fabriqué los instrumentos para comenzar a dibujarles la piel a mis amigos. La primera dificultad que tuve fue la de no poderlos librar de su envase. Se habían hinchado por el líquido y era imposible sacarlos como a Yukio. Recordé mis largas horas de concentración cuando armaba barquitos dentro de las botellas. Esa experiencia y forja me dio la solución. Empecé con una niña muy bonita que parecía una hembra de pez. Le pregunté si quería una carpa, pero me dijo que deseaba ser una flor de loto. Ni tardo ni perezoso reuní mis instrumentos y comencé mi trabajo. Vacié el formol en un cubo y le puse una pequeña toalla para que estuviera cómoda. Ella parecía disfrutar y cuando le preguntaba si le dolía lo que le iba pintando, con golpeteos de agujas para introducirle la tinta bajo la piel, sonreía y me guiñaba el ojo. Le gustó mi trabajo y fue la envidia de las otras niñas. Todas me pidieron más flores de loto, pero les dije que sólo Kaito la tendría. Les propuse que imaginaran cosas únicas. Nadie protestó y comenzaron a pedirme todo tipo de plantas, peces y objetos domésticos raros.

Trabajaba día y noche y cuando terminaba un tatuaje me cantaban un himno a la alegría con sus vocecitas húmedas. Hasta el aire se llenaba de brisa cuando llegaban a la parte más potente de su interpretación. Era feliz, pero en una ocasión la casa se llenó de silencio. Las únicas irrupciones eran gritos que llegaban de la calle. Tocaban la puerta y nadie abría. Subí a ver qué pasaba y vi a mi padre tendido boca arriba con la mirada fija en la ola de mi infancia. Sonreía como diciendo que estaba orgulloso de mí y de mi trabajo. Tuve que deshacerme de él. No fue muy agradable porque continuamente se oían las demandas, vociferaciones y reclamos de las clientas desoladas.

Un día me cansé, me puse la bata de mi padre, una máscara bucal, unas gafas y un gorro de trapo. ¡Por fin! —dijo una señora cuarentona, gorda y con un olor a sopa de carne de vaca muy penetrante—¡Por fin se digna a atenderme! ¡Sáqueme esto! —señaló su vagina y se montó en la plancha con las piernas abiertas—. ¡Qué espera! ¿está sordo? Fue lo último que oí porque se apagó su voz y salieron sonidos de su pelvis. Los reconocí, eran de un feto que preguntaba si yo era el tatuador Tebori. Dije en mi cabeza que sí y me dispuse a sacarlo. Durante la faena conversamos, me dijo que tenía un padre horrendo, que le había golpeado la cabeza varias veces con sus pezuñas y que su madre tenía hemorragias internas por el maltrato sexual. Lo saqué y se puso muy contento. Lo limpié y lo metí en un tarro grande. Le pedí que tuviera paciencia, que pronto empezaría con sus dibujos. Despedí a su madre cuando volvió en sí. Me dio dinero y se fue despacio, iba sujetándose la barriga como si la piel le quedara grande. Volví al sótano y comencé a dibujar un escualo. El pequeño se puso feliz, pero no pude descansar ni preguntarle su opinión porque llegó otra señora. A partir de ese día sigo haciendo el trabajo de dos. Es duro, pero estoy muy satisfecho. La gente se asombra cuando ve la jovialidad del doctor Takeshi por quien no pasan los años. Hay quien dice que de tanto sacar vidas en semilla, mi padre se ha apoderado de la fórmula de la eterna juventud. No saben que en realidad es otro Takeshi el que atiende sus abortos y decora a sus malogrados críos.

Capítulo II

Oe

Nos enviaron al distrito de Aoi Mizumi para arrestar a un hombre que habían denunciado como martirizador de infantes. Llegamos a la medianoche porque durante el día el consultorio había estado cerrado. Entramos por una puerta lateral de la que salía un haz de luz y caminamos sin hacer ruido. Cuando llegamos al salón o, habitación más grande, notamos la luz tenue de la luna, por una rendija salía una línea amarilla, era el consultorio, entonces de puntillas fuimos hasta ahí. Una mujer había mandado una carta a la comisaría con la historia de Irezumi Shi y eso era lo que nos había llevado hasta ese lúgubre sitio. Lo encontramos. Estaba atendiendo un parto o, mejor dicho, un aborto…

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Tebori

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