UN MAL DÍA
Hoy no he tenido, lo que se dice, un buen día. El barrio parece desierto, no he visto ni un alma por las calles. Ya empieza a oscurecer cuando empujo la pesada puerta de acceso a la escalera.
Llegar hasta el cuarto piso, que en realidad es un quinto, por culpa del entresuelo, no es tarea fácil: no hay ascensor. Llevo toda la vida subiendo y bajando estas escaleras, y todavía no he conseguido desembarazarme de la sensación de desasosiego que me invade cuando paso junto a los recovecos oscuros en los rellanos. Desde la portería, ya piso los peldaños con una tensión que va aumentando a medida que asciendo.
La luz es escasa y proviene del fino hilo incandescente que brilla sin ánimo en las entrañas de dos bombillas polvorientas. Son tan viejas como el propio edificio, y a duras penas iluminan.
Con la respiración entrecortada, he conseguido subir con cierta rapidez los ochenta escalones que me separan de la calle. Parado frente al cuarto tercera, saco las llaves y, mientras las acerco a la puerta, se apaga la luz del rellano. No veo nada. Mis manos, desobedeciendo a la razón, adquieren vida propia y, a toda prisa, intentan palpar la cerradura.
Odio tener el pensamiento recurrente de que alguien me va a agarrar por el cuello mientras estoy a oscuras. Es la misma sensación que tenía de pequeño. Entonces pensaba que, de un momento a otro, me iban a tocar el hombro y que, al girarme, vería tras de mí a un ser con dientes afilados y los ojos rojos.
Frenético, consigo abrir la puerta. Alargando el brazo, busco a tientas el interruptor de la luz del pasillo. Lo encuentro, lo aprieto y no sucede nada, solo oigo el clic, clic, inútil del pulsador que no funciona. Tranquilo, me digo, ya ha pasado otras veces, es el dichoso conmutador. Totalmente a oscuras, imagino que una mano áspera y rugosa va a entrar en contacto con la mía. La retiro de golpe. Siento deseos de correr pasillo adelante en busca del otro interruptor. No lo hago, me contengo; no soy un niño. Intento demostrarme que sé dominar el miedo que me invade. Entro en el piso y cierro la puerta de la calle dando un portazo, para que el ruido aleje a mis monstruos.
Camino a oscuras por el pasillo dejando resbalar mis dedos por el gotelé de la pared hasta llegar al comedor y allí pulso el interruptor de la luz.
Entonces, una voz entrecortada y rasposa me recrimina:
—¿No piensas saludar a tu tía Vero y a tu tío Antonio?
—¡Por Dios, mamá! ¡Qué susto! —digo con el alma encogida. Les saludo moviendo la mano mecánicamente—. ¿Por qué diablos estáis a oscuras?
—Hablando, hablando, se nos ha hecho de noche sin darnos cuenta.
—Vale, mamá, voy a la cocina a mirar las existencias de la nevera.
Desde allí, oigo que les dice a mis tíos:
—Los chicos de hoy en día han perdido la educación. Parece que saludar ya no está de moda.
Chicos, dice. ¡Si ya tengo sesenta y cuatro años! Sobre la educación y el saludo, tendría razón, si no fuera porque tío Antonio y tía Verónica llevan veinte años muertos.
Últimamente se le empieza a ir la cabeza, tiene noventa años y le ha dado por hablar con gente que ya no está; pero mientras solo sea eso, no me preocupa. Por lo demás, está muy bien. Hasta hoy ha sido capaz de apañárselas ella sola, aunque ahora le hago yo la compra: le cuesta subir los cinco pisos.
—Mamá —digo desde la cocina—, te queda muy poco pescado en el congelador, ¿quieres que te compre filetes de merluza o prefieres otra cosa?
—¡Merluza está bien! —me contesta—. Es un buen hijo —les dice a mis tíos—, viene todas las tardes para charlar un ratito y revisar la nevera, para que no me falte de nada.
Mientras habla con ellos aprovecho para echar un vistazo por la cocina. En el armario, un par de sartenes requemadas, con el culo negro, dan muestras de que se le ha salido el aceite al cocinar. Algún día le pegará fuego a la casa. Menos mal que desde hace unos años la cocina es de inducción, si fuese de gas…
—¿Puedes ir a abrir? —me grita mi madre. Han llamado dos veces a la puerta.
—Ya voy.
Abro. Es Núria, mi mujer.
—Estaba preocupada. Me ha parecido extraño que decidieras venir tan tarde a casa de tu madre.
—Si siempre te aviso por whatsapp… Llevo viniendo desde hace más de dos años. He pensado que, para estar aburrido en casa, mejor venía directamente aquí y recogía un poco las cosas.
—Anda, vamos a casa, ya recogerás otro día. ¿De verdad que estás bien? —me pregunta.
—Claro, ¿por qué no voy a estarlo?
—Esta tarde ha llamado tu primo Juan, el de Murcia, para darte el pésame por el segundo aniversario del fallecimiento de tu madre.
—Ah, luego lo llamo y le doy las gracias.
No le quise decir que mi madre estaba en el comedor hablando con tía Vero y tío Antonio. No quiero que se imagine cosas que no son, se preocupa demasiado.
Mientras guardaba las sartenes en el armario, oí a mi madre que decía desde el salón:
—Núria, cariño, ven y siéntate un ratito con nosotros. Cuéntanos ¿qué tal?, ¿cómo ha estado tu entierro? ¿Ha sido bonito?, ¿ha ido mucha gente?
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