Amelia bajó al estanco como cada tarde.
-West Brooklyn, por favor – La estanquera era pelirroja y muy muy despistada, daba vueltas por el estanco mientras su gato saludaba a los clientes.
– ¿Has preparado tus deseos para la noche de san Juan?, he preparado unos saquitos con romero para que los coja quién quiera.
Amelia sonrió agradecida y cogió uno de los saquitos. No sabía lo que le depararía de aquel hecho tan simple. A la vuelta hacia su casa pensó en los deseos que pediría en ese año. Pensó en su tía Amanda y su hermana Alejandra y en lo que les gustaba a ambas fantasear con las brujas y los hechizos de San Juan.
En el instituto habían practicado un sortilegio para hacerle mal de ojo al novio de Alejandra que le había puesto los cuernos con su mejor amiga Brenda. Después de eso Alejandra se sintió fatal cuando al día siguiente el chico se había caído y roto un brazo. Desde entonces juraron no volver a practicar hechizos nunca más.
Pero nunca, siempre, todo y nada eran palabras que no solían llevar a ninguna parte. Al menos no a nada productivo en sí mismo. Llego a casa jadeando tras subir los 5 pisos de su edificio y dejó las llaves en el bol que tenía junto a la entrada. Entró en la cocina y preparo un café. Cafetera italiana, nada de moderneces que no dejaban tiempo para pensar. Nada instantáneo.
Se sentó a esperar que el café ebullera mientras repasaba unas facturas y haciendo una lista para la compra. El saquito con el papel para los deseos estaba encima de la mesa y no podía dejar de ojearlo.
Se sirvió un café y por fin se puso con la tarea que de verdad quería. La concesión de deseos. Durante su juventud había deseado el amor como cualquier mortal, pero eso no le había ido muy bien. El amor nunca duraba eternamente y las amistades acababan apagándose más o menos.
Después había comenzado a pedir habilidades, dones, capacidad de sacrificio, equilibrio, templanza. Todo ello tampoco le llevo a ningún sitio distinto del que estaba. Solo la hizo más sabia para entender que la vida no tenía solución.
¿Qué podría pedir ahora? Felicidad: un horizonte infinito que no tiene dimensión real. Trascendencia: poder pasar a otros todo lo que había aprendido. Había muchos que ya habían hecho eso e igualmente no les llevaba a resolver las cosas. Solo la muerte resuelve, y no es nada halagüeña.
En su interior sentía un vacío que solo conseguía llenar con comida, alcohol, sexo y risas enlatadas.
“Me gustaría meterme en líos, encender fuegos y crear ilusiones para otros” pensó Amelia. Apunto su deseo en la hoja de papel, lo enrolló suavemente y cerro el saquito con el romero.
En la plaza de San Pedro se había congregado mucha gente. Tras el encierro todos los actos populares volvían a cobrar más vida incluso que antes.
Los niños se perseguían sin miedo corriendo por las calles cortadas mientras los padres con un ojo aquí y otro allá divisaban los peligros a su paso para evitar males mayores.
El fuego ya estaba encendido. La magia podía olerse en el aire. Amelia había acudido sola a la cita. Sus amigos estaban lejos buscándose el futuro. El pasado quedaba olvidado tras el polvo de la responsabilidad eterna que nunca acaba.
Al sonido de la media noche los niños comenzaron a lanzar sus saquitos con romero a la hoguera, pidiendo vete a saber qué.
Amelia avanzó lenta pero sin temor hacia el fuego. Ya ni eso la quemaba, tiro su saco sin ninguna esperanza en el corazón y fue entonces cuando sintió una llama en su interior que la llamaba. A lo lejos, al otro lado de la hoguera una mujer rubia de ojos negros le sonrió. Su familiaridad le resultó extraña y se asustó por lo que se alejó rápidamente de las llamas de vuelta a su casa.
En el camino de vuelta se dejó llevar por el viento como le gustaba hacer de vez en cuando y acabó en una callejuela que no llevaba a ninguna parte. Cuando se dio la vuelta para tomar el buen camino un animal la sorprendió. Un lobo negro de los que ya no quedan. Estaba allí plantado mirándola y rugiendo como si no hubiese comido en semanas.
Amelia no podía sentir absolutamente nada. Estaba allí de pie inmóvil y muy atenta a cualquiera de sus movimientos. Se mantuvo estática lo que le parecieron horas. Hasta que no pudo evitarlo más e hizo un movimiento: muy leve pero muy preciso, hacia adelante.
El lobo se lanzo corriendo sobre ella. Todo pasó muy rápido, pero pudo ver cada segundo a cámara lenta. Una sombra se interpuso entre ambos y lanzó al lobo contra el suelo de la calle aún mojada de la lluvia de la mañana. Cuando se volvió pudo ver con claridad su rostro. Era la mujer rubia que había visto en la hoguera minutos antes.
La miró con una sonrisa y le dijo claramente:
-Bienvenida hermana.
Amelia se despertó sudorosa y agitada. ¿Había soñado todo aquello? ¿De quién era la cara de aquella mujer?, juraría que la había visto antes en la vida real. No solo en un sueño.
Cuando salió a la calle aquel día se sentía otra persona. Sentía el agua, la tierra, el aire, pero sobre todo, sentía el fuego.
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