Caminaba entre vestidores, distraída, esperando que mi acompañante saliera con la ropa que eligió para esa noche. A lo lejos, vi que una madre le entregaba a su hija pequeña una prenda para olerla. Ignoro que pretendía señalar, a lo mejor que olía a “guardado”, o, por el contrario, tenía una fragancia agradable. La única verdad es que yo jamás sabré a qué olía ese pantalón y no porque estuviese lejos, sino porque mi nariz es incapaz de diferenciar los olores. ¿Qué importa acaso, verdad? Hay quienes me dicen que es una ventaja ser inmune a las malas fragancias. Probablemente, así sea. Sin embargo, cuando mi papá dice que el hogar que dejó atrás hace muchos años huele a lavanda, me encantaría saber a qué se refiere. A mí me toca contentarme con los sonidos, las pisadas delicadas de mi mamá. También encuentro consuelo con los colores. Al menos puedo describir exactamente de qué tonalidad es el cielo; azul océano. El tacto tampoco me abandona. Hay tantas texturas que amo sentir, como un cabello enredado o la suavidad de unas mejillas. El gusto de probar una fresa, un mango, una mandarina no me es desconocido. ¿Entonces por qué quisiera saber a qué huele esa persona que rompió mi corazón? A veces me cuestiono si me parece insuficiente extrañar con cuatro sentidos apenas. ¿Qué esconde ese último sentido que por alguna triste razón no atiné a desarrollar? Se dice que al no tener el olfato funcionando en un 100 %, es más probable sufrir de depresión porque los sabores se ven afectados. Así, a pesar de que no oler parece castigo suficiente en un mundo donde se escribió una obra en la cual el protagonista asesinaba mujeres inocentes a razón de crear un perfume, también debemos librar la batalla de encontrarnos en un estado de abatimiento y la pérdida de interés por las cosas que nos apasionan. Por un lado, los anteojos, los audífonos y las prótesis fueron herramientas producidas para solventar estas carencias y se han ido perfeccionando con los años. Por el otro lado, el gusto y el olfato están en la base de la pirámide, de modo que no existe una alternativa realmente viable para formar parte de los afortunados que logran oler las fugas de gases. ¡Ah, porque he ahí otro problema! Es más probable darnos cuenta de que hay un incendio cuando las llamas han consumido tu pierna, que por el olor a quemado. ¡Y es todo un espectáculo! Mis vecinos están acostumbrados a alertarme cuando algo huele mal, por lo que necesito también rodearme de personas con un sentido del olfato extraordinario que supere cualquier distancia. De ahí que mi mamá siempre me deje mensajes pidiéndome dejar las ventanas abiertas en caso de que ocurra un accidente. Admiro la capacidad humana para buscar formas de cuidarnos frente a nuestras debilidades. Aunque sobrevivir a un incendio parezca razón suficiente para querer un buen olfato, sinceramente me inclino más por saber a qué huelen las personas, pero más aún importante, ¿a qué huelo yo? Jamás me he atrevido a preguntarlo porque temo que la respuesta termine siendo indiferente y en vista de que nadie me lo ha dicho, concluyo que yo no tengo olor. ¿Si no huelo, cómo voy a oler a algo? Resulta lógico pensar de esta manera y oírlo de alguien más no será suficiente. Yo ansío sentir cómo mis fosas nasales recogen el aroma que traes en la piel. Saber a qué huele mi habitación de toda la vida, la ropa de mamá, las flores, los perros, el cabello de la persona que está frente a mí, el asiento de bus, la suela de los zapatos, la tierra húmeda, la canela, la lavanda, un libro nuevo, la carta que escribí enamorada, el peluche que me regaló papá. Yo ansío sentir cómo mis fosas nasales recogen el aroma que traes en la piel. Saber a qué huele un abrazo, el amor, la paciencia, la tristeza, el enojo, el olvido, el adiós. Yo ansío sentir cómo mis fosas nasales recogen el aroma que traes en la piel. Saber a qué hueles tú y a qué olemos cuando estamos juntos.
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