La poca esencia de vida que todavía pertenecía a mis dominios se desvanecía fibra por fibra. Estaba decidido a permitir que hienas y coyotes desgarraran mi carne muerta, la carroña insignificante que tanto aman y adoran.
Amado por hienas, tal vez es mejor que no ser amado.
Prefería que esas criaturas condenadas por la sociedad me consumieran, a permanecer el resto de mis años soportando a los insensibles, ignorantes y desagradables humanos que habían sido criados por indiferentes padres.
Podía ser carroña de la incertidumbre, del tenue balanceo que la confusión entre diferentes realidades me provocaba, sin embargo, no me hallaba con las fuerzas suficientes para escuchar la voz del gran depredador, del esplendido hipócrita. Mejor es pasar mil años en cárcel.
Pero ya nada se le podía hacer, porque que me encontraba dentro de la pesadilla más apropiada y no existía retorno alguno. Estaba rodeado de los engendros horrorosos moldeados por la evolución. Para alguien que posee un severo miedo a ser observado, aunque los humanos vivan de la mirada, estar en esa situación era abrumador.
Los asesinaría a todos con tal de impedir que sus ojos me devoraran. Después de todo, mi carne pertenece legítimamente a las hienas. No permitiría que su único derecho les fuera arrebatado por los privilegiados.
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