Él iba en su avión, sin plan de vuelo y con bitácora a lo desconocido. Iba como yo, piloteaba, entre la oscuridad de su ser y la falsa templanza de su semblante. Iba en el punto del cielo donde el paisaje es blanco, llano de fondo pero esponjado en la base. En esa parte del cielo, el aire es claro, pesado, pero limpio. Tan limpio que aunque el sol lo atraviesa, no logra encontrar polvo en su interior.

Cuando yo lo vi por primera vez, nos encontrábamos en el mismo punto; justo antes de despegar hacia lo desconocido, incrédulos, con cara de hombres abyectos, como buenos impostores. Ese día el cielo estaba nublado y en el aeropuerto no funcionaba el aire acondicionado. Ahí y así fue como conocí al barón de lo poco entendido y lo señalable de mi ser.

Tiempo antes de despegar, coincidimos en el bar del aeropuerto por no querer sentarnos en una mesa compartida con otros colegas y preferimos la denigrante exhibición de una barra de un lugar de paso. Cuando platique con él, no sabía precisamente como yo, un hombre que ante ojos ajenos profesaba buenas costumbres, podía acercarse a un ser tan interesante. Hablamos, creo que fingimos, pero al final nos escuchamos.

-¿No te parece horrible este lugar?- recuerdo que fue la primera frase que me llamó la atención de él cuando comenzamos a conocernos.

-Me parece aterrador, no soportó el ritmo, la vida y sobre todo la platica, ¿no te han preguntado por la mujer de la torre de control?- recuerdo que le conteste.

-Así es- me dijo con una sonrisa cómplice.

Esa fue la primera de nuestras comunicaciones, la que catapultó esta conexión hacia todo lo que hemos hecho. Desde las 11 de mañana no paraba de llover, nos mantuvimos conversando hasta que la comandancia volvió a abrir el aeropuerto. No recuerdo a qué hora partimos, pero sin miedo a equivocarme, podría jurar que casi fue a las 11 de la mañana del día después cuando nos encontrábamos platicando nuevamente por la transmisión.

-¿Estás ahí?- me preguntó por el radio.

-Aquí estoy, esperando que me llamen a rodar.

-¿Ya sabes a dónde vas?

-Todavía no lo decido, ¿y tú?

– Creo que mientras ruedo a la posición de despegue lo pensaré… quiero decirte que realmente disfrute ese momento en el bar- me dijo sincerándose.

– Quieres decir la tarde, ¿cuál momento si ha sido una eternidad?- le contesté

-Lo hubiera sido si no hubiera platicado contigo, más bien.

Así más o menos recuerdo que pensaba que terminaría nuestra conversación. He de confesar que pensé que esa era la última frase que le escucharía pronunciar.

-¿Qué tal la pasaste tú?- continuo.
-Muy bien, creo que ya me llamarán a rodar- le dije para distraer la atención como traicionando esas ganas de preguntarle a dónde iba desde el momento que en se sentó a mi lado en el bar. En ese momento él pausó, por alguna extraña razón, su micrófono se mantuvo conectado y por la transmisión escuchaba cómo movía los botones de acuerdo al check list.

– Extra Bravo, Victor, Oscar Romeo, ruede de plataforma cuatro, dos, por alfa hasta pista y posteriormente a posición de despegue… llame en posición listo al despegue-
-Al parecer parto yo primero – me dijo como si le interesara poco saber de mi destino.
-Buen viaje- le contesté sin ganas de hacerlo.

Mientras seguía escuchando por la transmisión el ruido de su motor, pensé en qué estaría pensando él, a donde quisiera ir y el alivio que debía de sentir de salir de aquí.

-¿Ya sabes a dónde vas?- le pregunté como si lo dijera al aire e insistiendo en revivir la conversación.
– No lo sé, pensé que en este momento lo sabría, pero más bien pensé que estarías planeado tu huida.
-No tengo a donde ir, despegaré y creo que después tomaré la decisión- le dije fingiendo desinterés.
-Te deseo suerte en eso.
-Extra Bravo, Victor, Oscar Romeo, en posición y listo al despegue… nos vemos…- Dijo todavía en la transmisión hablando como si se despidiera de la torre. Yo sabía que era para mí.

Al escuchar el angustioso ruido de sus turbinas, al acelerar, me invadió un álgido sentimiento de miseria, de desolación. Imagine ese punto en el cielo donde el aire es claro, es hermoso, pero no hay nada más que ver. Lo imaginé solitario, con la belleza desoladora de todos los viajes que había hecho previo a esta última parada, pero ahora con un lirismo melancólico del silencio del avión.

Fue entonces cuando decidí asediarlo al despegar, saltar después de él y esperar hasta llegar al punto del cielo, donde el paisaje es blanco, llano de fondo, pero esponjado en la base, donde el aire es claro, pesado, pero limpio. Tan limpio que aunque el sol lo atraviesa, no logra encontrar polvo en su interior. Ahí fue cuando pude ver su sosiego de desasosiego. Iba como yo, con pocos minutos de haber despegado, piloteaba entre la oscuridad de su ser y la falsa templanza de su semblante.

-Voy detrás de ti- le dije nuevamente en la transmisión mientras escuche rápidamente la estática de su micrófono al encenderse.
-Gracias- contestó.

Ahora, cuando recuerdo ese día, disto mucho de sentirme como en el despegue. Hoy, habiendo ya aterrizado varias veces en estas montañas pálidas, tengo la certeza de pensar lo mismo cada vez que leo veo sentado, hipnotizado en cada puesta del sol: hoy, mañana o el día que queramos salir nuevamente, solo deberemos empujar un único avión y rodar hasta el acantilado.

Sé que despegaremos.

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