Amanece una pampa hosca, desganada. El verano arrecia, esta es la hora del armisticio entre la naturaleza y el hombre. Todo permanece falsamente quieto. Un perro duerme bajo un camión, una pata tiembla, sueña que ladra. Un insecto trepa a un tallo, el tallo mueve la hoja, en su extremo, una gota de rocío vacila – por qué no cae de una vez – Una radio, a los gritos, anuncia el fin del mundo – tanguito de fondo – Los zapatos son marrones, acordonados, el derecho lleva una cicatriz definitiva en su costado. Parecen saber adónde van. Esquivo un sapo reventado en el pavimento, eso me saca de la somnolencia. Levanto la vista y veo los carteles, arriba, abajo, por todos lados; se ven tan inofensivos, desnudos, de madrugada. Igual que nosotros. Esta es la hora en que el cerebro entumecido sospecha que todas las ecuaciones, todos los poemas y todas las alquimias con que lo acunaron son ficciones inútiles – después me lamentaré de no haber podido retener esta certeza, la costumbre de extrañar las cosas antes de perderlas – Desde la copa de un pino veo a uno que se lleva la correntada. Soy yo. Le saco la vista enseguida, prefiero no tratar con gente que conozco demasiado. Un fantasma o un hombre viene hacia mí en sentido contrario. Con seguridad nos vamos a cruzar. Ahora ya diviso su cara. Lo habré mirado como si jamás hubiera visto a otro ser humano porque baja la cabeza, algo incómodo. Pienso si acostumbrará a mirarse los zapatos, como yo. Pienso que soy un estúpido. Ahora yo también bajo la mirada. Nos alejamos. El azar nos reunió una vez, el olvido nos devolverá enseguida a nuestro estado original. ¿El olvido es cruel? Pero cruel es una palabra, el aullido de un mono para esta brisa fresca, cinco hendiduras sobre un papel, la huella de una mano. Quizás todo sea la huella de algo que alguna vez fue otra cosa. Y no hay huella que no se borre. Ni se olvide. Pero huella es otra palabra. Falta poco, ya llego. Estar en el mundo, con los demás, es mantener la cordura.
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