El escritor se dispuso a escribir la historia que últimamente dominaba su mente. Eligió un lugar cómodo y, bolígrafo en mano, tenía todo lo que necesitaba. Sentía que sus personajes competían por ser la voz que guiara la trama. Sus vidas, cuidadosamente ideadas, eran tan reales y complejas para su creador que eso solo hizo que se impacientara más por empezar.
Con una exigencia de perfección absoluta, pensó en cientos de maneras de empezar el primer capítulo. Pero algo faltaba; las palabras adecuadas no llegaban. No creía tener los conocimientos necesarios sobre el escenario, ya que era una zona exótica que nunca había visitado. Se dirigió a su pequeña biblioteca, donde apiló todos los libros de historia y geografía que pudo encontrar, y uno a uno fue anotando los nombres de pueblos, ríos, montes y otros confines olvidados de la naturaleza.
Tras largas horas de investigación forzada, regresó a su estudio y volvió a intentar desarrollar la historia. Miraba la página en blanco, pero era incapaz de escribir una sola frase. No lo entendía; las distintas voces de su cabeza seguían hablándole con más rigor si cabe. Furiosas le exigían que contara sus historias, pero cuando empezaba un párrafo, le disgustaba su simpleza y lo borraba. Lo borraba todo y se estancaba en su absurdo perfeccionismo.
De espaldas al escritorio, le asaltó el temor a una irritante posibilidad de intrusiones. Pensó que tal vez un cambio de locación le ayudaría. En su jardín había un gran roble y, sentado bajo su sombra, se sentiría como los artistas de antaño. Así pues, una vez allí, rodeado de hierba y algunas flores a medio marchitar, se puso por fin a escribir. Terminó una página, luego la leyó, y resultó ser un fragmento aburrido y monótono, que inducía al sueño.
Intento tras intento, su entusiasmo inicial se desvanecía. Nada le salía como quería, las palabras se atascaban sin lograr la secuencia armoniosa que conforman las grandes novelas. Volvió a su biblioteca, esta vez para releer a sus ídolos. Lo que hicieron, lo que crearon fue superior al arte, y ni siquiera con sus años de práctica podía acercarse a su grandeza.
“En un lejano monte vivía una familia muy pobre”, así comenzaba su historia. El pastorcillo, la madre viuda que criaba sola a sus hijos, el cura del pueblo, los cantores de paso; gente alejada del mundo moderno cuyas vidas apenas eran un vestigio de su imaginación. Escuchó lo que antes era un furioso vocerío, entonces convertido en un susurrante lamento. Él se atribuía a sí mismo la causa de su mal, de su impotencia, de su inutilidad y de su incapacidad para hacer lo que consideraba su deber. Todas estas emociones le quebraron.
Rompió lo que había hecho y continuó con esa manía destructiva hoja tras hoja hasta destrozar todo el cuaderno. En su interior tenía una poderosa energía que, al no poder canalizar en palabras, se traducían en acciones. Durante el arrebato perdió también los escritos que había guardado durante años en lo que en ese momento era solo un revoltijo de papeles esparcidos por el suelo.
¿Qué le estaba pasando? Desde su más tierna infancia se caracterizó por no perder nunca la calma. No se comportaba como él mismo. Perdió la noción de la situación en una especie de locura desconocida. Estaba agotado y regresó a su estudio, que también le servía de dormitorio, para descansar.
Esa noche, dio vueltas en la cama en un trance entre el sueño y sus pensamientos. Entonces una voz, que ya le era familiar, se dejó oír:
«No nos abandones», dijo. «Hemos esperado mucho tiempo. Sin ti no existiremos jamás en forma alguna».
Era la voz del pobre pastorcillo, el cual estaba inspirado ligeramente en un viejo amigo de su infancia. No conocía las circunstancias de sus personajes, pero todos ellos le recordaban a ciertas personas que conoció una vez. El chico tenía razón, no los abandonaría.
Retomó la historia desde una nueva perspectiva; una emotiva y sensible que esperaba fuera capaz de conmover a sus lectores con su prosa lírica. Colocó al protagonista en una situación lamentable, perdido y solo lejos de todo lo que amaba, y siguió desarrollando la historia. Algunos párrafos le satisficieron, pero parece que solo gustaron al escritor, porque el elenco de la trama se rebeló contra su creador. Insatisfechos con la situación, los personajes se declararon en huelga y desaparecieron de su mente. Él los había perdido, ellos le abandonaron. Cansados de estar a la deriva, rechazados en su propio mundo imaginario, se negaron a ser compadecidos en el real.
Por un momento, se sintió aliviado por el silencio y pudo escapar del caos que le estaba volviendo loco. Luego llegaron el pesar y la tristeza de una pérdida estremecedora. Sin los personajes, ¿qué quedaba del escritor? ¿Quién era?
Lo daría todo por tenerlos de vuelta; perdería con gusto su propia cordura y les dejaría controlar el curso de su demencia progresiva. Si tenía que renunciar a su propia existencia por una ficticia a cambio de la de ellos, que así fuera.
En medio de todo su enredo existencial, no oyó el repetido timbre de su puerta. Él odiaba las interrupciones, pero tenía bien inculcadas sus obligaciones. Sin otra alternativa, bajo presuroso las escaleras y se preparó para recibir al visitante.
Cuando abrió la puerta, se quedó de piedra. Ante él estaban cada uno de los personajes que le atormentaban. Llevaban un libro extraño, y el escritor tuvo la impresión de que algo fantástico le sucedía. Experimentó una intolerable sensación de desasosiego que fue aumentando hasta convertirse en una especie de pesadilla. No sabía si estuvo inconsciente, pero cuando abrió los ojos se dio cuenta de que estaba en el lugar miserable que él mismo había creado. Nunca había conocido ese sentimiento de profunda soledad. En aquel paraje oscuro, se sentía como si estuviera completamente aislado de toda compañía humana. Tan juntos estaban los árboles, unos de otros que no podía ver más allá de diez metros en ninguna dirección; todos los lugares exteriores parecían infinitamente remotos, e infinitamente remoto le resultaba también todo lo que le había sucedido en su vida humana normal.
Mientras tanto, el pastorcillo, la madre viuda, el cura y todos los demás personajes preparaban una merienda para celebrar su nueva vida.
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