Todas las mañanas para ir al trabajo tenía que pasar por cierta calle, conocida por ser insegura. Cada vez que le decía a alguien que iría a ese lugar, me contestaban: «Cuídate y buena suerte; la necesitarás».
Así que la primera vez que fui, venía con algunos prejuicios autoimpuestos. Desconfiaba hasta de mi propia sombra, pero siempre era igual de tranquilo. Al final de la semana, estaba más relajado, e incluso me sentía ridículo por ser tan crédulo y dejarme engañar por mis amigos. Pero entonces, al octavo día, sí que sucedió algo.
Caminaba a paso ligero cuando vi a lo lejos a un grupo de hombres que arrastraban un gran saco con la forma de una extraña figura que parecía más bien una silueta humana. De inmediato, todo tipo de pensamientos cruzaron mi mente. Indeciso, me acerqué aún más a ellos y me coloqué detrás de un quiosco para que no me vieran. Vi cómo lo metían en la parte trasera de su camioneta y después condujeron a toda velocidad, como si tuvieran prisa por salir de allí. ¿Qué debería haber hecho yo entonces? Llegaba tarde al trabajo y, aunque no lo quiera admitir, tenía miedo.
En lugar de dar media vuelta y evitar así que me despidieran, les seguí. Ellos se detuvieron en un descampado, donde terminaba el pavimento y solo había tierra y polvo. Aparcaron junto a una pequeña vivienda, la única que había, e ingresaron todos ellos, dejando allí la camioneta sin más. Una vez que los perdí de vista, solo quedé yo mirando fijamente aquel saco. Enorme una vez que lo vi de cerca.
Nervioso por lo que pensaba encontrar dentro, saqué mi navaja multiusos y rasgué la tela. Cuando abrí el saco, dentro solo había estiércol seco.
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