Anna llevaba muchas horas mirando la pantalla de su portátil. Así es como trabajaba ella, en una habitación pequeña y poco iluminada, todos los días, sin descanso. Los músculos de su cuerpo crujían, y ella sentía la necesidad de levantarse, o mejor aún, de salir corriendo de allí pronto, pero su existencia estaba inmovilizada en la silla. Su cuerpo estaba cansado, su mente agotada y sus ojos enrojecidos. Eran sus ojos los que sufrían más, pues apenas podía mantenerlos abiertos. Al caer la noche, el sueño la venció, y ya no estaba segura de la diferencia entre sus sueños y la realidad al sentir que partes de sí misma se revelaban al azar: su mano se cerró en un puño impidiéndole seguir escribiendo; su propio peso la hizo caer hacia un lado, lejos del escritorio; sintió la cabeza tan pesada como si estuviera hecha de hormigón; y sus ojos, sus delicadísimos ojos, se cerraron sin que ella los controlara. Sus extremidades tomaron el control sobre ella; sus piernas se estiraron; se levantó y fue dirigida hacia su pequeño sofá, uno de los pocos muebles que había allí, en un rincón. Así fue inducida a una sensación onírica; creía estar soñando, pero seguía consciente. No podía mover ni una parte de su cuerpo; estaba en completa oscuridad; sin embargo, su mente seguía activa, y sólo podía pensar en si había conseguido terminar de enviar aquel correo a la oficina.
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