FEDERICO EDUARDO TORRES (a) FEDE

Cariló, domingo, enero de 2001, casa de Elenita, cerca del mar.

Una casa de cuento de hadas en medio del bosque.

Mi casa, en cambio, parecía la entrada al infierno. Reconozco la exageración, pero yo trataba de huir de varias situaciones que me resultaban complicadas de resolver.

El departamento me ahogaba, pero más me sofocaba lo que ocurría dentro de él.

Mi terapeuta diría que estaba tratando de escaparme un rato y, como si lo escuchara, que por mucho que tratara de escapar los problemas estarían ahí, esperándome otra vez, cuando volviera.

Es cierto. Pero tenía ganas de irme, de ver el mar, de charlar un rato con alguien que no estuviera tan cerca y que pudiera alojarme sin preguntar nada. Total, las cosas seguirían igual cuando volviera pero nadie podría quitarme un par de días de sol.

Después del almuerzo y la charla sin importancia del día, Elenita me pidió ayuda para bajar de su altillo unas cajas, de las que no tenía idea su contenido. Típico de ella, las había subido en el apuro de su mudanza – escape de la ciudad, sin acordarse por qué estaban allí.

Entre otras cosas, encontré una valija de bambú, con su cierre un poco oxidado. Elenita la abrió y, dentro de ella, fotos. Sólo fotos.

La tarde de domingo se convirtió, por obra y gracia de la bendita valija, en una tarde de recuerdos, sin nostalgias, o sí, con la necesidad de tirar fotos suyas, ordenar la casa, echar afuera lo que no necesitaba. Recuerdos sobre todo, situaciones que ya no importan, gente que no interesa. Fotos. A partir de allí, de las fotos, todo.

A partir de una pregunta simple que caía sobre mí, con la necesidad imperiosa de que la memoria ayude y no quiera.

Una pregunta simple. ¿En cuántas fotos estaré de las que no tengo memoria?

Disparo. ¿En cuántas de tantísimas que recuerdo y no tengo? ¿En cuántas que deben tener otros y no saben tampoco quién soy yo? Y de las que tengo y no sé quién es el que está al lado mío ¿Cómo se llamaba… puta, cómo se llamaba? Aunque sea el sobrenombre, algo que me indique quién es, por qué extraña razón estaba yo en esa fiesta, reunión, almuerzo, merienda, cena, copa, bar, estadio, estudio, colegio, primaria, secundaria, universidad, montaña, lago, mar, monte, asado, asalto, cumpleaños, bautismo, estreno, graduación, vacaciones, inauguraciones, muestras, aquí allá y en todas partes.

Generalmente sonriendo, la vida a partir de “digan ¡whisky!”.

Esa extraña revelación de saber que no existimos tanto como querríamos en la vida de los demás, que no tenemos tanta importancia, que si no estuviéramos no pasaría nada, el mundo no se detendría por una ausencia más o menos, sentir esa prescindencia, sentir el paso del tiempo desde un lugar real, sentir el pasaje de la gente por nuestra vida como una escalera que lleva quién sabe a donde, sentir que pasamos por la vida de los demás sin dejar huella, sólo el recuerdo, a veces, por alguna frase afortunada, un día en que pudimos parecer ligeramente brillantes, teniendo en cuenta que los espectadores que nos rodeaban no salían de la media de una escuela secundaria y un diario leído a las apuradas.

Sentir el cambio constante, entender que pocas cosas son para siempre, hasta el final, como una contradicción, cambiar el “para siempre” por el “hasta que sea posible”, hasta que la muerte nos separe, hasta que el divorcio nos separe, hasta que el dinero nos separe, hasta que el juicio nos separe, hasta que perdamos la calma y las buenas maneras, la educación y la elegancia, hasta que la hipocresía se convierta en áspera sinceridad.

De todas maneras, quería hablar de las fotos, de una foto, de todo lo sucedido hasta entonces, de los recuerdos, de la inocencia, del crecer, del aterrizar, de la planicie.

No sé por qué apareció, ni cómo llegó a sus manos, ni qué hace esta foto en Cariló.

Creo que se la di a Elenita una vez que me pidió una foto de adolescente, por un rato, y nunca me la devolvió. Hasta hoy que la recuperé. Una foto en blanco y negro. Antigua, no vieja. Porque vieja sería si tuviera ese tono sepia de las de antes. De las viejas. Me fui por las ramas.

La foto.

Estamos con El Negro haciendo el “pasito Música en Libertad”, los dos al mismo tiempo como corresponde, en un baile hecho con el fin de juntar fondos para el viaje de egresados de la Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET) N° 33 “Fundición Maestranza del Plumerillo”. O sea, nuestro sexto año.

El Negro baila con una chica del colegio que lo organizaba con nosotros, y yo con alguna compañera o amiga o vaya a saber qué. El Negro con un cigarrillo prendido para “hacer rostro”, quería impresionar a la chica con la que estaba enganchado desde hacía un tiempo. Cuando empezó el baile me hizo una seña para que le hiciera la gamba.

Sonaba el “She loves you, yeah, yeah, yeah” de los Cuatro Fabulosos.

Siempre fui el encargado de la música, y siempre elegí la misma canción para empezar. Los Fab Four eran los más grandes. Son y serán.

Atrás, en una punta de la barra – mejor dicho, una tabla larga sobre tres caballetes con dos manteles traídos por las chicas, para que no se viera la tabla, “queda muy groncho, ¿no les parece?” – Luisito y otra chica que sirven algo en un vaso – Coca de un litro o Crush, nada de vino ni cerveza en la secundaria, salvo las célebres petacas de Pancho –; en la otra punta de la barra, Pata charlando con Teresita, la hermana de Luisito, pobre Luisito, que se la adosaban siempre y hacían de guardianes uno del otro; y al fondo, borroso pero indudable, está Tobi, agachado, en actitud de vomito. Al lado, agarrándose el estómago, riendo como un tarado, cuándo no, Garca, que había hecho su broma habitual de meter laxante en la bebida.

La banda Corso, completa. Casi.

Falta Pancho, que fue quien sacó la fotografía.

La banda Corso.

Le tenía que aclarar a Elenita quiénes éramos.

En realidad, todo hay que decirlo, Garca no era de la banda desde el principio pero, como era tan denso, no tuvimos más remedio que cargar con él.

La banda Corso.

Volviendo al tema del retrato.

Pancho se había escapado de su casa para estar con nosotros. Los padres lo habían castigado, como corresponde a un progenitor de esa época, y de cualquier otra, sacándole aquello que lo hace feliz. Es que el “señor”, como le decía el padre, se estaba llevando ocho materias a diciembre y cuatro a marzo, además de dos previas.

¿Cómo hablar de él sin que una sonrisa se quede en mi boca?

Pancho era como un invitado en la escuela. Un testigo privilegiado de todas las sandeces y maravillas que nos esperaban cada día.

Pancho disfrutaba todo, y eso lo hacía distinto a cualquiera de nosotros, ya fuera de una teoría matemática como del hallazgo del nombre real de nuestros órganos de reproducción.

Pancho se especializaba fundamentalmente en divague, era su materia preferida. En realidad, una mente brillante, pero aburrida. Si se le ocurría podía estudiar en diez minutos, con sólo leer, y lo que es peor, entender, lo que a los demás nos costaba días, o directamente nunca, lo que debíamos aprender de memoria para zafar y después tirarlo en algún remoto lugar de nuestro inconsciente, del que nunca volveríamos a rescatarlo.

Creo que Pancho todavía se debe acordar de cada cosa que estudió. Porque lo más increíble de él era que sacaba invariablemente nueve o diez cuando rendía.

Nunca supe si terminó de dar las últimas materias de sexto año, aunque sí había empezado la facultad. Justo él. Los demás tratábamos de acercarnos al siete de promedio en esos tiempos, jugando con la ley de las probabilidades de los adolescentes de la época. Posiblemente igual que ahora. La ley decía que cuando tenías nueve o diez – hablo de inteligencia entre el diez y el ocho, un siete de última – en el primer y segundo bimestre (eran bimestres), podías llegar a pasarla tranquilo en el tercero y cuarto, es decir, estudiando lo mínimo indispensable y dejar el tiempo libre, todo el tiempo libre, para aprender la manera de no hacer nada durante el horario escolar.

Es más, nuestra ocupación (del Negro y mía) era inventar premios para nuestros compañeros y entregarlos en forma ceremoniosa con la consabida ovación para cada uno de los premiados, sobre todo por el “ingenio” que derrochábamos en la tarea. Si había un orejón o un narigón el chiste era obvio, lo veníamos cargando desde primer año con lo mismo, aumentando el tamaño de nuestra burla en forma impune y desagradable. Así pasaban todos, desde la A hasta la Z, desde Alonso hasta Zabala, créase o no.

De todas maneras, los muy turros esperaban con ansia el día para reírse de los demás, habida cuenta que teníamos bastante mala leche. Bueno… tanto como mala leche… Visto a la distancia se me ocurre que éramos unos ingenuos disfrazados de Drácula, con los colmillos de plástico.

Otra de nuestras “ocurrencias” era imaginar las novelas de moda (Rolando Rivas, Piel Naranja, o lo que se le ocurriera a Alberto Migré para enganchar a toda la familia) hecha por los demás, todos varones, claro, si no ¿cuál era la estúpida gracia?

Por supuesto, los galanes caían siempre en el menos agraciado y el más bajo, Luisito, mientras que ellas, instaladas por siempre en nuestro imaginario como la novia de todos, la más linda, la más fina, hermosa e inalcanzable Soledad Silveyra, le correspondía a Tobi, que era el más grandote de la clase. Muy grandote.

Escribíamos escenas donde Luisito y Tobi corrían por Plaza Francia, mirándose arrobados, luchando por su amor imposible, hablando por teléfono, ese teléfono que el autor, hacía trabajar como otro personaje y que nos ponía los pelos de punta pensando qué mala noticia podía traer, salvo en el capítulo final cuando uno sabía que siempre llegaba la bonanza de los sufridos protagonistas y el alivio de los espectadores.

Luisito y Tobi nos putearon durante los dos últimos años, pero se la bancaron. Supongo que el hecho de ser los protagonistas, y no los actores de reparto, les otorgaba un aire de respeto. Otra vez me fui al carajo. Estaba con Pancho. Sigo.

Pancho era el único que fumaba delante de sus padres. Todos los demás, los que fumábamos, llevábamos pastillas de mentol fuerte –que eran horribles– por lo que los padres, obviamente avivados desde la primer y culpable pitada, hacían la vista gorda pensando que el nene se estaba haciendo hombre a costa de esos pulmones un poco hechos pelotas. Total, éramos jóvenes.

Vuelvo a la fotografía.

Sexto año. Los colegios técnicos tenían seis años, contra cinco de los demás secundarios. Suena raro pero nunca me parecieron demasiados. Será que siempre me gustó estar en el colegio, era diversión, alegría, cero responsabilidades.

El viaje fue “el” tema de los dos últimos años. Juntando fondos como fuera posible.

Bailes, rifas… ¿cuántas porquerías habremos rifado con el aburrimiento y la billetera de nuestros familiares más directos?

Para la gran mayoría, los abuelos eran parte fundamental de la historia familiar. El nene tenía que viajar, con todo lo que había estudiado, se lo merecía, será un poco vago pero es un buen chico. Las abuelas propias y ajenas siempre nos decían lo mismo. Y siempre se “ponían”, nos daban plata el día del viaje “para que te diviertas”, uno ponía cara de inocente y agarraba rápido antes de que los padres vieran la cantidad y le dijeran “mamá, eso es mucho”.

Los abuelos se hacían los recios porque no querían mostrar la hilacha sensible, pero si veían que los hijos le protestaban mucho a las abuelas intervenían con un rápido y demoledor “vos no te metas” mientras metían la mano en la billetera y daban, sin que ningún retoño de cuarenta años, y más, se animara a reprocharles nada.

Demás está decir que los que no tenían abuelos se jodían, pero en el grupo, por esa cosa juvenil de amor exagerado y pasión desbordante, propia de la edad, éramos solidarios y compartíamos cada peso que andaba por nuestras billeteras. Las rivalidades, dentro de ese contexto, quedaban reducidas a nada. Todos estábamos unidos con todos. Un bloque adolescente, compacto y feliz. Eso, y no otra cosa, es un viaje de egresados.

Puesto en perspectiva, no sé por qué extraña razón todo lo veo como una película extraña, como una película de otro distinto a mí.

Una foto que habla: ¿dónde estarán todos?

O más simple: ¿estarán todos?

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