Ese bendito momento en el que esa extraña enfermedad desaparece por obra y gracia de aquella mirada azul profunda, piel pálida y labios color carmín. Por esa persona cuyo cuerpo no puede albergar tanta luz y merece ser estrella; ella es su luz, su dicha, su vida, su medicina.

El sentimiento florece en manos de los segundos y en brazos de los minutos explota la pasión. Él no quiere ser su protector, quiere ser su amante, explorar la carnosidad de sus labios, recorrer con sus manos las imperfecciones de su cuerpo, perderse en las ondulaciones de su cabello, gritarse pecador de los placeres de la carne, y, morir sosteniendo su aliento  pegado al suyo.

Fugaz llegó la enfermedad, se injertó en cada fibra de la piel, se hospedó por años en el cuerpo y así de fugaz desapareció con la llegada del amor. Vida cruel, dejar partir una enfermedad inofensiva y lenta por el castigo venenoso del amor. Venenosas son las intenciones que despiertan en las profundidades de la mente cuando lo amado no quiere ser amado.

Sus ojos ya tienen dueño y él se conformaría con ser las orbitas que los sostienen.  Llegó tarde a la repartición de los manjares de la vida y ahora lo invade una pena profunda. La enfermedad regresa, el desamor lo envenena y así concluye que la vida le estorba.

La vida le estorba, el corazón le aprieta y la mente lo tiene preso de aquella imagen perfecta, de esa hada de ojos azules profundos que jamás, mientras le dure la vida le regalará una mirada de cariño. La idea lo enloquece, sube enfurecido hasta la terraza, el susurro del suelo lo llama y finalmente salta. 

Etiquetas: enamorados

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